lunes, 7 de agosto de 2017
CAPITULO 3
Whiterlande era un pueblo de lo más monótono y aburrido en el que nunca pasaba nada. Sus vecinos se podrían haber muerto de aburrimiento si no hubiese sido por las peleas de los dos niños más adorados del lugar.
Paula era siempre perfecta y educada, Pedro un niño revoltoso como cualquier otro, pero, cuando se juntaban esos dos en algún evento o celebración, inevitablemente ocurría algo; de hecho, siempre que estaban cerca, estallaba una guerra. Tanto era así que los vecinos hacían apuestas con sus trastadas. Incluso en el bar de Zoe, el lugar más concurrido del pueblo.
Por la mañana, este local era el típico bar de ambiente hogareño repleto de mesas familiares con sus inmaculados manteles blancos adornados con flores frescas y sus ricos menús del día que tentaban a todos los transeúntes al ser anunciados en la pizarra de la entrada. Pero por la noche, con su gran barra y sus famosos combinados, se convertía en un espacio sólo apto para mayores.
Lo que nunca cambiaba de este singular establecimiento era la gigantesca pizarra con los tantos de cada niño. Todas las semanas se apostaba sobre quién sería el primero en hacerle una trastada al otro, y mensualmente se apostaba sobre cuál de los dos era el vencedor.
En ese momento, Zoe, una mujer de mediana edad, un poco rolliza pero con una preciosa sonrisa y una maravillosa melena de pelo rojizo, dueña, camarera y a veces también cocinera del local, repasaba la pizarra en voz alta para valorar quién ganaría ese mes.
—Bien, veamos: Pedro tiene cinco tantos y Paula, seis... ¡por lo que este mes va por delante la angelical chiquilla! —exclamó Zoe llena de euforia, porque le encantaba esa niña.
—¡No puede ser, Zoe, revísalo otra vez! Yo creo que van empatados —protestó Jeff, el tendero local que siempre apostaba por el empate y que regularmente se llevaba el bote.
—¡Esta vez no vas a ganar, Jeff! —gritó otro de los presentes.
—¡Sí, en esta ocasión la cría lleva ventaja! —señaló un admirador de Doña Perfecta, que así era como la conocían.
—De eso nada, seguro que el Salvaje hace algo antes de terminar el mes —apuntó un tercero aludiendo a Pedro por su apodo.
—Sí, todo está demasiado silencioso y tranquilo últimamente —opinó Jeff, con el que todos estuvieron de acuerdo.
—Bueno, repasemos las trastadas mensuales —continuó Zoe—: En la celebración de la fundación del pueblo, Pedro acabó dentro de la tarta y Paula dentro de la fuente de la plaza.
— Sí —admitieron todos sonrientes al recordar las jugarretas de esos dos.
—En la boda de Mara, Paula acabó atada con un gran lazo rojo en la mesa de regalos, pero, cuando se desató, no sabemos cómo, consiguió meter a Pedro en el baúl de la banda de música, y juro por Dios que ese niño estuvo a punto de irse de gira si los hermanos de Paula no llegan a darse cuenta de que su amigo no estaba.
—Pobrecita, la castigaron durante mucho tiempo sin salir por eso — se quejó Luke, un anciano pensionista declarado defensor de Paula.
—En el cumpleaños de Daniel —continuó Zoe—, la piñata que rompió Paula estaba llena de bichos que le cayeron encima, y Pedro, al final de la fiesta, acabó sentado encima de la boñiga del poni.
—Hay que admitir que el niño es imaginativo, ¿cuántas horas le habrá llevado cazar todos esos insectos? —comentó Dylan, el mecánico del lugar.— En la excursión del colegio, Paula se quedó encerrada en el baño de la gasolinera de Marcus.
—Sí, ¡qué pena! Se pasó horas llorando —apuntó Marcus apenado.
—Sí, pero Pedro, al terminar la excursión, fue encontrado en el maletero del autobús que había alquilado el colegio.
—Esa niña da miedo cuando se quiere deshacer de alguien. ¡Y pensar que parece un angelito! —señaló Joanna, la dueña de la tienda de chucherías a quien Pedro siempre le sacaba un dulce con su bonita sonrisa cuando pasaba junto al local.
—En la función del colegio, cuando Paula hacía de hada del bosque, Pedro la mareó moviéndola de un lado a otro del escenario mientras estaba colgada del techo.
—Sí, recuerdo la función. No sabía si se trataba de un hada o de un cohete, de lo rápido que se movía —rememoró Diana, la directora del colegio.
—Y pocos minutos después de que el hada desapareciera, apareció Pedro haciendo de duende, y en mitad de su frase acabó con un saco de purpurina en la cabeza.
—Se suponía que iba a ser polvo de hadas y que se usaría al final de la función para que los niños lo arrojaran alegremente al público —suspiró Diana resignada ante las obras de sus alumnos.
—¡No te preocupes, así nos divertimos más! —exclamaron los reunidos entre carcajadas al recordar la escena.
—Bueno, para acabar, la última trastada conocida de los niños es la de nuestra maravillosa Doña Perfecta, quien consiguió publicar en el periódico un anuncio en el que regalaba la bicicleta de Pedro.
—Te juro que he tenido que ver a ese niño casi todos los días en mi despacho en los últimos días. Por culpa de ese anuncio se pelea con todos los idiotas que quieren quedarse con su bici —apostilló Diana, molesta aún por la última jugada.
—Bueno —concluyó Zoe—, en resumen, la niña va ganando al Salvaje y queda poco para que termine el mes, así que ya sabéis: se admiten apuestas de última hora.
Mientras Zoe anotaba las apuestas de los presentes, Jeff se dedicaba a vigilar por si aparecía alguno de los aludidos o sus familiares, ya que podían molestarse por lo que tan sólo era una sana diversión.
—¡Que viene el Salvaje! ¡Se dirige hacia aquí! —avisó Jeff
advirtiendo a todos, por lo que la pizarra y las libretas de apuestas fueron escondidas con la máxima celeridad posible en la cocina.
—¿Hay rastro de la niña? —preguntó Dylan emocionado ante un posible duelo de titanes.
—No, viene solo y trae un montón de papeles en el brazo. Quizá esté vendiendo algo para alguna excursión.
Tras las conclusiones de Jeff, todos miraron a Diana a la espera de una respuesta.
—Para nada, el colegio no está organizando ninguna salida después del desastre de la última.
Tras escuchar la respuesta de Diana, todos permanecieron atentos a la espera de que sonara la campanilla de la puerta que indicaba la entrada de un cliente.
No tardaron en oír cómo Pedro entraba con paso decidido en el bar y, con sus mejores modales de niño bueno, se dirigía a Zoe.
—Buenos días, señorita Norton, ¿puedo colocar esta octavilla en su tablón de anuncios? Es algo de suma importancia.
—Sí, por supuesto Pedro, pon las que tú quieras.
—No se preocupe, con una bastará. Tengo que repartir las demás por todo el pueblo. Gracias, señorita Norton —se despidió educadamente Pedro y luego se marchó para proseguir con su tarea.
En cuanto el niño salió por la puerta, todos corrieron dándose empujones y manotazos hasta llegar al tablón de anuncios. Sin parar de reír, Zoe sacó la gran pizarra con ruedas de la cocina y apuntó un tanto en la columna de Pedro. Luego leyó el anuncio en voz alta: «Se regala niña molesta y consentida; por favor, si la ven y les gusta, llévensela, su vecino se lo agradecerá eternamente. No se admite devolución una vez adquirido el producto, aunque éste sea defectuoso. De todas formas, ya se lo advertimos: es molesta y consentida.»
En la parte superior del anuncio aparecía una foto en blanco y negro de Paula, posando adorablemente, que había sido pintarrajeada, por lo que ahora la criatura adorable tenía cuernos, cola y bigote.
Zoe les enseñó a todos el folleto del pequeño salvaje y declaró en voz alta ante la multitud:
—Tenemos un empate, señoras y señores, por ahora…
CAPITULO 2
La familia Chaves era una familia típica. Sara se había casado con Juan al finalizar el instituto, él había encontrado un trabajo de vendedor inmobiliario y con su gran habilidad muy pronto pasó de un pequeño puesto en una empresa minúscula a un negocio próspero y propio.
Sara era un ama de casa dedicada a su familia que en ocasiones escribía novelas románticas que nunca llegaban a publicarse. Tenía tres hijos de los que siempre, o casi siempre, se sentía orgullosa.
Jose, con once años, era el mayor: un diablillo rubio de ojos claros, al que en todo momento seguía su nervioso y escandaloso hermano Daniel, una copia igual a aquél pero con un años menos.
La joya de esta familia era, sin duda alguna, Paula, una adorable niña de rizos rubios y ojos azules, serena y calmada, a la que nada podía afectar. Esta chiquilla siempre era educada y amable, y parecía que nunca, jamás, sería capaz de ser desagradable con nadie… o eso era lo que creían todos. La guerra entre Paula Chaves y Pedro Alfonso comenzó una tranquila tarde de verano.
El camión de la mudanza llamó mucho la atención por su aspecto destartalado y su tubo de escape, que exhalaba un extraño y denso humo negro que lo ensuciaba todo a su paso.
Norma bajó rápidamente del porche donde había estado esperando para recibir a su hija Penélope y a su revoltoso nieto Pedro, un niño encantador de diez años, con el pelo negro como el tizón y unos preciosos ojos castaños que serían capaces de derretir a las mujeres en cuanto éste creciera, ya que eran los mismos que los de su abuelo Javier, que en paz descansara, quien había sido hasta el día de su muerte un gran conquistador.
Madre e hijo salieron de un escacharrado coche de segunda mano con sus pesadas maletas.
Definitivamente ésa era la última vez que su yerno, Mauricio, pegaba a su hija, pensaba Paula. Penélope por fin se había decidido a abandonar al bruto de su marido, por lo que ella y su hijo, desde ese momento y para siempre, vivirían bajo su protección, y nadie en ese pueblo osaría decir nada en contra de los suyos o se las tendría que ver con Norma Alfonso.
En el momento en el que las maletas fueron colocadas en su lugar, las miradas entre las mujeres se cruzaron y silenciosamente decidieron deshacerse de la presencia de Pedro para poder hablar de cuestiones más serias, así que la señora Alfonso pidió a su nieto que buscara a su amado gato Botitas, un viejo minino blanco de pezuñas negras, en el jardín trasero de su amable vecina.
Pedro entró con decisión en el jardín. Estaba harto de la carretera, de las peleas de sus padres, de tener que salir corriendo de un lugar a otro...
Estaba tan habituado a dejarlo todo que, cuando por fin su madre le había comunicado que vivirían con su abuela, él aún no había terminado de creérselo.
Temía dejar sola a su madre, por si su padre volvía a aparecer, pero esta vez parecía que todo iba a salir bien y, si nadie lo impedía, él nunca se marcharía de ese lugar.
Por fin disfrutaría de un hogar.
Nada más entrar al jardín de los vecinos, vio cómo unos niños de su edad perseguían al gato de su abuela disfrazados de vaqueros, disparándole con sus pistolas de agua sin descanso alguno. El felino se escondió tras él y los chavales cesaron en su persecución.
—Hola, ¿eres amigo o enemigo? —preguntó el mayor apuntándole con la pistola.
—Soy el nuevo vecino —contestó Pedro algo confundido—. El gato es de mi abuela —aclaró mientras cogía al temeroso animal.
—¡Entonces eres enemigo! —señaló el más pequeño dispuesto a usar su arma.
Pedro ya se veía empapado de arriba abajo por esos dos cuando oyó una chillona voz de mujer que exigía la rendición de esos dos personajes.
—¡Jose, Daniel, como mojéis un solo pelo de ese niño os quedaréis sin tele durante un mes!
La mujer se dirigió corriendo hacia donde él se encontraba y miró furiosa a sus hijos.
—¿Qué os he dicho sobre empapar a la gente?
—Que no debemos mojar a nadie mientras jugamos a indios y vaqueros —recitaron ambos al unísono y monótonamente, como si de una lección se tratase.
—Perdónalos pequeño —le pidió la vecina—. A veces se emocionan demasiado. Tú eres el nieto de Norma, ¿verdad?
—Sí señora, me acabo de mudar aquí con mi madre.
—¡Penélope está aquí! —exclamó la mujer emocionada.
—Sí, en casa de la abuela. Ella me envió a por su gato —añadió Pedro mostrándole al animal.
—¡Pobrecito! —se compadeció la mujer al ver el lamentable estado de Botitas, que descansaba entre los brazos de Pedro, mojado y lleno de barro por las trastadas de sus hijos.
—Dámelo, yo se lo llevaré a tu abuela y así de paso saludaré a Penélope. ¡Hace tantos años que no la veo! De pequeñas era mi mejor amiga, ¿sabes? —comentó alegre la mujer a la vez que recogía amorosamente a Botitas de los brazos de Pedro—. Tú mientras tanto puedes sentarte en el porche. Si quieres tomar una limonada, mi hija Paula te hará compañía. Ella es un damita educada, nada que ver con sus hermanos.
La mujer desapareció con el gato y Pedro, sin saber qué hacer, se dirigió hacia el porche de la casa seguido de cerca por los dos chicos.
Cuando llegó allí, una preciosa niña de rizos rubios, perfectamente vestida de blanco y sin una sola mancha en su inmaculado vestido, servía limonada para sus hermanos y, por último, para él. Antes de entregarle su vaso, miró de arriba a abajo sus ropas viejas, ahora llenas de barro debidas al gato, y frunció el ceño como si le molestara lo que estaba presenciando.
Luego le tendió el vaso cogiéndolo con dos dedos para no rozarlo, como si por tocarlo se le fuera a pegar algo de su suciedad.
Pedro se molestó bastante, por lo que terminó de un trago su limonada y buscó con la mirada a «Ricitos de oro».
Ésta estaba tan pensativa sobre qué agregar a su lista que apenas se dio cuenta cuando Pedro le arrebató la libreta y comenzó leer en voz alta lo que ponía.
—«Mi perfecto príncipe azul. 1. Tiene que ser el más guapo.» ¿Eso es todo? —preguntó bruscamente para molestarla.
—No, tengo que ir añadiendo las demás cualidades a lo largo de los próximos años hasta que sea mayor.
—Pues yo soy guapo, ¿soy yo tu príncipe azul? —interrogó el niño provocando a Paula.
—¡No! —gritó ella rápidamente, espantada porque ese chico sucio y maleducado pudiera imaginar llegar a ser algún día su pareja.
—Pero soy muy guapo y mi abuela dice que soy el más guapo de todos los niños y que cuando crezca todas las chicas irán detrás de mí. Por lo que soy el más guapo. Y como en tu lista quieres al más guapo, me quieres a mí. Entonces, cuando crezcas, ¿nos casamos, ricitos? —preguntó Pedro con una sonrisa en los labios al advertir lo molesta y ofuscada que estaba Doña Perfecta.
—¡No, no, nunca jamás! ¡Tú eres feo! ¡Eres el niño más feo que he visto en mi vida! —chilló Paula a la vez que le tiraba el resto de su vaso de limonada a la cara.
Todos se quedaron asombrados ese día.
Los hermanos de la «señorita muermo» presenciaron la escena con la boca abierta y se declararon acérrimos amigos del vecino que había conseguido lo que ellos nunca lograron: sacar de quicio a su inalterable hermana.
Sara quedó espantada ante el comportamiento de su hija, sobre todo porque detrás de ella venían Penélope y Norma, a las que había invitado a su casa mientras no dejaba de alabar lo buena y educada que era su chiquilla y lo bien que se llevaría con su nuevo vecino.
Norma, asombrada, no le quitaba ojo a aquella pequeña damita que siempre la saludaba amablemente y la ayudaba en las tareas.
Penélope fue la única que no se extrañó ante la escena; pasó ante las dos mujeres y, poniéndole una mano en el hombro a su amiga, comentó:
—No te preocupes, Pedro suele afectar así a la gente. O lo amas con todo tu corazón o lo odias con toda tu alma. Parece que tu niña se ha decidido por la segunda opción.
—¡Ninguna hija mía va a tratar así a nadie! —exclamó Sara furiosa mientras con paso decidido se plantaba delante de Paula y, por primera vez en ocho años, la castigaba.
Ella aguantó la regañina de su madre y se mostró, ante todos, arrepentida. Pero, antes de entrar en casa para encaminarse a su habitación, le dirigió una mirada de odio al vecino. Éste le contestó con un sonrisa burlona que decía «a ti te han reñido, pero a mí no».
Pasaron los días y, excepto por aquel único incidente con la limonada, Paula parecía ser la misma criatura adorable de siempre, así que las madres decidieron amigablemente hacer un nuevo intento de acercamiento.
Se reunieron otra vez en el porche de los Chaves y disfrutaron de una refrescante limonada mientras observaban como los brutos de sus hijos jugaban entusiasmados a indios y vaqueros. Como de costumbre, Paula se mantenía al margen de las idas y venidas de sus hermanos, pero en esta ocasión su madre la animó con gran optimismo a participar.
La niña se negó, pero cedió ante la insistencia de Sara y se acercó lentamente a sus hermanos y al niño desagradable, al que, aunque sabía que se llamaba Pedro por las conversaciones de sus hermanos y su madre, prefería seguir llamando así, «niño desagradable».
—Mamá me ha dicho que juegue con vosotros —indicó con desgana mientras abrazaba su muñeca preferida.
—Tú nunca juegas con nosotros —comentó Jose.
—No nos hacen falta chicas —declaró Dani.
—¡Eso decídselo a mamá! —contestó la niña, orgullosa, señalando a su madre.
—Dejémosla participar: cuantos más, mejor —intervino Pedro con un brillo malévolo en los ojos.
—Vale, ¿pero ella qué será, indio o vaquero? —preguntó Jose señalando los sombreros y las plumas.
—¡No pienso ponerme nada de eso! —exclamó disgustada Paula mirando con desagrado los sucios disfraces de sus hermanos.
—¿Ves como es un muermo? —se quejó Daniel ante la poca cooperación de su hermanita.
Pedro observó su pulcro vestido y su limpia y preciada muñeca y propuso:
—Ella no puede hacer ni de indio ni de vaquero. Será una mujer que vive en una pradera infestada de indios y a la que vosotros tendréis que defender, vosotros seréis la caballería —decidió Pedro dirigiéndose a Jose —, y yo seré el indio —declaró adjudicándose el papel de malo.
—¿Yo qué tengo que hacer? —preguntó Paula, confusa.
—Cuidar a tu bebé en este sitio, que será tu casa —le explicó su hermano Jose. Después se alejó con los otros para planear su estrategia.
Paula jugó tranquila a peinar su delicada muñeca mientras pensaba que sus hermanos y el vecino la habían dejado de lado y excluido de sus juegos, aunque eso no le importaba lo más mínimo, ya que ella no quería jugar con los cafres de Jose y Daniel. Cuando se creía sola, porque ya
había pasado más de media hora sin la presencia de los niños, Pedro apareció de repente y cogió con brusquedad su muñeca por los pelos.
El «niño desagradable» iba vestido con un disfraz de indio: llevaba un chaleco negro y unos pantalones marrones, así como una cinta con plumas en la cabeza. En la espalda portaba un arco y flechas de juguete.
Paula se puso histérica al ver su muñeca preferida en los brazos de aquel salvaje; no obstante, se serenó.
—¡Dame mi muñeca! —exigió sin inmutarse.
—No sabes jugar, se supone que soy un indio que te ha atacado. Tengo a tu bebé y le cortaré la cabeza si no consigo lo que quiero —explicó Pedro, sonriente, a Doña Perfecta.
—¿Y qué es lo que quieres, indio? —preguntó Paula siguiéndole el juego.
—Como soy un indio solitario y el más guapo del lugar, quiero que te cases conmigo.
La cara de la perfecta damita cambió y su rostro se llenó de furia mientras le gritaba al salvaje del vecino:
—¡No, nunca jamás! ¡Ni en un millón de años!
Pedro, metido en su papel, le sonrió malvadamente.
—¡Entonces despídete de tu bebé! —gritó con voz de malo al mismo tiempo que le arrancaba la cabeza a su muñeca preferida delante de sus ojos; luego se paseó alrededor de ella bailando una especie de danza comanche de la victoria.
Paula lo miró a él y después a su adorable muñeca, cuyo cuerpo se encontraba tirado en el suelo repleto de barro y cuya cabeza era paseada frente a sus narices, balanceada de un lado a otro. Se remangó las mangas de su vestido, se quitó sus preciosos zapatos blancos y… adiós a la perfecta damita.
Cuando llegó la caballería, ésta no sirvió de mucho, pues el indio había sido reducido por la mujer, quien se le había subido encima y no paraba de golpearlo una y otra vez con sus zapatos en la cabeza.
—¡Jo! Hemos llegado tarde —se quejó Daniel a su hermano.
—Sí, pero Pedro dijo que la caballería siempre llegaba tarde —indicó Jose—. Además, Paula no sabe jugar, se suponía que nosotros teníamos que capturar al indio, no ella.
—¿Crees que dejará algo para nosotros? —preguntó Dani.
—Parece que no.
Jose y Daniel se quedaron quietos observando cómo su hermana apaleaba al vecino sin piedad alguna. Por primera vez se sintieron orgullosos de ella: Doña Perfecta sabía como utilizar los zapatos después de todo.
Pronto las madres fueron advertidas por los gritos de pelea de los niños de que algo ocurría. Separaron a sus hijos con algo de dificultad y esta vez ambos fueron castigados.
En el momento en el que Paula fue apartada de Pedro, nuevamente pasó a ser la perfecta damita y Pedro, bueno… Pedro siguió siendo el mismo.
Al mes siguiente, cuando había pasado un tiempo prudencial desde la última disputa entre ambos, las madres lo volvieron a intentar. Esta vez la muñeca de Paula acabó calva y Pedro terminó con un corte de pelo al cero.
Paula estuvo a punto de librase del castigo, pero, aunque su cara de inocente parecía sincera, ya todos sabían que, con respecto a Pedro, a ella le salía la fierecilla que llevaba dentro.
De nuevo habían vuelto a jugar a indios y vaqueros. En esta ocasión quiso ser un indio, para que nadie la pudiera atacar, pero Pedro propuso que se dividieran en dos bandos de indios. Ella se negó en rotundo a ser la esposa india de Pedro en el juego, así que le tocó ser la hermana de Jose, jefe Ojo de halcón.
En el momento en el que estaba descuidada haciendo una trinchera con su hermano, su preciada muñeca desapareció y más tarde apareció en las manos de Pedro, calva.
Él se paseaba de lo más orgulloso ejecutando su baile de la victoria de un lado a otro, con la muñeca calva en una mano y la cabellera en la otra.
Los ojos de Paula brillaron con furia, y con la más absoluta calma le dijo a Jose que iba a beber agua un instante y desapareció. Cuando volvió, su hermano la miró extrañado al ver que ella esbozaba una sonrisa ladina, nada habitual en ella. Pero dejó de lado los pensamientos sobre Paula mientras planeaba cómo conseguir una victoria.
Al final del día el equipo de Jose ganó, y ella convenció a su hermano de retener como rehén a Pedro un poco más, mientras ellos iban al baño.
Sara vio a sus hijos salir de la cocina y rápidamente les preguntó, alarmada, dónde estaban Pedro y Paula. Al saberlos solos, ambas madres corrieron temiéndose lo peor.
Como no oyeron gritos, se tranquilizaron un poco, pero en el mismo instante en el que estuvieron cerca de ambos advirtieron que Pedro estaba atado al árbol del jardín y su precioso pelo negro había sido cortado por completo a trasquilones. La pequeña Paula estaba sentada en el césped vigilando al prisionero como una perfecta damita.
Sara se disponía a regañar a los brutos de sus hijos por lo ocurrido al vecino, pero vio que junto a su hija se hallaba su preciosa muñeca sin pelo alguno en la cabeza.
—Paula, ¿qué has hecho? —preguntó resignada a que su chiquilla fuera también una revoltosa, aunque sólo en presencia del vecino.
—Jugar a los indios, mamá —contestó inocentemente mientras pasaba junto a ella y se dirigía a su cuarto, conocedora de su castigo. Antes de subir a su habitación escribió algo nuevo en su lista: «2. Que no sea un salvaje.»
Luego dejó su libreta en el porche, porque sabía que su sanción excluía cualquier entretenimiento, incluida su preciada libreta de dibujo.
En el momento en el que el vecino se marchaba a su casa, fue obligada a pedirle perdón. Él también tuvo que morderse la lengua y disculparse con ella.
—Perdona, Paula, no debí dejar calva a tu muñeca —dijo con un brillo de satisfacción en los ojos.
—Perdona, Pedro, no debí dejarte calvo a ti —contestó Paula sin dejar de sonreírle.
—Toma, te he hecho un dibujo para excusarme —comentó Pedro mientras le tendía su libreta de dibujo con una sonrisa irónica—. Ah, por cierto, yo soy un indio, no un salvaje.
Paula lo miró enfurecida al percatarse de que él había estado fisgando en su libreta, donde sin duda le había hecho el dibujo de disculpa.
Rápidamente ojeó su libreta en busca de su lista y allí, en medio de ella, vio esbozado un feo y enorme sapo que se burlaba de ella y de su lista.
Paula lo miró furiosa; sin embargo, delante de sus progenitoras sólo dijo:
—Gracias por la vaca tan bonita que me has dibujado.
—No es una vaca, ¡es un sapo! —señaló Pedro ofendido.
—Ah, de todas maneras gracias. ¿Me das mi lápiz un momento? — pidió Elisabeth a Paula con amabilidad.
Y luego, al mismo tiempo que escribía en su lista, comentó en voz alta:
—3. Que sepa dibujar.
Pedro se marchó airado hacia casa de su abuela, y Paula, enfurecida, hacia el encierro de su cuarto.
A partir de ese día se prohibieron los juegos de indios y vaqueros y las madres nunca más intentaron juntar a sus hijos, pero, independientemente de lo que hicieran, la guerra entre ellos ya había comenzado.
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