sábado, 12 de agosto de 2017
CAPITULO 20
Paula estaba harta de ese idiota Neanderthal que no hacía otra cosa que estropearle las citas. ¿Quién narices se creía que era Pedro Alfonso para meterse en su vida amorosa?
Que hubieran pasado una noche juntos no le daba derecho alguno sobre ella, había pasado el suficiente tiempo evitándolo como para dejarle claro que esa noche no había significado nada.
Aunque, por desgracia, a lo largo de los días ella había recordado todo lo que habían hecho, sin terminar de creerse que hubiera podido llegar a comportarse de esa manera entre los brazos del vecino, unos brazos fuertes, musculosos, potentes, que desearía volver a lamer…
¡Mierda! Ya estaba desvariando de nuevo, y es que, cada vez que volvía a verlo o a pensar en él, tenía pensamientos pecaminosos sobre su persona, y eso no era nada bueno para ella, sobre todo porque el vecino no concordaba para nada con su perfecto príncipe azul.
En fin, si Thomas no podía darle su merecido al salvaje de su vecino, tendría que dárselo ella, pensó mientras se arremangaba dispuesta a parar la pelea.
Pedro notó un extraño peso en su espalda que no paraba de golpearlo mientras una conocida voz de mujer histérica le gritaba al oído:
—¡Suéltalo bruto, que lo vas a matar!
Pedro, preocupado porque Paula saliera dañada por meterse en medio, se alejó de la masa llena de moratones que era Thomas y se descolgó a Paula de la espalda mientras intentaba razonar con una fiera que no hacía otra cosa que golpearlo a él y a su orgullo, una y otra vez.
—Paula, ¡él no es bueno para ti, es un cerdo!
—¡Porque tú lo digas! ¿Acaso tú eres mejor que él, presuntuoso arrogante?
—¡Yo nunca drogaría a una chica para estar con ella! —declaró Pedro apoyándola junto al coche y mirándola fijamente cuando por fin logró separarla de su magullada espalda.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Paula confusa.
—Hoy he ido a tu casa para intentar hablar nuevamente contigo sobre nosotros…
—¡No hay ningún nosotros! —interrumpió Paula reprendiéndolo con la mirada.
—Eso ya lo veremos. En fin, he oído una conversación muy interesante que mantenía tu hermano Daniel con un amigo, en la que decían que alguien había echado unas cuantas drogas en la bebida de algunas chicas para animarlas un poco. Adivina de quién sospechan —retó Pedro señalando a Thomas.
—¿Eso es verdad, Thomas? —preguntó Paula acercándose al aludido, quien hacía tremendos esfuerzos por poder incorporarse tras la paliza recibida.
—Vamos nena, ¿a quién vas a creer, al Salvaje o a mí, el chico que está saliendo contigo? —respondió Thomas sonriente al ver que Paula volvía su rostro hacia Pedro en busca de respuestas.
—Puedes llamar a tu hermano si quieres —comentó Pedro tendiéndole su teléfono móvil—. Además, sabes que yo nunca te haría daño, Paula —confesó Pedro con la esperanza de que creyera en él.
Cuando Doña Perfecta volvió su rostro furioso hacia Thomas, éste supo que estaba perdido.
—Vamos cielo, sólo lo hice para que te soltaras un poco y disfrutáramos más de la fiesta —se justificó Thomas en un mal intento para que lo perdonase.
Cuando ella se situó junto a él, Thomas pensó que una chica nunca podría hacerle tanto daño como los puños de Pedro, y se sintió aliviado.
Después de todo, ella era femenina, delicada, la perfecta señorita. Pero cuando localizó al salvaje Alfonso apoyado en su coche despreocupadamente de brazos cruzados y con una mirada y una sonrisita que le decían «ahora verás», empezó a sospechar que Paula no era tan inofensiva como pensaba. La confirmación le llegó cuando le golpeó fuertemente en las pelotas dejándolo sin aliento.
Finalmente fue Pedro quien tuvo que separar a una rabiosa Paula de un casi inconsciente Thomas. Si la represalia hubiera sido de Pedro, las cosas habrían terminado ahí, pero Doña Perfecta tenía demasiada imaginación, así que, ¿qué podía hacer Pedro cuando ella le relató su plan con sus preciosos ojos brillando emocionados por la sed de venganza?
Hizo lo que haría cualquier hombre enamorado: ayudarla.
Ambos cargaron el cuerpo de Thomas en la parte trasera de la furgoneta de Pedro mientras Paula abandonaba el lujoso coche de éste con la capota bajada y las llaves puestas.
Luego condujeron hasta el viejo granero donde se guardaban las carrozas de ese año y dejaron un adorno nuevo en una de ellas.
Cuando finalizaron su fechoría, Pedro llamó a Daniel y le comentó:
—En una de las carrozas de este año Paula y yo hemos añadido un adorno, por favor no lo quitéis, creo que a todos os gustará. —Después de hablar unos instantes con Daniel, colgó y miró a una ilusionada Paula.
—¿Crees que lo quitarán antes del desfile? —preguntó Doña Perfecta.
—No creo, el conductor de esa carroza es el novio de Amanda, y a ella también la drogaron en la fiesta.
—Entonces este año el desfile será algo admirable —comentó Paula sonriente.
—Definitivamente, nuestra aportación lo hará único —señaló Pedro mientras rompía en carcajadas.
—Respecto a nosotros… —repuso Pedro y antes de que terminara de hablar se halló envuelto en una nube de polvo.
Sólo y sin medio de transporte, una vez más volvía a casa andando. Pero la caminata hacia su casa merecía la pena sólo por ver la cara que pondrían los habitantes de ese pueblo al ver el desfile.
Sara Chaves esperaba con impaciencia la aparición de las carrozas que la comunidad habían creado para recordar el antiguo espíritu de compañerismo y fraternidad que había fundado Whiterlande.
Cada joven había aportado su granito de arena con un imaginativo adorno y un tema. Le resultó muy extraño que su hija la acompañara en esa ocasión, pues ella siempre se aburría en esos eventos. Incluso estaba emocionada por ver el desfile que años antes le había horrorizado diciendo que ninguno de los jóvenes de ese pueblo tenía talento para el arte, que los temas eran monótonos y que siempre se hacía lo mismo una y otra vez.
Cuando Sara le preguntó a su hija por qué estaba tan impaciente por el desarrollo del desfile, ella comentó alegremente «porque este año yo también he contribuido». Sara tembló temiéndose lo peor al ver la malévola sonrisa que acudía al rostro de su hija y que sólo podía indicar que el vecino había sufrido algún percance.
—¡Por Dios, que no le haya sucedido nada al vecino! —rezó en voz baja a la espera de que sus sospechas no fueran ciertas.
Un par de horas después suspiró aliviada al ver a Pedro Alfonso en la acera de enfrente, pero cuando Paula le sonrió con alegría y lo saludó efusivamente con la mano, Sara comenzó a temerse lo peor.
El desfile comenzó entre carcajadas, expresiones horrorizadas y multitud de flashes de cámaras, algo nada habitual en los desfiles de Whiterlande. Sara comprendió el motivo de tanto alboroto cuando la tercera carroza del desfile pasó ante sus ojos.
En una carroza adornada con cerdos sobre un fondo azul, Thomas Walter, desnudo, amordazado y atado con un gran lazo rojo, portaba un gran cartel al cuello que ponía «Di no a las drogas».
—¿Qué, mamá? ¿Te gusta mi aportación de este año al desfile? — preguntó Paula orgullosa.
Y Sara, por primera vez en años, gritó:
—¡Paula Chaves, se puede saber qué has hecho!
Increíblemente, pese a las protestas de un amordazado Thomas y de unos familiares enfurecidos, el jefe de policía no permitió que se detuviera el desfile en ningún momento. Tal vez porque, como él mismo señaló, era su deber que la procesión continuara, o tal vez porque su sobrina era Amanda y había sido informado de lo ocurrido.
Cuando el desfile acabó, ninguno de los integrantes osó tocar a Thomas, y finalmente fue su padre quien se apresuró a desatarlo, furioso y dispuesto a demandar a todo el pueblo.
Sus ánimos se calmaron cuando fue puntualmente informado por todos de lo que su hijo había estado haciendo, y de los cargos que se presentarían si osaba interponer la más mínima denuncia a alguno de los habitantes de Whiterlande.
La familia Walter no duró mucho más en el pueblo: semanas después se marchaban del lugar jurando no volver a pisarlo nunca más. Thomas se despidió de todos con un bonito corte de mangas mientras conducía su deportivo de último modelo con olor a cloaca, ya que poco después de denunciar su desaparición había sido encontrado en el basurero municipal lleno de bolsas de basura. Eso sí, no tenía daño alguno y mantenía las llaves puestas en el contacto.
A pesar de que Paula era mayor de edad, sus padres no dudaron en castigarla por su aportación al desfile, y eso que muchos de los habitantes de Whiterlande la felicitaron por su creatividad a la hora de adornar con un toque de humor el monótono espectáculo.
Aunque todos estaban de su parte, su madre le había reprendido una y otra vez mientras le prohibía salir hasta que llegara la hora de irse a la universidad; por eso, en esos instantes Paula bajaba por el árbol que había junto a su ventana en busca de la libertad. Cuando llegó al suelo oculta entre la oscuridad de la noche esperando a ver si alguien la había descubierto, observó que el vecino también escapaba de casa de su abuela por la ventana.
Maliciosamente esperó hasta que bajara y entonces le golpeó el hombro mientras le susurraba:
—¡Te pillé!
Pedro dio un respingo antes de darse la vuelta y comprobar aliviado que era ella.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él algo confuso.
—Escapar —contestó Paula señalando la ventana de su habitación —. ¿Y tú? — preguntó burlona—. Creí que ya eras todo un adulto que no le tenía que rendir cuentas a nadie.
—Sí, pero no puedo evitar que mi madre y mi abuela me persigan por toda la casa con sus regañinas y, si oso salir al pueblo, ellas vienen conmigo pegadas a mi trasero como una plaga recordándome una y otra vez mi mal comportamiento.
—Pobrecito… —comentó Paula irónica.
—¿Y tú, ricitos? ¿Te han castigado? —preguntó Pedro sonriente.
—Lamentablemente para mí no hay límite de edad para ser castigada según me ha informado mi madre. ¡Dios, qué ganas tengo de irme a la universidad este año!
—Bueno, ricitos, ¿nos largamos de aquí antes de que nos descubran? —ofreció Pedro tendiéndole la mano a Paula.
—¿En qué has pensado? —preguntó Paula dudosa, cruzándose de brazos e ignorando su mano.
—En ir al lago a nadar un rato —explicó Pedro comenzando a empujar silenciosamente su furgoneta hasta el camino de entrada.
—Pero no tengo bañador… —se quejó Doña Perfecta indecisa.
—¡Mejor! Así te veré desnuda —bromeó Pedro.
—¡Ni de coña me voy a desnudar delante de ti, Pedro Alfonso! — contestó orgullosa Paula mientras Pedro la miraba expresándole en silencio «ya lo has hecho»—. Otra vez —terminó Paula.
—Bueno, siempre puedes hacerlo en ropa interior: es como llevar un biquini.
—Está bien —se decidió Paula a la vez que se subía a la
furgoneta.
—Por favor, dime que llevas uno de esos tangas sexis y modernos — suplicó Pedro mientras arrancaba el vehículo.
—Para ti, unas bragas faja de abuela —sonrió Paula señalándole el camino mientras lo miraba reprobatoriamente.
CAPITULO 19
Esa misma tarde Pedro recibía un regalo de Juan Chaves.
Jose aparcó ante su casa una destartalada furgoneta negra y, cuando él bajó a recibirlo, le lanzó las llaves, que Pedro cogió al vuelo.
—Es tuya —indicó Jose señalándole la furgoneta a su amigo.
—¿Y esto por qué? —preguntó Pedro confuso.
—No lo sé, mi padre dijo que antes de llevarla al desguace prefería dársela a alguien y me sugirió que te la diera, así que aquí la tienes. Lo raro es que la furgoneta tiene un aspecto horrible por fuera, pero por dentro está en perfecto estado, no sé por qué papá quería deshacerse de ella —comentó Jose en voz alta, pensativo—. En fin, es tuya, si la quieres, claro.
—Dale las gracias de mi parte a tu padre. Me viene muy bien para los viajes de ida y vuelta a la universidad —respondió Pedro agradecido y dispuesto a empezar los arreglos de su nuevo vehículo en ese mismo instante.
Pedro estuvo varios días reparando la furgoneta sin saber por qué el señor Chaves se la había regalado, hasta que haciendo limpieza encontró una nota en un sobre que decía:
«Gracias por hacer que mi hija odie la bebida.»
¡Qué narices le habría contado Paula a su padre! Seguro que la verdad no o Juan Chaves le hubiese regalado una bala de su rifle en vez de un coche.
Entre la listita de Doña Perfecta y las tarjetas de su padre lo iban a volver loco, sobre todo después de que ella pasara varios días ignorándolo y saliendo con el impresentable de Thomas. «¿Cuántos huesos tendría que partirle a ese idiota para alejarlo de Paula?», pensó furioso mientras arreglaba las abolladuras de su nueva furgoneta a golpe de martillo.
El día del desfile de los fundadores, que se celebraba poco antes de que finalizaran las vacaciones de verano, todo Whiterlande se asombró ante la aportación que Pedro Alfonso y Paula Chaves hicieron a una de las carrozas con un adorno un tanto peculiar.
Todo comenzó el día en el que Paula quiso ir a la colina con Thomas.
La colina era un lugar desde donde se podían observar las mejores vistas del pueblo, pero que realmente servía para que los jóvenes aparcaran sus coches allí y se dedicaran a explorar su sexualidad.
Pedro llegó a casa de los Chaves para devolverle unas herramientas a su amigo Jose e intentar una vez más hablar con Paula. Mientras esperaba en el salón una limonada que la señora Chaves amablemente se había ofrecido a servirle, oyó una conversación que su amigo Daniel, ajeno a su presencia, mantenía por teléfono.
—¿Cómo está Amanda? —preguntó Daniel preocupado a su interlocutor —. Todavía no me puedo creer que algún estúpido metiera algo en su bebida… ¿Sabes lo que era? ¡Una droga excitante! ¿Y tú cómo lo sabes? — interrogó con curiosidad —. Menos mal que la encontraste tú, amigo —
comentó Daniel entre carcajadas nerviosas—, que si llega a ser otro... ¿De quién sospecháis? —indagó Daniel preocupado—. ¡No me jodas! ¡Ese tío está saliendo con mi hermana…! —tras una pausa, exclamó—: ¡Que has oído qué! ¡Mi hermana y ese idiota en la colina…!
Daniel se volvió bruscamente al oír un fuerte portazo de la puerta principal dejando de prestar atención a su amigo, quien seguía hablando por el teléfono.
La señora Chaves entró en el salón extrañada ante la ausencia de su invitado y preguntó a su hijo por éste.
—Dani, ¿y Pedro? Estaba aquí hace unos momentos.
Daniel sonrió y contestó a su madre mientras se apropiaba de la limonada:
—Ha tenido que irse rápidamente a hacer un recado de última hora.
—¿Y cuál es ese recado tan importante, que ni siquiera le ha dado tiempo a despedirse?
—Matar a un cerdo, mamá —contestó Daniel entre carcajadas.
—¡Hijo, tú y tus bromas! Nunca las entenderé —refunfuñó la señora Chaves mientras se dirigía nuevamente a la cocina.
Tras ver que su madre había desaparecido del salón, Daniel corrió nuevamente hacia el teléfono a través del que su amigo gritaba preocupado por lo que podía pasarle a Paula. Tras unas breves palabras, Daniel consiguió calmarlo y hacerlo sonreír:
—Tranquilo, Pedro acaba de salir a por mi hermana… Si tienes razón, no nos dejará nada para nosotros. Ese chico no sabe dónde se ha metido.
Pedro corrió como si su vida dependiera de ello.
¡Como ese estúpido le pusiera un solo dedo encima a Paula era hombre muerto! Mientras conducía sólo podía pensar en qué hueso del cuerpo le rompería primero. Estaba indeciso entre empezar por reventarle la cara o romperle todos los huesos de la mano cuando lo encontró en su deportivo descapotable de último modelo intentando besar a su Paula.
«Definitivamente, la cara», pensó antes de sacarlo del coche y comenzar a golpearlo con todas sus fuerzas llevado por los celos de que Paula lo hubiera elegido a él y la furia de saber lo que ese idiota podía haber hecho con ella el día de la fiesta
CAPITULO 18
El día que juré no beber nada que contuviera una sola gota de alcohol me desperté con una sonrisa en los labios y el cuerpo lánguido y satisfecho.
Un poco confusa al notar sobre mi cintura un fuerte brazo masculino, abrí los ojos y me di cuenta de que no estaba en mi habitación, sino en una muy varonil, con pósteres de chicas en biquini y banderas de equipos de fútbol que adornaban las paredes mientras el suelo era un caos de ropa revuelta.
Miré bajo las sábanas que envolvían mi cuerpo y comprobé que estaba desnuda.
Me entró el pánico cuando a mis espaldas oí unos suaves ronquidos.
Poco a poco tomé aire y me concentré en recordar lo que había sucedido la noche anterior, para saber con quién narices me había acostado antes de llevarme el susto de mi vida al verlo.
Bien, la noche había comenzado con Thomas Walter.
Habíamos bailado abrazados y haciéndonos arrumacos hasta que tropezamos con el detestable de Pedro, que bailaba entre dos pechugonas lascivas. Entonces, sin saber por qué, me sentí furiosa y comencé a beber como un cosaco.
Si la noche había comenzado con Thomas, lo más seguro es que fuera Thomas con el que me había acostado, así que me daría la vuelta, le desearía buenos días, le explicaría que estaba demasiado borracha como para recordar nada y seguiríamos con la relación de amigos, tal vez como algo más si llegaba a recordar si la noche había sido satisfactoria o no.
«Pero... un momento», objetó mi mente confusa; recordaba a un Thomas apaleado y arrojado a la piscina, y haber sido cargada al hombro por un cavernícola. También recordaba una conversación que mi hermano Daniel mantuvo con el cavernícola y después… ¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Mierda, me había acostado con Pedro y había sido plenamente satisfactorio!
Me volví cuando escuché la voz que confirmaba mis sospechas dispuesta a gritar, pero me quedé muda cuando vi su torso desnudo y su sonrisa de satisfacción en los labios mientras repetía alegremente:
—Buenos días, ricitos.
Pedro sonreía sin dar crédito a que Paula estuviera aún en su cama.
Pensó en repetir lo sucedido la noche anterior, pero por su bonita cara de espanto sospechaba que, si intentaba ponerle una mano encima, acabaría manco de un mordisco.
Ella lo miró confusa, como en estado de shock.
Cuando él le dio los buenos días, ella se levantó llevándose la sábana consigo enrollada en su cuerpo, y mientras recogía su ropa del suelo lamentaba una y otra vez en voz alta:
—¿Qué he hecho?, ¿qué he hecho?
Pedro se apresuró a ponerse los pantalones e intentó hablar con ella antes de que se encerrara en el baño de su habitación, pero llegó tarde y definitivamente su conversación fue con la puerta.
—Paula, no nos acostamos —dijo Pedro pensando que la calmaría.
— ¿Y entonces por qué estoy desnuda? —quiso aclarar en tono acusador.
—Porque hicimos otras cosas… —intentó explicar Pedro.
—¡Qué!, ¿qué cosas? —preguntó histérica desde el baño—. No, no me lo cuentes, prefiero no saberlo. ¿Cómo pudiste seducirme, Pedro? ¡Estaba borracha!
—Paula, yo no comencé la seducción: fuiste tú, y yo traté de resistirme, pero no soy de piedra, ¿sabes?
—Ya claro, a ver, ¿qué fue eso que hice que te tentó tanto como para que tú, todo un hombre, no pudieras resistirte a mí? —quiso saber Paula mientras salía del baño totalmente vestida en busca de sus zapatos.
—Me pusiste tus pechos desnudos delante de la cara y comenzaste a sobártelos mientras tu otra mano iba…
Paula puso su mano en la boca de Pedro para acallarlo y le dijo amenazadoramente:
—¡Ni una palabra más! —después retiró la mano, no antes de que Pedro le diera un rápido beso en ella.
—¿Qué hicimos? Y sin detalles, por favor —especificó Paula mientras se ponía sus zapatos antes de que Pedro comenzara con su relato.
—Bueno, excepto la penetración, porque me negué al darme cuenta de que eras virgen, de todo —explicó Pedro sintiéndose culpable.
—¿Y se puede saber cómo supiste que era virgen? —pregunto Paula curiosa y espantada.
—¡Tú me lo dijiste! —exclamó Pedro—, yo iba a darme una ducha de agua fría y a dejarte sola cuando tú...
—¿Cuando yo qué? —preguntó Paula histérica.
—Te la metiste en la boca y yo no pude pensar.
—¿Qué me metí en la boca? —preguntó confusa hasta que Pedro le señalo su entrepierna nuevamente excitada por la conversación.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Dime que no te hice lo que creo que te hice!
—Varias veces a lo largo de la noche —contestó Pedro con una sonrisa de satisfacción.
Paula, decidida, caminó hasta ponerse a su altura, algo un poco difícil ya que Pedro, con su metro ochenta largo, le sacaba una cabeza, y mirándolo directamente a los ojos le aclaró la situación:
—Tú y yo nunca hemos pasado la noche juntos, tú y yo nunca hemos hecho todo lo que según tú hicimos, y tú y yo nunca volveremos hacer nada de eso —dijo mientras señalaba las sábanas revueltas.
Pedro la miró con determinación y agarrándola fuertemente contra su cuerpo la besó hasta dejarla lo bastante aturdida como para que lo escuchara.
—Tú y yo hemos pasado juntos una noche maravillosa, tú y yo hemos hecho todo lo que recuerdas y más, y tú y yo volveremos a acostarnos cuando estés sobria y no tengas duda alguna de lo que estamos haciendo.
—¡Ni en tus sueños! —contestó Paula acercándose a su boca y tentándolo con ella.
—Ya lo veremos, ricitos, ya lo veremos —contestó Pedro dejándola marchar.
Paula bajó las escaleras de casa de los Alfonso corriendo hacia la salida, rezando para que nadie la viera salir de ese lugar a esas horas y con ese aspecto.
Cuando abrió bruscamente la puerta encontró ante si a su hermano Daniel, igual de descompuesto que ella, que se disponía a llamar al timbre.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Paula avergonzada.
—He venido a recogerte. Por lo que veo ya has dormido la mona.
—¡Paula! —gritó Pedro, que había bajado las escaleras tras ella; se detuvo bruscamente al ver a su amigo y con una sonrisa retadora le advirtió —: La próxima vez te haré suplicar.
Paula respondió cerrando la puerta tras de sí con un tremendo portazo.
—Ya estáis otra vez peleándoos, ¡ni que fuerais novios! —se quejó Daniel tras ver el comportamiento de ambos.
—¡Oh, cállate, Daniel! —gritó Paula volviéndose hacia su hermano.
«Si las miradas matasen, yo ya estaría fulminado en el suelo», pensó Daniel mientras se dirigía a casa preguntándose qué habría pasado esta vez entre esos dos.
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