viernes, 18 de agosto de 2017

CAPITULO 40





Por fin después de dos años regresaba a su hogar. Ahora era muy diferente a como era cuando se marchó de Whiterlande. A sus veinticuatro años, Paula había madurado entre las elegantes calles de Nueva York y los suntuosos restaurantes. Su trabajo la había hecho más responsable y paciente, más distinguida y sensata de lo que fue en alguna ocasión.


Tras meses de tratar con extravagantes personajes, entre los que podían llegar a catalogarse tanto artistas como clientes, estaba totalmente preparada para volver a ver a Pedro Alfonso y no saltar ante sus provocaciones.


Esta vez venía decidida a no caer de nuevo entre sus brazos como una joven insensata y buscar al fin a ese hombre ideal que la estaba esperando en algún lugar. Si por un casual Pedro Alfonso conseguía mostrarle que él era ese hombre, tal vez, sólo tal vez, se rendiría a la evidencia y accedería a su alocada propuesta.


Hacía un año que había cambiado su viejo coche por uno nuevo y más exquisito, mucho más lujoso y apropiado a su nueva imagen de mujer de negocios: un deportivo descapotable de color plateado que apenas aparentaba ser de segunda mano. Gracias a las comisiones de sus ventas en la galería de arte, había conseguido ahorrar algo para poder decidir qué hacer en esos instantes en los que retornaba a casa sin un rumbo concreto marcado en la vida.


Lo primero sería buscar a sus hermanos para sorprenderlos con su llegada adelantada y su nueva imagen de chica perfecta. ¿Serían capaces de reconocerla con su nuevo aspecto? ¿La reconocería Pedro después de tanto tiempo? ¿O podría jugar un rato con él simulando ser otra?


Tal vez podría enredarse con él en un bar, seducirlo en el baño y después de besar esos excitantes labios, de acariciar esos fuertes brazos y ese musculoso pecho, de dejarse avasallar por su pasión salvaje y penetrar por su duro miembro mientras observaba la imagen de ambos en el espejo y le confesaba entre embestidas quién era, entonces él…


¡Mierda! Todavía no lo había visto y ya se estaba volviendo loca de deseo, ¿se puede saber qué narices tenía Pedro Alfonso para hacerla recaer siempre ante su persona? Lo mejor sería buscar a sus hermanos y olvidarse de Pedro por un tiempo, al menos hasta que sus hormonas dejaran de estar revueltas y su cuerpo estuviera menos avivado.



***


Paula Chaves aparcó delante de la tienda de alimentos del señor Templen, bajó de su coche dejando a todos los curiosos de los alrededores con la duda acerca de quién sería ella, cerró con delicadeza y guardó las llaves en su bolso rojo de Tous, regalo de un artista algo chiflado por haber vendido todos sus cuadros.


Paula se dirigió con paso firme hacia la tienda sobre sus tacones rojos de diseño y buscó entre las personas de la tienda a Jeff Templen, uno de los cotillas más grandes del lugar. Si él no sabía dónde estaban sus hermanos, entonces no lo sabía nadie.


—Buenos días, señor Templen, ¿me podría decir dónde están mis hermanos? Estoy deseosa de volver a verlos después de tanto tiempo; por cierto, lo veo igual de joven que siempre —comentó Paula sonriente.


—Esos modales tan refinados y de perfecta señorita solamente pueden ser de Paula Chaves—dijo sonriente el viejo tendero mientras la abrazaba fuertemente con cariño—. A ver que te vea —expresó apartándola de sí para fijarse otra vez en su nueva imagen—. Apenas te reconocería si no fuera por tus exquisitos modales. ¿Y bien? ¿Vienes para quedarte, o te irás con tu arte a otra parte? —bromeó el señor Templen.


—Por ahora me quedaré un tiempo —respondió Paula—, hasta que decida qué hacer. ¡Quién sabe! A lo mejor monto aquí un negocio propio y me quedo para enseñarles a todos lo que es el arte.


—Oh, aún recordamos en este pueblo tu artística colaboración a la cabalgata aquel año —se rió Jeff al rememorar viejas trastadas de esa jovencita.


—¡Señor Templen! —lo regañó Paula entre risas—. Eso fue solamente la travesura de una joven alocada.


—¡Ah, pero qué travesuras! Nos pasábamos días hablando de ti y del chico de los Alfonso. Por cierto, Pedro se ha convertido en un hombre de éxito, ha abierto una tienda de muebles y ha hecho algún que otro arreglo a casas ruinosas llegándolas a transformar en auténticas maravillas. Si te quedas deberías comprar una de sus casas, los forasteros se pelean por adquirirlas.


—Por ahora no sé dónde me quedaré, lo más probable es que vaya a casa de mis padres. Por cierto, ¿ha visto a mis hermanos? Tengo que hablar con ellos sobre eso precisamente.


—Ah sí, pequeña, hace un momento me dijeron que estaban los dos en el bar de Zoe junto con Pedro tomando unas cervezas.


—Bien, entonces será mejor que me marche antes de que se larguen de allí —contestó Paula con un brillo travieso en los ojos que no engañaba a nadie.


Cuando Doña Perfecta salió por la puerta, Jeff levantó el teléfono y, con una sonrisa, comentó.


—La chica de los Chaves ha vuelto y está muy cambiada, apuesto veinte a que Pedro Alfonso no la reconoce.



CAPITULO 39




Días después de conocer a Jorge Guillermo Worthington III, Pedro obligó a sus amigos a acompañarlo al bar de Zoe, donde sentados en la barra disfrutaban de una cerveza a la vez que recopilaban información.


—¡Venga ya! No puede ser tan perfecto —se quejó Daniel porque lo obligaran a escuchar cotilleos de viejas.


—Tú no lo viste, Pedro es un mierdecilla a su lado —señaló Jose a su hermano.


—¡Gracias! —contestó Pedro, irónico.


—No es por ofenderte, pero hay que ser realista: esa lista describe a un hombre imposible que tú nunca llegarás a ser.


—Dibujas fatal… —apuntó Dani.


—Y cantas como el culo —añadió Jose dando un sorbo a su cerveza.


—Tienes un genio de mil demonios y… —continuó Daniel, que fue interrumpido por el gruñido de su amigo.


—Bueno, ¿venís a ayudarme o a hundirme un poquito más en la miseria?


—¡A ayudarte! —repusieron al unísono los hermanos.


—Bien. Quiero que escuchéis los rumores que hay sobre él en el pueblo. A ver si averiguáis que no es tan perfecto como parece, y si cumple todos los requisitos de la puñetera lista —expuso Pedro entregándoles una copia a cada uno.


Dos horas después, Pedro planeaba cómo deshacerse del Worthington III de las narices entre las quejas de sus dos amigos.


—¡Tío, canta en un coro en la Fundación Ayuda para los Niños Desamparados! —contaba Daniel emocionado.


—¡Y dibuja óleos que luego vende en subastas a favor de los pobres! —añadió Jose con alegría.


—Además, el lema de su organización benéfica es “Defender al que no puede”.—Las mujeres del pueblo dicen que es sensible y romántico, y los niños, que les encantan sus regalos.


—¿Le vais a hacer una estatua? —gruñó Pedro a sus amigos, furioso con las cualidades de Don Perfecto.


—Nosotros no, pero el pueblo… —señaló Daniel impasible.


—Lo siento Pedro, pero éste es el hombre de la lista de Paula, lo ha clavado en todo. ¿Qué vas a hacer? —preguntó Jose preocupado.


—Hacerlo desaparecer: le prenderé fuego, o lo espantaré con una de mis jugarretas, lo que sea. Pero lo importante es que nunca conozca a Paula, porque, si no, ya sé a quién va a terminar eligiendo Doña Perfecta.


—Tal vez la deberías dejar elegir… —comentó Daniel
despreocupadamente.


—¿Quieres tener de cuñado a Don Perfecto? —repuso Jose.


—¡Ni de coña! Bastante tengo con una remilgada en la familia, como para tener un clon suyo en masculino. ¿Os imagináis cómo serían sus hijos? Totalmente perfectos.


—¡Aquí nadie va a tener hijos con Paula a no ser que sea yo el padre! —gritó Pedro enfurecido.


—¡Vale! Mejor será que pensemos en algo —calmó Jose, que era la voz de la conciencia.


Después de varias horas en las que descartaron ahogarlo en el lago, enterrarlo vivo, mandarlo al Congo con los niños que pasan hambre u obligarlo a salir del pueblo a punta de escopeta, todas ellas espléndidas ideas aportadas por Pedro Alfonso el Salvaje, llegaron a la conclusión de que lo mejor era ocultarle a Paula la presencia de su tan esperado príncipe azul.




CAPITULO 38




Por desgracia para Pedro, Don Perfecto sí que parecía existir, y lo peor de todo era que se había trasladado a Whiterlande. Él fue uno de los primeros en conocerlo.


A los pocos minutos de conseguir meter el pesado escritorio de caoba de estilo rústico en la tienda, su madre le informó de que uno de sus nuevos vecinos había pedido exactamente ese estilo de mueble, así que, ante las furiosas miradas de su amigo, que no paraba de quejarse, volvieron a meter el mueble en el camión y se dirigieron los dos hacia la nueva dirección.


No tardaron en llegar a una hermosa mansión de dos plantas con columnas nórdicas que adornaban la entrada, y una fachada de estilo clásico que asemejaba el hogar de un antiguo conquistador.


Cuando tocaron el timbre, fueron recibidos por una agradable mujer de mediana edad uniformada que amablemente les hizo pasar hasta el recibidor. Por dentro la casa parecía un palacio: era grandiosa y cada mueble, cada objeto que decoraba el lugar, hacía saber a todos el poder y dinero que ostentaba su dueño.


El señor de la casa no les hizo esperar demasiado. Se trataba de un hombre de veintiséis años, con cabellos rubios y lisos, unos destacables ojos verdes, un porte altivo y elegante, con la musculatura necesaria para que pareciera atractivo, y vestido de la cabeza a los pies con un traje gris de Armani.


Cuando bajó las escaleras principales sólo le faltó que apareciera un halo en su cabeza para que Pedro supiera que ése era un hombre que le traería problemas.


—Buenos días, gracias por venir tan rápido. No esperaba que el mueble estuviera aquí hasta dentro de unas semanas.


—Lo acabé hace unos días —respondió Pedro—. Iba a exponerlo en mi tienda cuando mi madre me ha comentado que esto es lo que usted buscaba.


—¡Sin duda alguna! —dijo acariciando la mesa, admirado por el trabajo de artesanía—. ¡Perdone mis modales, aún no me he presentado! Soy Jorge Guillermo Worthington III —comentó como si tal cosa tendiendo la mano hacia sus invitados.


—Yo soy Pedro Alfonso, y éste es mi amigo, Jose Chaves —tendió su mano brevemente mientras presentaba a su amigo.


—Usted es el nuevo médico, ¿no es cierto? —añadió Jorge dirigiéndose a Jose—. Me han hablado estupendamente de sus servicios.


—¿Ah sí? ¿Y quién le ha hablado de mí? —preguntó Jose, curioso.


—Mi tío, Matt Edison, el alcalde. Es un bromista. Me contó historias asombrosas de su hermana y un hombre al que apodan el Salvaje.


—Yo soy al que apodan el Salvaje —gruñó Pedro molesto al saber que le habían hablado de Paula y sentía interés por ella.


—¡Perdón! No pretendía ofenderlo; de hecho, lo admiro. Yo de niño era tan formal y serio que mis padres en ocasiones se preguntaban si no me habrían cambiado en el hospital.


—Bien, ¿y qué le trae por aquí, señor Worthington? —preguntó Jose evitando que Pedro lo acosara con sus rudas preguntas.


—He venido para quedarme a vivir aquí. Mi tío me ha dicho que este pueblo es perfecto para mí. Por ahora todos los habitantes que he conocido me han recibido con los brazos abiertos y les estoy muy agradecido.


—¿Y a qué se dedica, si puede saberse? —preguntó Pedro con brusquedad, ante lo que Jorge sólo reaccionó abriendo profundamente los ojos al sentirse ofendido, para en unos segundos volver a recuperar su compostura y contestar con cortesía.


—Me dedico a hacer movimientos en la Bolsa; es algo estresante, pero, como puede observar, en poco tiempo he amasado una gran fortuna. Ahora sólo quiero descansar, dejar que mi dinero se mueva solo y buscar a alguien con quien compartirlo, tal vez una buena esposa. Pero no hay prisa, la mujer perfecta puede tardar años en aparecer.


—O te puede dar una lista… —susurró Jose, que fue interrumpido por el codazo de su amigo Pedro.


—Bueno, gracias por la información de su vida —cortó Pedro—. ¿Es lo que buscaba? —inquirió señalando el escritorio con impaciencia.


—Sí, es perfecto —contestó Jorge sin mostrar emoción alguna.


—Entonces, ¿dónde lo colocamos? —se apresuró JosE a preguntar antes de que Pedro le gruñera alguna grosería.


—Siento comunicarles que mi despacho está en la planta de arriba — comentó señalando las enormes escaleras principales y, por unos momentos, Jose habría jurado que sus fríos ojos verdes brillaron llenos de satisfacción.


Tras colocar el escritorio en el despacho de la segunda planta, Pedro le pidió por él un precio desorbitado que Jorge pagó como si fuera calderilla. Se despidieron amablemente hasta que al señor Don Perfecto se le ocurrió preguntar por Paula. Fue en ese instante en el que Jose tuvo que alejar a su amigo del magnate para que no lo mordiera o algo peor.


—Me alegro mucho de haberles conocido. Por cierto, me han dicho que dentro de poco llegará al pueblo su hermana Paula, quien es una entendida en arte. Tal vez podría hablar con ella para que me hiciera una visita y me recomendara alguna obra para invertir.


Jose no contestó, cogió rápidamente a su amigo del hombro y lo dirigió hacia el camión mientras éste gruñía y apretaba los puños con fuerza, aguantándose las ganas de golpear a ese idiota pedante.


Cuando al final consiguió meter a Pedro en el camión y cerrarlo con llave, contestó alegremente:


—Se lo comentaré —a la vez que se alejaba de allí tan rápido como podía para que el Salvaje no apaleara a Don Perfecto.


—Tienes un problema, amigo —comentó Jose señalando su violento temperamento.


—Lo sé —gruñó Pedro fijando su vista en la esplendorosa mansión.