miércoles, 23 de agosto de 2017
CAPITULO 57
Todo Whiterlande esperaba con nerviosismo el momento en el que la novia entrara en el templo. A pesar de que la boda hasta ahora parecía marchar sin contratiempo alguno, los vecinos del pueblo aún hacían apuestas sobre si Paula terminaría por casarse con Don Perfecto o si huiría antes de llegar a pronunciar el «sí, quiero».
La iglesia estaba llena a rebosar; no sólo habían asistido al evento los familiares de ambos contrayentes, sino que todos y cada uno de los habitantes del pequeño pueblo esperaban con impaciencia presenciar el rito del matrimonio, ya fuera dentro o fuera del recinto.
La mitad de los presentes opinaba que Paula sería raptada por Pedro en mitad de la ceremonia, la otra mitad, que Paula no llegaría a entrar en la iglesia. Solamente unos pocos osaban comentar que Paula finalizaría la boda, casándose con el perfecto Jorge.
Todo estaba listo: la iglesia estaba esplendorosa por los adornos florales de delicadas rosas blancas. Lazos de seda de color nieve engalanaban los asientos de los invitados y una gran alfombra roja indicaba a los novios el camino hasta el altar.
El novio aguardaba pacientemente junto al altar; las damas de honor y sus acompañantes ya habían sido colocados en su lugar; la madrina permanecía al lado del novio y únicamente faltaba la imprescindible presencia de Paula Chaves y su padre.
La pequeña orquesta de música clásica comenzó a tocar y los niños del coro entonaron una hermosa canción. Las puertas se abrieron y Paula irrumpió de una forma atolondrada y desorientada.
Antes de que la novia comenzara a caminar hacia su futuro, una niña de unos cuatro años esparció pétalos de rosas lentamente por el camino.
Paula agarraba con fuerza el brazo de su padre mientras, absorta en sus pensamientos, continuaba preguntando por Pedro sin prestar ninguna atención a lo que ocurría a su alrededor.
—¿Por qué se va, papá? —quiso saber Paula, confusa.
—Porque no quiere ver como haces tu vida con otro que no sea él — contestó murmurando el señor Chaves.
—Pero el pueblo es lo suficientemente grande para los dos...
—Cielo, si tu madre me dejara por otro y yo tuviera que ver día a día cómo rehace su vida junto a él, no podría soportarlo. Creo que Pedro es un hombre muy fuerte, pero todos tenemos un límite, y ese límite para Pedro eres tú.
—Pero no puede irse... —manifestó Paula.
—Bueno, cariño, ahora lo que tienes que pensar es en tu futuro — indicó Juan Chaves ayudándola a camina despacio hacia Jorge Guillermo Worthington III.
Mientras Paula se acercaba cada vez más a su novio, el dinero iba cambiando de manos a lo largo del enorme pasillo, pero alguna que otra persona se negó a pagar hasta presenciar el final de la hermosa ceremonia.
El pasillo se me hacía larguísimo.
Con cada paso que daba parecía alejarme más de mi destino en lugar de acercarme a él, y eso no me asustaba: no estaba impaciente por llegar junto a Jorge ni por decir el consabido «sí, quiero» ni por comenzar una vida junto a él.
No estaba deseosa de que terminara mi boda para que todos me comenzaran a llamar señora Worthington. No sentía esos nervios previos a un casamiento que hacen imposible mantenerse serenas a las futuras esposas, pero sí que tenía todas las dudas del mundo cuando miraba a mi futuro marido.
Eso me hizo reflexionar sobre si verdaderamente él era el adecuado.
¿Por qué ahora, justo antes de que mi precioso sueño de la infancia se llevara a cabo, me daba cuenta de que eso no era en el fondo lo que yo deseaba?
Miré a Jorge y lo vi perfecto: sin una arruga en su elegante traje, ninguna duda en su hermoso rostro… Era como siempre: la perfección personificada, y fue entonces cuando mi revoltosa mente comenzó a compararlo con Pedro, el siempre desordenado y salvaje Pedro.
Recordé cada una de sus trastadas de cuando éramos niños, rememoré mi primer beso, la primera vez que hice el amor, y todos y cada uno de los veranos que habíamos pasado juntos.
Comparé sus apasionados besos con los de Jorge, que no me hacían arder como lo hacían los suyos. Me pregunté una vez más por qué aún no me había acostado con mi futuro esposo mientras que no podía evitar lanzarme a los brazos de Pedro ante la menor de sus caricias.
¿Por qué no podía resistirme a él y sí al hombre que había decidido que era perfecto para mí? ¿Por qué podía hablar con Pedro de todo y con Jorge sólo de arte o de temas serios? ¿Por qué reía con él todo el rato ante bromas estúpidas y Jorge nunca bromeaba? ¿Por qué era yo misma entre los brazos de Pedro y simplemente Doña Perfecta en los de Jorge?
Ante mí se planteó la pregunta definitiva y trascendental que marcaría mi futuro: ¿quién quería ser yo en realidad: la impredecible y alocada Paula Chaves o la impecable y previsible Doña Perfecta?
Miré a todos mis vecinos y parientes. Los observé durante unos momentos sin dejar de caminar y noté cómo Zoe y Jerry discutían sobre una nueva apuesta, vi como mis hermanos intentaban coquetear con mis damas de honor con descarados gestos, como mi madre apuñalaba con la
mirada, cuando creía que nadie la veía, a Analia Worthington. Me percaté de que el señor Philips, el jefe de policía, revisaba todas las entradas a la espera de alguna fechoría por parte de Pedro y observé como mi futura cuñada me miraba con envidia y recelo.
Los miré a todos y decidí que, si ninguno de ellos era perfecto, yo tampoco tenía por qué ser Doña Perfecta. El diablillo rebelde que había en mí, ése que únicamente osaba salir en presencia de Pedro Alfonso, preguntó una vez más por qué él no estaba allí para raptarme o algo parecido.
Fue entonces cuando comprendí que hasta el último momento había tenido la esperanza de que él aparecería en la iglesia para impedirme, como siempre, que cometiera un estúpido error.
Pero esta vez Pedro había decidido concederme lo que tantas veces le había rogado: la libertad de elegir.
A pesar de que el hombre perfecto existía, él no era para mí.
Yo nunca podría ser feliz a su lado porque él no me enfurecería hasta el punto de desear tirarle un zapato, porque él no me haría ridículos regalos que me harían llorar, porque él no me exigiría que cumpliera mis apuestas con escandalosas proposiciones, o nunca me dedicaría la serenata más espantosa de mi vida. Ni me dibujaría un sapo que parecía una vaca, ni tampoco me diría mil veces al día que me quería sin dejar de insistir en ello porque dejar de hacerlo era sinónimo de abandonar, y él nunca abandonaba… «Hasta ahora», pensé, y las lágrimas comenzaron a brotar nuevamente de mis ojos.
No, no podía convertirme en Doña Perfecta si eso significaba no ver a Pedro nunca más.
Sequé mis lágrimas, molesta con él por no haberse presentado y por hacerme ir tras él con ese estúpido vestido, así que me dirigí rápidamente hacia ese novio que no era para mí mientras la orquesta aumentaba el ritmo de la música siguiendo mis pasos.
—Lo siento, Jorge, eres el hombre perfecto, pero no eres para mí — declaré decididamente por primera vez en mi vida.
—Él me lo advirtió, pero yo no quise creerlo —comentó Jorge, molesto.
—¿Quién te advirtió qué? —pregunté confusa.
—Pedro me dijo que no te casarías conmigo, que lo amabas a él. Como le gustan tanto las apuestas, le propuse que, si tú y yo nos casábamos, lo mejor sería que desapareciera del pueblo; por el contrario, si él se casaba contigo, desaparecería yo.
—¡No tenías ningún derecho a echar a Pedro Alfonso de este pueblo! — grité furiosa mientras apretaba uno de mis puños con fuerza y, sin saber cómo, me encontré golpeando a Don Perfecto en la cara hasta tumbarlo en el suelo, donde lo increpé con muy malos modos—. ¡La única que tiene derecho a echar a Pedro de este pueblo soy yo!
Luego me marché apresuradamente de la iglesia entre las risas de algunos, la indignación de otros y los intercambios de dinero por parte de casi todos.
Me detuve a las puertas de la iglesia sin saber qué hacer.
¿Cómo podía localizar a Pedro? Le arranqué el teléfono móvil a uno de mis hermanos, que se había acercado nervioso, y después de varias llamadas sin respuesta a Pedro descubrí que el muy cabezota no le había dicho a nadie adónde narices iba.
Miré con desesperación a todos lados en busca de una señal divina que me permitiera saber cómo podía volver a recuperar a mi hombre imperfecto y allí, delante de mí, encontré la respuesta.
Ignorando los gritos de advertencia de mis hermanos, desgarré la parte inferior de mi vestido y lo arrojé a la enfurecida Alicia, quien pasaba por allí justo en ese instante, y me metí en el coche de policía del señor Philips.
Por suerte tenía las llaves puestas y, cogiendo desesperada la radio entre mis manos, supliqué a Colt, uno de los policías más jóvenes del cuerpo, que detuviera a un hombre sospechoso de robo de vehículo. Le di la descripción y la matrícula de Pedro, luego puse el coche en marcha y me dirigí hacia las afueras del pueblo con la esperanza de que Pedro me perdonara una más de mis trastadas después de confesarle mi amor.
CAPITULO 56
Las lágrimas de Paula se derramaron en silencio manchando el papel de su ridícula lista. Decidida a no estropear más su maquillaje, metió bruscamente la nota en el sobre y descubrió en él la sencilla alianza de oro que Pedro le había puesto en una ocasión. Una vez más leyó la inscripción de sus nombres en su interior y, sin saber por qué, rompió a llorar con desesperación en el que sin duda debía ser el día más feliz de su vida
****
Cuando bajó las escaleras hacia la limusina su aspecto era impecable: su vestido permanecía perfecto, sin mácula alguna que alterara su blanco radiante; su maquillaje era simple y realzaba sus rasgos de princesa de cuento de hadas, y sus rizos estaban intachablemente recogidos en un elegante peinado.
Nadie quedaba en la casa familiar para acompañarla, sólo su padre, que la esperaba pacientemente en el porche. Sus hermanos y su madre se habían marchado junto a las damas de honor hacia la iglesia para aguardar su gran entrada.
Juan Chaves se levantó con lágrimas en los ojos, sin poder creer que su hija finalmente se marcharía de su hogar para formar otro con un hombre que sin duda la adoraría y amaría tanto como se merecía. Y, si no, ya se encargaría él de que lo hiciera: por unos años aún permanecería cerca de su amada escopeta, por si ese Don Perfecto no era lo que parecía.
¡Qué bella estaba su Paula! Su perfecta niña que hasta hacía poco acogía felizmente entre sus brazos y fingía con alegría que se casaba en el jardín trasero con su querido peluche Pinki, el cerdito.
Su hija descendió hacia él con ese encantador vestido y se quedó atascada en la puerta, por lo que el señor Chaves, sonriente, corrió en su ayuda sabiendo que, para él, Paula siempre seguiría siendo su pequeña princesita, aunque en esos momentos hablara como un camionero.
—¡Maldito vestido del demonio! ¡Cuando termine este día juro que lo haré pedazos!
—Tranquila, querida, te ayudaré a salir —auxilió el señor Chaves tirando de su hija hacia el exterior de la casa.
Finalmente, tras algún que otro empujón y forcejeo, salió despedida hacia delante. Los rápidos reflejos de su padre impidieron que acabara en el suelo.
Paula se dirigió hacia la limusina con paso sereno, como de reina, y entró en ella no sin un poco de dificultad. Menos mal que la limusina que había contratado Jorge para la ocasión era inmensa. Su padre, sonriente, se sentó junto a ella cuanto le permitió el voluminoso vestido.
—¿Sabes? Hoy he visto a Pedro y me ha dado algo para ti —comentó el señor Chaves a la espera de la reacción de su hija.
—No quiero nada de él —contestó la novia a punto de llorar al recordar sus otros regalos.
—Pero éste siempre lo has deseado, desde niña. ¿Te acuerdas de la vieja casa del lago que le regalé a Pedro?
—Sí, ahora es su hogar.
—No —negó el señor Chaves—, te la ha regalado. Ahora es tuya.
—Pero ¿dónde vivirá él? Era todo cuanto tenía —preguntó asombrada preguntándose el motivo del generoso regalo de Pedro.
—No lo sé, me dijo que lo estuvo arreglando para ti durante todos estos años. Me comentó que no era justo que no disfrutaras de ella cuando, en realidad, siempre había sido tuya.
—Papá, ¿por qué se la regalaste a Pedro aquella Navidad? —indagó Paula con curiosidad.
—Porque siempre te estaba rondando y te protegía de todos. Pensé que te casarías con él y hasta hace poco él también lo pensaba.
—Yo no sé si podre aceptarla, papá —señaló Paula llorosa—. Será mejor que se la restituyas. Después de todo, se la ha ganado.
—No creo que pueda, Paula: Pedro se ha marchado del pueblo esta mañana.
—Pues cuando vuelva se la devuelves y…
—No me has entendido, hija mía: se ha marchado para siempre — aclaró Juan Chaves justo antes de que la limusina se detuviese frente a la iglesia y una novia muy confusa se bajara del vehículo con dificultad.
CAPITULO 55
El día de la celebración de su boda, la novia llegó a las cinco de la mañana a casa de sus padres. Entró silenciosamente por la puerta principal con los zapatos en la mano para evitar el ruido de sus pasos en el sensible y viejo parqué, pero todo cuanto hizo para evitar la escrutadora mirada de sus familiares fue en vano, pues en el gran sillón del salón esperaba sentado su hermano Jose mientras Daniel dormitaba como una marmota en el sofá.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Paula sorprendida.
—Relevé a papá hace dos horas —comentó Jose a la vez que propinaba una patada a su hermano para despertarlo—. Como siempre, estaba tremendamente preocupado por su pequeña y nosotros no podíamos decirle dónde estabas, ¿verdad?
—Gracias por no contar nada, Jose, eres un buen hermano —alabó Paula agradecida.
—No, soy un buen amigo. No quería que papá fuera a casa de Pedro y lo apuntara con su escopeta. Porque supongo que habrás pasado la noche allí.
—Sí —confesó Paula avergonzada—. ¡Pero nada de esto hubiera sucedido si vosotros no me hubierais dejado allí sola y atrapada! — reprochó a sus hermanos.
—Y cuando te acostabas con Pedro todos los veranos desde los dieciocho años, ¿también nosotros teníamos la culpa? —preguntó irónicamente Daniel.
—¿Él os contó eso? —preguntó Paula molesta—. ¡No tenía
ningún derecho!
—Me lo dijo a mí cuando me confesó, loco de contento, que te amaba y que quería formar una familia contigo. Me lo reveló antes de conocer a Don Perfecto y sentirse como una mierda porque ese hombre cumplía todos y cada uno de los puntos de tu lista y eso lo dejaba a él fuera de la ecuación —explicó Jose con enfado.
—¿Cómo puedes decir que eres perfecta, si eres la mujer con más defectos del mundo? —añadió Daniel disgustado.
—Yo no soy así… —objetó Paula, indecisa.
—Eras una niña repelente e insufrible hasta que apareció Pedro y te convirtió en una cría revoltosa y divertida —recordó Daniel.
—Desprecias continuamente los sacrificios de Pedro por intentar ser un hombre que no existe; sin embargo, alabas a ese petimetre con el que pretendes casarte y que no ha hecho ningún esfuerzo por merecerte — continuó Jose disgustado ante la ceguera de su hermana.
—¿Cómo puedes elegir pasar el resto de tu vida junto a un hombre que no amas por una estúpida lista? ¡Estás desperdiciando la posibilidad de ser feliz el resto de tu vida! —gritó Daniel furioso sin dejar de pasearse por el salón.
—Yo amo a Jorge... —contradijo apocadamente Paula.
—¡Sí, claro, por eso te acuestas con Pedro! —la acusó Daniel.
—¿Sabes qué es lo peor de todo? Que has jugado con Pedro durante todos estos años y le estás rompiendo el corazón a un hombre que realmente te ama —recriminó Jose a su hermana.
—Pero yo no amo a Pedro —aclaró entristecida Paula
—¡Sigue diciéndote eso, algún día acabarás por creértelo! —apuntó Daniel saliendo colérico de casa de sus padres.
—Yo sólo quiero que mañana no te arrepientas de nada. — Jose abrazó cariñosamente a su hermana.
—No te preocupes, Jose, Jorge es el mejor hombre del mundo — declaró Paula decidida mirando a los ojos a su protector hermano.
—Sí… pero ¿es el mejor para ti? —insinuó saliendo tranquilamente en busca de su hermano, para calmar sus ánimos. Daniel no debía cometer ninguna locura en la boda de su hermana; después de todo, la decisión de su futuro le pertenecía únicamente a ella y a nadie más.
A pesar de que sus planes de futuro fueran un tremendo error.
*****
Paula subió a su habitación lentamente; su cuerpo parecía no tener ánimos, estar sin vida, como si le faltara algo, y en medio de todo el caos de su boda sólo podía pensar en dónde estaría Pedro.
Se duchó como si de un autómata se tratase. Sin apenas percatarse de nada pasaron las horas y llegó el momento de ponerse el vestido. Su madre, junto con sus damas de honor Anabela y Vanesa, dos amigas de la universidad con las que compartió piso en Nueva York, la ayudaron a vestirse el pomposo y molesto traje de novia.
Sus amigas apenas habían llegado hacía dos días y todavía no conocían bien toda la historia, así que se quedaron impresionadas cuando su madre comenzó a recordar las aventuras de ella con su vecino.
Sara Chaves se disculpó ante sus invitadas y salió de la estancia con la intención de traer unos refrigerios antes de partir hacia la iglesia. Ése fue el momento preciso que sus amigas aprovecharon para acribillarla a preguntas sobre su relación con Pedro.
—Vamos a ver si lo entiendo —comenzó confusa Vanesa, una voluptuosa y rebelde morena de impresionantes curvas vestida de rojo—: tienes a un hombre que está loco por ti desde que era niño ¿y te casas con don estirado?
—No está loco por mí, simplemente tontea conmigo… Además, Jorge es perfecto.
—Sí, es perfectamente aburrido — concluyó Vanesa acompañando sus palabras de un sonoro bostezo.
—Que a ti no te cayera bien no significa que sea malo para Paula —intentó poner paz Anabela, una inteligente rubia de bonita figura a la que siempre tomaban los hombres por tonta.
—Ah, entonces te casas con Aburrington III porque ese tal Pedro es feo o jorobado, ¿no? —insistió Vanesa decidida a saber la verdad.
—No, Pedro es muy atractivo y, a pesar de sufrir una grave lesión que lo alejó del deporte profesional hace algunos años, su cuerpo es perfecto — comentó Paula sonriente mientras peinaba sus rizos frente al espejo de su tocador.
—¡Te has acostado con él! —señaló Vanesa acusadoramente—. ¡Y te gustó mucho! —indicó emocionada.
—Entonces, Paula, ¿por qué te casas con Jorge? —quiso saber Anabela, confusa.
—Porque él es perfecto y Pedro es totalmente lo contrario a la perfección —insistió Paula.
—¡Bah! Lo perfecto es tremendamente tedioso… —sentenció Vanesa ayudándola con su peinado.
—El hombre perfecto no existe —opinó Anabela entristecida.
—Pero Jorge…
—Es humano, ¿verdad? Pues entonces tendrá sus defectos como todo el mundo; después de todo, los errores forman parte del hombre — sermoneó Vanesa.
—Aunque no de la mujer —recalcó Anabel sonriente chocando la mano con su amiga mientras las tres rompían el silencio con escandalosas carcajadas.
****
Pero le había prometido que se la entregaría a su hija, ya que Pedro, extrañamente, se había negado a entrar en su hogar. El muchacho parecía desolado cuando lo dejó en el porche hablando con su marido sobre negocios. ¿Qué le habría sucedido para que perdiera su eterna sonrisa y su aire jovial de un día para otro? Posiblemente lo mismo que a su hija: una boda.
Sara depositó los refrescos encima de la cómoda mientras se dirigía a su hija con indecisión.
—Pedro Alfonso me ha entregado esto para ti, me ha rogado que no lo abriera y cuando lo he invitado a entrar se ha negado. ¿Sabes lo que le pasa, Paula? Parecía muy triste, no era el mismo Pedro revoltoso que conocemos desde niño.
—Habrá madurado, mamá —comentó fríamente Paula cogiendo con manos temblorosas el sobre.
—Sí, será eso —comentó despreocupadamente la señora Chaves, y tras unos instantes desapareció, llevándose consigo la bandeja con los vasos vacíos y el plato de aperitivos intacto.
Las impacientes amigas de Paula la apremiaron a que abriera el sobre. Paula las ignoró y las echó del cuarto, dispuesta a terminar con su impecable aspecto de novia ideal.
Ignoró el sobre durante unos minutos, haciendo como si éste no existiera, pero allí estaba, así que finamente lo abrió con lentitud sin saber qué podía esperar de Pedro Alfonso.
Nada la había preparado para aquello y sus ojos se llenaron de lágrimas en cuanto vio lo que contenía: una hoja doblada, de hacía años, donde ella misma había escrito una ridícula lista. Había sido tratada con cariño y conservada a pesar del paso del tiempo. Algunos puntos habían sido tachados, otros tenían anotaciones como «me falta poco» o «en un año lo consigo».
Después del punto número diez había uno más añadido por Pedro, escrito de su puño y letra, que decía: «11. Que te quiera tanto como el estúpido de tu vecino.»
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