miércoles, 23 de agosto de 2017
CAPITULO 54
—¿Me queréis explicar por qué narices habéis venido a robar vestidos de blanco? ¡Un poco más y os ponéis un letrero luminoso en el culo! — gritó Paula a los descerebrados de sus hermanos.
—Perdón, no sabía que había una etiqueta de vestimenta para cometer un robo —comentó Jose sin arrepentirse en absoluto de llamar la atención.
—¡Pues la hay! —exclamó Paula, sulfurada—, ¡negro, joder, negro para que no se te vea en la noche! ¡No blanco luminoso ni amarillo chillón! ¡Simplemente negro! ¿Es que no ves las películas de ladrones?
—No me gusta ese género, ¿por qué tengo que admirar a un tipo que le roba a otro por diversión? Que se gane el dinero como todo el mundo: trabajando —zanjó Jose.
—¡Pues no sabes lo que te pierdes! ¡Las de Ocean’s Eleven están muy bien! —comentó Daniel emocionado—. Además, hay unas chicas que…
—¿Hemos venido a robar o a hablar de cine? —cortó Paula con enfado.
—Hombre, si tenemos dos posibilidades, yo preferiría el cine — bromeó Daniel.
—¡No, me vais a ayudar! Para eso sois mis hermanos —concluyó Paula.
—Está bien, si insistes... —se resignaron los dos mansamente al recordar las consecuencias de no prestar su ayuda a su inestimable hermana.
—Bueno, ahora vamos a comprobar si alguna de las ventanas está abierta y me aupáis para que yo pueda entrar en la casa y abriros la puerta.
—La de la cocina está abierta —apuntó Jose.
—¡Bien! Pues ayudadme a entrar —ordenó Paula dirigiéndose hacia la ventana de la cocina.
Jose elevó a Paula, y ésta intentó entrar, pero la ventana sólo estaba ligeramente entreabierta, así que al final Paula quedó atrancada y sin poder moverse hacia fuera o hacia dentro de la casa. Simplemente gritaba y pataleaba escandalosamente apremiando a sus hermanos a que la sacaran de allí.
—¡No te preocupes! Ahora mismo entramos —explicó tranquilamente Jose—. Debo tener la llave por alguna parte —dijo tanteando sus pantalones.
—¡No me digas que tienes una llave de la casa de Pedro! —chilló Paula—. Entonces, ¿me puedes decir, Jose Chaves, por qué narices estoy atorada en esta maldita ventana?
—Por impaciente —repuso Daniel mientras los dos la dejaban pataleando para dirigirse con lentitud hacia la entrada.
Finalmente sus hermanos se dignaron a entrar en la cocina, pero en vez de ayudarla fueron hacia el frigorífico y rebuscaron en él, sacando dos cervezas frías que se tomaron con gran tranquilidad mientras estudiaban qué podían hacer para sacarla de allí.
—La ventana está demasiado atrancada. Voto por dejarla aquí e irnos a celebrar la despedida de soltero de Jorge por nuestra cuenta —propuso Daniel alegremente.
—No sé… ¿adónde podríamos ir? —contestó Jose ignorando los gritos de Paula.
—Hay un club en las afueras del pueblo donde las tías hacen estriptis, y me han dicho que hay un espectáculo donde una de ellas se agarra de la barra únicamente con las tetas, ¿te imaginas cómo deben de ser? — manifestó Daniel emocionado.
—¡Eso no me lo pierdo! —comentó Jose olvidándose de su hermana, que parecía un animalillo salvaje capturado en una trampa.
—¡No seréis capaces de dejarme aquí así! ¡Os juro que os pondré junto a los más desagradables parientes de Jorge durante el resto de vuestra vida! —gritó Paula, histérica.
—Bueno, bueno… Ya te sacamos, sólo estábamos de broma —dijo Daniel resignado a quedarse sin ver el espectáculo de la chica, la barra y las tetas.
Los Chaves comenzaron a tirar de su hermana hacia el interior de la casa hasta que oyeron el ruido inconfundible de la furgoneta de Pedro; fue entonces cuando los muy cobardes la soltaron y salieron corriendo, dejándola a ella incrustada en la ventana de la cocina como a una ladrona cualquiera.
Ella les gritó, les suplicó que volvieran para sacarla de allí.
Finalmente acabó maldiciéndolos e insultándolos mientras esperaba al dueño de la casa en una posición algo comprometida.
—Este culito me suena —declaró un Pedro sonriente acariciando el trasero de Paula sensualmente.
—¡Estate quieto, Pedro Alfonso! ¡No tienes ningún derecho a sobarme! —gritó ella furiosa.
—¡Ah, pero si es el precioso culito de Paula Chaves! Cariño, si querías ofrecerte a mí, no hacía falta que te pusieras en una posición tan complicada: con que me esperaras en la cama, bastaba.
—¡No me estoy ofreciendo! —chilló Paula removiéndose
inquieta.
—¿Estás segura? La otra opción es que has intentado colarte en mi casa, ¡chica mala! —exclamó Pedro dándole varias palmadas en el culo.
—¡Pedro Alfonso, sácame de aquí! —pidió una llorosa Paula.
—¿De verdad estás atrapada? —preguntó Pedro algo preocupado.
—Sí —lloró Paula desesperada—, y no puedo ni salir ni entrar de la casa.
—Vale, tranquilízate preciosa, yo te sacaré de ahí —dijo acariciando mansamente el trasero de Paula.
—¡Deja de sobarme! —vociferó ella entre lágrimas.
Paula esperó impaciente a que Pedro diera la vuelta a la casa y entrara en su hogar. No tardaron mucho en oírse sus pasos decididos hacia la cocina, donde la encontró encajada en la ventana situada encima del fregadero gritando como una histérica, llena de dolor.
—Tranquila —susurró suavemente Pedro mientras sacaba su caja de herramientas y se disponía a desmontar la ventana.
Tardó unos quince minutos en desmontar todo el marco para que Paula pudiera salir con facilidad. La alzó por encima del fregadero y la sentó en la barra de la cocina para poder examinar sus heridas.
Subió lentamente su jersey, donde encontró un leve enrojecimiento en la zona de la cintura y le aplicó una pomada para calmar las magulladuras, tras lo que le propinó un rápido beso en los labios, intentando apaciguar sus sollozos y su nerviosismo.
—Ya está Paula, ya ha pasado todo —murmuró estrechándola con fuerza entre sus brazos.
—Menos mal que has llegado. Los burros de mis hermanos me iban a dejar así toda la noche.
—Pero si Jose tiene una llave —indicó Pedro confuso.
—Lo sé, pero se querían vengar de mí por obligarlos a acompañarme y no me lo dijeron —Paula lloró desconsolada mientras se abrazaba con firmeza a Pedro.
—Bueno, ricitos, ya ha pasado todo, cálmate —pidió Pedro limpiando gentilmente sus lágrimas con el dorso de su mano.
—Gracias, Pedro —dijo mimosa acurrucándose contra su robusto pecho. Pedro sonrió satisfecho al verla en el sitio al que siempre había pertenecido: sus fuertes brazos, que una vez más se negaban a dejarla marchar.
—¿Por qué has venido, Paula? —preguntó Pedro levantando su rostro para que se enfrentara a su acusadora mirada.
—A por el anillo —titubeó Paula.
—Entonces ya sabes lo que quiero a cambio —dijo Pedro señalando el dormitorio.
—¡No es justo! ¡Eso es chantaje! —le recriminó Paula alejándolo de ella.
—¡No me digas lo que es justo! ¡No es justo que tenga que ver cómo te casas con otro cuando tú y yo sabemos que me amas a mí! ¡No es justo que me pase todas las noches muerto de celos preguntándome si ésa será la noche que pasarás en los brazos de Don Perfecto! ¡No es justo que me rechaces por una estúpida lista, y no es justo que tenga que pasarme el resto de mi vida intentando olvidarte cuando sé que no lo voy a conseguir jamás! —confesó un inquieto Pedro sin dejar de moverse por la estancia—. Sólo te pido una última noche para guardar tu recuerdo, mañana te volveré a preguntar si te quieres casar con Don Perfecto y, si es así, desapareceré para siempre de tu vida y no volveré a molestarte jamás.
—Sabes que no cambiaré de opinión, Pedro —sentenció Paula bajándose de la encimera.
—Déjame intentarlo —suplicó Pedro acercando sus labios a los suyos.
—Nuestra última noche —confirmó Paula ensimismada mientras besaba con delicadeza a Pedro, dándole con ello una respuesta.
Pedro la atrajo fuertemente contra su cuerpo, profundizando el beso con una pasión infinita. Luego la tomó entre sus brazos y la llevó en silencio por las escaleras hacia su habitación.
Allí la depositó en la cama que había hecho para ella, en la habitación que hacía años compartieron durante las tórridas noches de verano en las que él podía evitar a sus hermanos.
—Al final convertiste este cuarto en tu dormitorio —comentó
asombrada Paula, ya que ésa era la habitación que ella había utilizado cuando pasó sus días en esa casa.
—Sí, me traía muy gratos recuerdos —sonrió Pedro.
—Es muy bonita —elogió Paula fijándose en los hermosos muebles de madera que adornaban el lugar.
La gran cama tenía tallados a mano pequeños relieves de hojas de árboles; las dos mesitas de noche hacían juego con la cabecera, y el armario de cedro descansaba en un rincón de la estancia rematando la belleza natural del conjunto. Un par de alfombras antiguas y hogareñas descansaban en el suelo, junto a la cama, y un gran espejo de cobre se situaba junto a la cómoda cerca del cuarto de baño.
—La hice pensando en ti, en que tú vivirías aquí, conmigo —contestó Pedro pensativo, admirando la estancia.
—Pedro, yo… —comenzó a decir ella, apenada.
—Ni una palabra, Paula, quiero que seas mía por última vez en la que debería ser nuestra cama, en el que debería ser nuestro hogar.
Pedro la besó poniendo fin a sus protestas y la tumbó con delicadeza en el colchón. Ella profundizó en el beso, agarrándolo del cuello y besándolo a su vez con la desesperación de saber que no habría un mañana.
Pedro le quitó la ropa con lentitud sin dejar de mirarla continuamente a los ojos. Su jersey negro voló por la habitación, al igual que sus pantalones; su ropa interior no tardó mucho en seguir el mismo camino y muy pronto estuvo completamente desnuda debajo de él.
Pedro admiró su cuerpo con cariño mientras con suavidad acariciaba cada una de sus curvas, memorizándolas en su mente para sus futuras noches solitarias. Luego pasó a besar y a lamer cada parte de su delicioso cuerpo, no quería olvidar su sabor.
Acarició sus pechos con adoración, besó sus senos con deleite y succionó sus pezones llenando su cuerpo de una intensa lujuria.
Paula se arqueó impaciente contra su cuerpo cuando él comenzó a acariciar su húmeda feminidad con sus expertos dedos, y no pudo quedarse quieta, pues deseaba tocarlo, besarlo, amarlo, como él la estaba amando a ella. Le quitó con timidez pero con impaciencia su camisa, luego su camiseta interior, que arrojó despreocupadamente a un lado, para acariciar ávidamente su musculoso torso. Tocó despacio sus fuertes músculos con sus delicadas manos y lo hizo estremecer cuando llegó a la cintura de su
vaquero, que desabrochó temblorosa, y sólo con su ayuda logró despojarlo del resto de sus ropas.
Ella lo atrajo hacia su cuerpo caliente y necesitado y Pedro se introdujo despacio en su interior, gimiendo de placer, embelesándose con el modo cómo lo acogía en su húmedo y ardiente cuerpo.
Sus acometidas fueron lentas pero placenteras, haciéndola gritar de necesidad. Paula arañó su espalda atrayéndolo más hacia su cuerpo, rogándole que no parara, y él la complació entrando más profundamente en su interior y con más fuerza.
Llegaron a la vez a la cima del éxtasis y descansaron uno en brazos del otro como dos amantes fugitivos intentando no pensar en el mañana.
Hicieron el amor durante toda la noche, en todos los sitios, con desesperación porque el tiempo parecía acabárseles.
Cuando el sol comenzó a despuntar, Pedro la abrazó una vez más entre sus poderosos brazos y le preguntó seriamente, mirándola a los ojos:
—¿Te casarás hoy?
—Sí —contestó Paula decidida mirándole a los ojos.
Él, sin dejar de mirarle a los ojos ni un instante, le quitó lentamente su anillo y lo sustituyó por el de Don Perfecto, la besó con ternura en los labios antes de decirle que se iba.
Luego desapareció, y por más que Paula lo buscó por toda la casa para preguntarle qué quiso decir con esas palabras, no lo halló.
La casa que tantos recuerdos guardaba estaba ahora vacía y, sin su presencia, parecía desamparada.
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