Todo Whiterlande estaba revolucionado con la vuelta de Paula.
Cada vez se parecía más a la niñita impecable que era antes de que Pedro Alfonso se cruzara en su camino. La mitad del pueblo estaba feliz de que Doña Perfecta hubiera encontrado a su media naranja, ya que ella y Jorge Guillermo Worthington III, quien era conocido ya por todos como Don Perfecto, eran indiscutiblemente la pareja ideal.
Pero eso era sólo lo que pensaban algunos, ya que la otra mitad de la población de este pequeño pueblo estaba a favor de Pedro Alfonso, el Salvaje.
Estos aburridos lugareños mantenían que, sin las discusiones entre Paula y Pedro, todo sería mucho más tedioso; por lo tanto, si alguien tenía que estar con Paula, que fuera aquel que la hacía ser ella misma y no un clon de la perfección.
Como las discusiones sobre este tema comenzaron a hacer que los vecinos se enemistaran, el jefe de policía lo solucionó de la manera simple en la que siempre habían remediado estas disputas: Zoe limpió el polvo a su vieja pizarra, que llevaba un par de años en el trastero, y la dividió en dos mitades. En una de ellas escribió «Don Perfecto» y en la otra «El Salvaje».
A partir de ese día se admitieron apuestas: ¿Quién se casaría finalmente con la querida Paula? ¿El hombre perfecto o el salvaje apenas domesticado?
—¡Se aceptan apuestas, señores! —gritó Zoe felizmente en su bar, celebrando la pérdida del hastío y la llegada de Doña Perfecta de nuevo a su hogar.
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Daniel entró en el bar de Zoe a tomar una cerveza y, como pasaba últimamente cada vez que cruzaba esa puerta, todos y cada uno de los ojos que allí había se dirigieron expectantes hacia él. Zoe le sirvió incluso antes de que él pidiera, y los parroquianos volvieron sus asientos hacia él esperando impacientemente a que hablara.
—Pedro lo lleva fatal —comentó Daniel señalando los puntos marcados en la pizarra.
—Las apuestas están cinco a uno, y por ahora el Salvaje no ha conseguido ningún tanto —señaló Zoe.
—No, la verdad es que no le va nada bien. Mi hermana no atiende sus llamadas, le devuelve sus regalos y, al mismo tiempo, sigue saliendo con Don Perfecto.
—¿Y qué hace Pedro mientras tanto? Porque hará algo, ¿no?
—Sí, hacer que Jose y yo le acompañemos continuamente a espiar las citas de Paula. En lo que va de mes ha tenido más citas conmigo de las que ha tenido jamás con mi hermana.
—Tal vez con un bonito presente consiga que lo perdone.
—Compitiendo con ese tío es imposible: si Pedro manda un hermoso ramo de flores silvestres, Don Perfecto manda dos docenas de rosas rojas. Que decide regalarle un tierno oso peluche, Don Perfecto envía un peluche de un panda de un metro de alto... y así llevamos todo el mes. Y encima, como Paula sigue furiosa con Pedro, le devuelve todos sus regalos hechos pedazos: las flores las desmenuza, los peluches los apuñala...
—¿Cómo está Pedro? —preguntó Zoe preocupada.
—Pues abatido por los desplantes de Paula y furioso con Don Perfecto. He tenido que convencerlo más de una vez de que no puede secuestrar a ese tío y abandonarlo en el desierto.
—Entonces, ¿por quién apuestas? —indagó interesada en anotar a un nuevo jugador.
—Por Pedro, siempre por Pedro —contestó apoyando a su amigo.
—Pero, por lo que me has dicho, Pedro no puede ganar.
—Me da igual, mi hermana no es un juego y, a pesar de que ese tipo sea Don Perfecto, no veo en sus ojos lo que sí veo en los de Pedro.
—¿Y qué es lo que no ves en Don Perfecto para que no te guste para tu hermana? —se interesó Zoe por el bien de su futuro negocio de apuestas.
—Amor, no veo en su rostro al loco enamorado que veo cada vez que miro a Pedro. Así que, como soy un romántico empedernido, apuesto por el amor, apuesto por Pedro —dejó veinte dólares en la mesa, reafirmando sus palabras—. Además, esta noche vamos a perseguir a Paula en otra de sus citas y Pedro está más decidido que nunca. Le ha comprado hasta un anillo de compromiso por si en algún momento consigue quedarse con ella a solas. Deséame suerte —pidió mientras se disponía a marcharse—, después de todo, es la primera vez que me llevan a un restaurante elegante a cenar para pedir la mano de mi hermana, espero que no acabe pidiéndomela a mí, porque, como esto siga así, Jose y yo vamos a ser los que más citas románticas hayamos compartido con Pedro.
Daniel cerró la puerta del bar tras de sí y ése fue el momento en el que se abrieron las apuestas acerca de quién sería el futuro marido de Doña Perfecta. Al terminar la tarde los números no favorecían para nada al Salvaje, aunque ya se había decidido que finalmente era Daniel quien más citas había tenido con el chico de los Alfonso.
«¡Fiel, las narices!», pensaba Paula dirigiéndole otra sonrisa
fingida a Pedro, quien no dejaba de devorarla con los ojos.
Desde que habían entrado en el restaurante no había dejado de sobarla sutilmente.
Parecía ser que su vestido de diseño italiano lo traía loco: se trataba de un vestido de tirantes, rojo, corto por las rodillas, entallado, con un insinuante escote por delante y por detrás, ya que enseñaba gran parte de su espalda.
Llevaba los mismos zapatos rojos que esa mañana y un bolso rojo de noche que hacía juego con ellos.
Se había vestido para seducir, pero creyó que él se resistiría un poco más ante los avances de una desconocida. Quitó una vez más la mano que por debajo de la mesa acariciaba su muslo hacia lugares más prohibidos mientras intentaba sonsacarle información.
—¿Y no estás esperando a nadie especial? —preguntó Paula
—Sólo a ti, rubita —contestó él atrevidamente.
—Entonces, ¿en estos momentos no hay nadie en tu vida ni lo habrá dentro de poco? —quiso saber Paula, molesta.
—Bueno, para serte sincero hay una chica con la que me voy a casar, pero primero tengo que convencerla de que soy perfecto para ella.
—¿Ah sí? ¿Y cómo lo harás? —indagó algo enojada.
—No te preocupes, ella no puede resistirse a mis encantos —se vanaglorió Pedro sonriendo a Doña Perfecta.
—¿Y cómo es esa mujer con la que piensas casarte?
—¿Ella? Testaruda, quisquillosa, en ocasiones algo despiadada, no sabe cocinar, constantemente pierde los zapatos porque acaba tirándomelos a la cabeza…
—¡Vaya, qué virtudes! —ironizó Paula interrumpiéndolo,
mordiéndose la lengua para no insultarlo.
—Sí, ¿a que es perfecta? —exclamó Pedro, poniendo una vez más su mano sobre su muslo.
Paula, ya desquiciada, apartó bruscamente su mano y se dirigió hacia los lavabos de señoras.
—Idiota descerebrado, batracio apestoso, sapo y mil veces sapo… — insultó al espejo sabiéndose sola.
Cuando oyó abrirse la puerta, intentó mantener la compostura simulando retocar su maquillaje, hasta que unas fuertes y masculinas manos le rodearon la cintura y la pegaron contra un musculoso cuerpo.
Miró al espejo donde su atacante le devolvía la mirada risueño mientras besaba lentamente su cuello. Paula vio a Pedro confusa y excitada, su cuerpo se recostó contra el de él, languideciendo ante sus caricias, que habían pasado de rozar su cintura por encima del vestido a agarrar uno de sus pechos con una de sus hábiles manos, torturando con sus dedos el enhiesto pezón. Paula gimió estimulada por sus manos.
—Mi mujer perfecta también es apasionada —besó su cuello—, hermosa como ninguna otra —lo lamió—, una gran artista —la mordisqueó suavemente—, y es la única mujer en la que puedo pensar día y noche.
Una de sus manos se dirigió hacia su entrepierna y alzó su vestido introduciéndose en su braguitas de encaje.
—¿Y por qué no estás con ella? —se estremeció Paula confusa intentando resistirse a él.
—Lo estoy... —comentó adentrando uno de sus dedos en su húmedo interior—. Paula… —sacó el dedo y lo introdujo de nuevo, lentamente, acariciando en el proceso su clítoris, haciéndola gemir—. Cuando te pongas esos zapatos… —introdujo otro dedo dejando que ella moviera sus caderas desesperadamente contra su mano, mientras sacaba uno de sus pechos del confinamiento de su vestido y lo pellizcaba produciendo a la vez dolor y placer— ... recuerda quién te los regaló.
Paula no pudo más y se convulsionó contra su mano llegando al orgasmo mientras gritaba de placer. Su cuerpo extenuado y tembloroso se apoyó en él mientras su cerebro desconectado intentaba recordar las palabras de Pedro.
Cuando juntó todas las piezas del rompecabezas, se apartó furiosa de él y lo encaró llena de ira.
—¡Lo sabías! ¡Desde un principio sabías que era yo y no me dijiste nada!
—Quería averiguar lo que traías entre manos. ¿Qué pasa, Paula? ¿No te gusta que jueguen contigo, pero tú sí puedes jugar conmigo? — preguntó Pedro molesto con su manera de actuar.
—Sólo quería saber si aún te acordabas de mí —respondió Paula confusa.
—¿Seduciéndome con otro nombre?, ¿haciéndote pasar por otra?
—No..., no quería llegar tan lejos —comentó arrepentida.
—¿Eso es lo que has aprendido en Nueva York, a tirarte a
desconocidos en los lavabos de los restaurantes? —Pedro se dejó llevar por su furia y en el mismo instante que estas palabras salieron de su boca supo que eran un error—. Lo siento, Pau…
Paula no aceptó sus disculpas y cruzó su cara de una bofetada.
—¡No soy tu novia, Pedro Alfonso! ¡No soy tu amante para que me exijas nada, y a partir de ahora no soy siquiera tu amiga! Para tu información, he tenido la oportunidad de tirarme a muchos hombres, pero estaba trabajando duro y no mezclo el placer con los negocios. Querías cuatro años para demostrarme algo y lo has hecho: ¡eres el último hombre del mundo con el que me casaría! Te ha sobrado tiempo para demostrarme lo imperfecto que eres.
Paula salió del baño con restos de lágrimas en los ojos, sin correr, sin descontrolarse, con un perfecto y rápido paso que marcaba la salida de una diosa.
Pedro corrió detrás de ella dispuesto a ponerse de rodillas para obtener su perdón, pero el destino fue más rápido que él y Pedro observó desde lejos y sin poder hacer nada como a Paula se le caía el bolso al suelo cerca de unos caros zapatos de hombre y un elegante traje negro de Armani. El hombre se agachó junto a ella y educadamente la ayudó a recoger sus cosas mientras le tendía uno de sus inmaculados pañuelos blancos para que enjugase sus lágrimas; ella sonrió ante una broma del engalanado hombre de negro y, cuando se incorporaron, como Pedro temía, Don Perfecto la acompañaba fuera del local con suma elegancia.
Había visto el magnífico encuentro desde fuera como un simple espectador de una pésima película romántica, y esa historia no le gustaba nada, ya que él era el malo.
Destrozado por la idiotez de sus actos, llamó a sus amigos para que lo ayudaran a arrastrarse para obtener el perdón de su hermana.
—A Paula nunca debes hacerla enfadar —señaló Daniel.
—Porque Paula nunca perdona —añadió Jose.
Sus amigos eliminaron así las últimas esperanzas que tenía su estúpido corazón de no haberla perdido para siempre.
Todos los hombres en el bar de Zoe volvieron sus ojos hacia la puerta cuando una despampanante rubia de pelo corto liso y ojos azules entró por ella.
Sus caderas se bamboleaban sobre unos tacones rojos de infarto. Su falda de tubo podría parecer sobria si no fuera porque se pegaba a todo su cuerpo como un guante, torneando su hermoso trasero. La elegante blusa roja se adhería a su cintura, moldeando sus pechos y mostrando a través de su escote el bordado negro de una selecta ropa interior. Una chaqueta negra que completaba su atuendo colgaba del hombro despreocupadamente mientras caminaba con decisión hacia una de las sillas vacías que se hallaban junto a Pedro Alfonso.
—¿Estás solo? — le susurró al oído inclinándose hacia él y
mostrándole su ropa interior.
—Sí, estoy solo, ¿quieres una copa? —preguntó el Salvaje
devorándola con la mirada.
—Pues ahora que lo dices, estoy sedienta. ¡Hola, me llamo Amanda! —dijo alegremente tendiéndole la mano.
Él cogió con delicadeza su mano y se la llevó a sus labios, besándola con ternura; luego le dio la vuelta despacio y besó su muñeca, seduciéndola con sus labios. Cuando por fin la dejó escapar, se presentó con un tono seductor que la hizo temblar.
—Me llamo Pedro Alfonso, ¿qué hace una chica como tú por aquí?
—Agobiada por la gran ciudad, he venido a este recóndito pueblecito, pero me aburro con facilidad, ¿me puedes decir qué puedo hacer para divertirme? —preguntó mientras sus finos dedos acariciaban provocativamente su muslo, acercándose cada vez más a su miembro.
—Si quieres podemos quedar esta noche para cenar en un buen restaurante, luego te puedo enseñar lo que tú quieras. —Él movió su femenina mano lentamente hasta depositarla sobre su erección y mostrarle lo que en verdad quería enseñarle.
—Vale, de acuerdo —dijo Paula tragando saliva e intentando retirar su mano—. Pero quedamos aquí y luego me guías hasta el restaurante.
Al final Pedro dejó su mano libre; ella se puso en pie decidida a marcharse, pero él se bajó del taburete, la cogió bruscamente y la pegó a su firme cuerpo mientras le susurraba al oído:
—A las siete y media aquí, no lo olvides rubita.
Después de besar su cuello la dejó ir temblorosa hacia la salida y, cuando por fin estuvo fuera del alcance de su vista, sonrió satisfecho hacia sus amigos, que se dirigían furiosos hacia él.
—¿Se puede saber quién era ésa? —gritó furioso Jose.
—¡Sí! ¡Dices que te mueres por Paula y, a la primera tía buena que se te pone por delante, la olvidas! —recriminó Daniel.
—¡Si piensas que te vamos a ayudar a conquistar a nuestra hermana cuando ya estás pingoneando por ahí, estás loco! —continúo Jose
—¿Habéis acabado ya con vuestro sermón? —preguntó Pedro hastiado.
—¡No! —contestaron los dos hermanos furiosos, y antes de que los Alfonso se aliaran para pegarle un tiro, Pedro los interrumpió.
—Lo mejor que podemos hacer es dejarlo en manos de papá y su escopeta, seguro que él…
—Chicos, chicos, ésa era vuestra hermana —aclaró Pedro dejándolos con la boca abierta.
—¡Eso no puede ser! —exclamó Jose.
—¡Ni siquiera nos ha saludado! —se quejó Daniel.
—Se ha hecho pasar por otra chica; no sé por qué pensó que yo no la reconocería —comentó Pedro.
—Tal vez porque está muy cambiada —señaló Jose.
—Reconocería a tu hermana aunque se vistiera con un saco de patatas y se rapara al cero. Además, los zapatos que llevaba se los regalé yo — sonrió lobunamente al recordar el día en el que la obsequió con ese presente.
—Sigo sin pensar que esa chica pueda ser Paula, está demasiado bien para ser ella —comentó Daniel enfadado.
—Pues ve a casa de tus padres y, si la misma rubia que estaba insinuándose a mí no está abrazando a tus padres, te regalo todas las reformas de tu desastroso apartamento.
—¿Y las de la clínica? —añadió Jose.
—También las de la clínica —concedió Pedro antes de que sus amigos corrieran hacia la salida dándose empujones para ver quién llegaba antes a casa de sus padres.
Él por su parte siguió deleitándose con su fría cerveza, intentando descubrir a qué quería jugar Paula con él haciéndose pasar por otra; fuera lo que fuese, pensaba divertirse con ella mientras lo averiguaba.
Sus lujuriosos pensamientos fueron interrumpidos cuando recibió una llamada de sus amigos pidiéndole perdón y confirmando lo que él ya sabía; rió ante las absurdas quejas de ambos por haberse quedarse sin su premio, y prometió hacer las reformas gratis si lo ayudaban a distraer a Don Perfecto para que no se encontrara con Paula.
Tras colgar sin más ante las absurdas peticiones de reformas de sus amigos, Zoe, curiosa, le preguntó:
—Pedro, ¿quién era esa chica, la rubia del traje negro? Su cara me suena.
— No me extraña, Zoe, esa rubia era Paula Chaves, mi querida Doña Perfecta —confirmó Pedro pidiéndole otra cerveza.
—Ésta corre por cuenta de la casa; después de todo, hoy paga Jeff — respondió Zoe alegremente alejándose hacia la cocina.