domingo, 20 de agosto de 2017
CAPITULO 46
Pedro abrió los ojos en medio de un infernal dolor de cabeza. Era como si un elefante le hubiera pateado los sesos. Los primeros rayos de sol lo hicieron gemir; se incorporó con lentitud para comprobar finalmente que no estaba en su cama, y que un bonito cuerpo desnudo descansaba junto al suyo. Al intentar recordar lo ocurrido aquella noche le sobrevino una fuerte punzada de dolor, pero las pocas imágenes que acudieron a su memoria le hicieron sonreír satisfecho.
Su Paula se había rendido nuevamente entre sus brazos y los dos habían disfrutado de una magnífica noche de sexo desenfrenado.
Él acarició despacio el hermoso rostro de su amada, apartando sus ahora lisos mechones de pelo y, emocionado, apartó con delicadeza la sábana que cubría su desnudez para deleitarse con su belleza: sus senos habían crecido un poco, haciéndolos perfectos para abarcarlos con sus rudas manos, y su trasero era firme y perfecto para acoger su miembro entre sus duras nalgas. Las curvas de su cuerpo se habían moldeado, dándole un toque entre mujer adulta y sexy gatita que lo hacía volverse loco. Sus piernas seguían siendo largas y torneadas a pesar de que ella fuera más pequeña que él. Su rostro era, sin duda, de inigualable belleza, con sus suaves cabellos rubios y sus preciosos e intensos ojos azules que le hacían pensar en el majestuoso color del cielo después de una tormenta.
Sus rasgos constituían una mezcla entre la princesa perfecta y un duendecillo malvado. Eso era lo que más le gustaba de ella: su capacidad de pasar en unos segundos de ser Doña Perfecta a un travieso diablillo que intentaba parecer inocente.
Una fresca brisa penetró por la ventana y ella se acurrucó más, en busca de calor, mientras mascullaba entre sueños.
—Idiota descerebrado.
—Seguro que se refería a mí —suspiró Pedro resignado mientras cubría otra vez su desnudo cuerpo con la sábana.
Al parecer, lo ocurrido la noche anterior no había aclarado mucho las cosas entre ellos dos, pero él había sacado una cosa en claro: Paula no amaba a Don Perfecto, porque, de lo contrario, no hubiera pasado la noche entre sus brazos gritando constantemente su nombre.
Sonrió decidido besando sus labios, para desearle los buenos días.
Tras arrancar un suspiro de su boca, Paula se despertó algo
desorientada, y Pedro supo el momento preciso en el que rememoraba lo ocurrido, porque fue entonces cuando lo miró furiosa, echándole toda la culpa y apartándose de él mientras enrollaba la sábana en su cuerpo como si de una toga se tratase.
—¡Vete de aquí, Pedro!— vociferó Paula, histérica.
—Pero preciosa, tenemos que hablar —repuso Pedro sentándose en el lecho sin molestarse en vestirse—. Sé que cuando llegaste al principio del verano me comporté como un idiota, pero estaba celoso y… No tengo perdón, pero quiero que me perdones y que empecemos de nuevo.
—¡Tú y yo no tenemos nada, Pedro Alfonso, y nuestro trato se rompió en el preciso instante en el que planeaste cómo echar a Jorge del pueblo! Me prometiste que no lo harías, que me dejarías en paz ¡y me has mentido!
—¡Joder Paula, me he controlado! Ni siquiera le he tocado un pelo a ese señoritingo al que tengo ganas de asesinar. ¡Pero no me pidas que renuncie a ti porque eso no puedo hacerlo! Te quiero Paula y nunca dejaré de luchar por estar contigo.
—¡Me prometiste dejarme en paz cuando lo encontrara! —insistió Paula—. Cuando tú estás cerca no me dejas pensar, no puedo aclarar mis ideas y todo se confunde en mi mente —explicó entre lágrimas descontroladas.
Pedro la abrazó fuertemente contra su pecho consolándola y limpiando con dulzura su rostro con el dorso de la sábana.
—Si no estás segura de que él sea tu príncipe perfecto, no te puedes casar con él aunque te lo haya pedido. Sobre todo después de que lo hayamos hecho sin protección, podrías estar embarazada de mí.
Paula lo apartó de su lado llena de rabia y lo encaró.
—¿Cómo sabías tú que Jorge me pidió ayer la mano en matrimonio?
—Porque te estaba espiando, como en todas las citas que has tenido con ese estúpido niño mimado —confesó sin arrepentimiento alguno al ser descubierto.
—¿Con qué intención viniste ayer a mi cuarto? ¿Querías relatarme una estúpida lista o querías acostarte conmigo para dejarme embarazada sin darme opción alguna a elegir?
—No lo sé Paula, estaba borracho y hablé de muchas cosas con tus hermanos…
—¿Con qué intención? —exigió Paula, trastornada.
—¡Joder, Paula! No te voy a mentir diciéndote que no se me pasó por la cabeza dejarte embarazada, pero si lo hice te juro que fue inconscientemente y…
—¡Fuera! —chilló tirándole la ropa—. ¡Vete antes de que coja la escopeta de mi padre y te pegue un tiro, que es lo que debí hacer ayer cuando entraste en mi habitación! —señaló finalmente indicándole la ventana como única vía de escape para su retirada.
Pedro se vistió rápidamente antes de abrir la ventana y volverse con la determinación marcada en el rostro.
—Paula, esto no va a quedar así —declaró Pedro sin perderla de vista mientras se marchaba y ella cerraba con pestillo su ventana, recordándole con ello que nunca había sido invitado a su cama
CAPITULO 45
A las tres de la madrugada, un hombre totalmente ebrio gritó bajo la ventana de su amada dispuesto a llamar su atención.
Al ver que ésta no mostraba señal alguna de interesarse por sus tonterías de borracho, trepó torpemente por el árbol cercano a su ventana dispuesto a hacerse escuchar.
Se coló en la habitación de Paula tan sigilosamente como un elefante en una cacharrería, y cayó al suelo al tropezar con una silla, desplomándose sin saber cómo volver a ponerse en pie. Una mujer furiosa encendió la luz de su habitación y, mirándolo irritada, le increpó:
—¿Se puede saber qué haces aquí, Pedro Alfonso?
Pedro se dispuso a pedir perdón cuando recordó por qué motivo estaba allí. Decidido, se puso torpemente en pie y, cuando el suelo dejó de moverse, se dirigió hacia ella sacando la lista del bolsillo de sus pantalones y comenzó a recitar cada uno de sus puntos.
—Quiero que sepas que yo también he hecho una lista sobre mi mujer perfecta.
—¿Y no podías esperar a mañana para comentármela? —inquirió molesta, sentándose en la cama a la espera de que Pedro comenzara con sus desvaríos.
—No, por una vez te vas a sentar y me vas a escuchar —ordenó Pedro con firmeza.
—Pedro, ya estoy sentada.
—Mejor, pero no te muevas tanto que me distraes —añadió Pedro tambaleándose, mientras exponía su primer punto—. Uno. Que tenga muchas tetas (por lo menos dos) —comentó entre risas.
—Por ahora tu mujer ideal se parece más a una vaca que a una persona —ironizó Paula—, como el siguiente punto sea que tenga cuernos y rabo, comenzaré a pensar que tienes un tremendo problema.
—¡Calla y escúchame con atención! Dos. Que tenga un buen culo para poder apoyar la cerveza.
—Estoy confusa, ¿quieres una mujer o un aparador con tetas?
—Tres. Que hable poco, tan sólo lo necesario (para decir «sí» a todo lo que yo diga).
—Decididamente Pedro, lo que me estás describiendo es una muñeca inflable, seguro que ella no te negaría nada, aunque tampoco podría mantener una conversación contigo.
—Cuatro. Que no me interrumpa con sus cotorreos cuando esté viendo los deportes.
—Sí, la muñeca hinchable es tu mejor opción hasta ahora —concluyó Paula, quien, irritada por la falta de sueño, añadió—: te regalo una por tu cumpleaños si me dejas dormir de una maldita vez, Pedro.
—Cinco. Que nunca me diga «ya te lo dije». Ésta es la última y más importante de todas —finalizó Pedro orgulloso mientras le tendía la lista a Paula.
—¿Y se puede saber por qué estúpida razón has subido hasta mi cuarto a estas horas de la noche para relatarme una lista de lo más majadera?
—Para demostrarte que yo también podía hacer una lista y que tú tampoco eres perfecta. ¿O es que acaso cumples con alguno de estos puntos?
—No, ni quiero hacerlo, porque hay algunos hombres a los que les gusto tal y como soy —señaló acercándose a él mientras lo golpeaba en el pecho con el arrugado trozo de papel que le había dado.
—Pero yo nunca te pediría que fueras así —intervino Pedro—, porque tú me gustas con tus defectos y virtudes, sin ellos no serías tú. Pero tú…, tú buscas una perfección que no existe.
—¡Sí existe! He encontrado un hombre que cumple cada uno de mis requisitos y me voy a casar con él —sentenció Paula empujando su musculoso pecho intentando apartarlo de su lado.
—No, no cumple todos tus requisitos —declaró abrazándola fuertemente para evitar que se alejara mientras la miraba codiciando sus besos.
—¿A qué te refieres?—suspiró Paula, con su boca no muy lejos de sus labios.
—A que sus besos nunca serán especiales y tampoco será el mejor amante del mundo para ti —alegó avasallándola con sus labios, devorando su boca con ardor y haciéndola responder a su lengua que buscaba hambriento su sabor.
Ella gimió, atrayéndolo, agarrándolo del cuello a la vez que él la izaba contra su cuerpo. Paula se agarró con las piernas a su cintura y comenzó a restregarse contra su erección.
Mientras caminaba, Pedro decidió ir hacia la cama, eliminando el estorbo de su ridículo pijama por el camino.
La camisa de rayas voló por los aires, y cuando al fin la depositó en su lecho, le arrancó bruscamente los minúsculos pantalones, arrastrando con ellos sus escuetas braguitas.
Pedro devoró con sus ojos el hermoso cuerpo de Paula permaneciendo vestido mientras decidía cómo torturarla como castigo a su larga espera.
Comenzó besando sus pechos, metiéndolos en su boca, lamiendo y succionando sus pezones, para luego mordisquearlos produciéndole pequeñas punzadas de dolor que no tardaron en convertirse en un placer sublime. Ella se retorcía arqueando su espalda, ofreciéndose a él.
Pedro alzó su cuerpo para deleitarse aún más con sus jugosos senos.
Sus manos acariciaron lentamente los femeninos muslos haciendo que los separase para poder acceder a su húmedo interior. Introdujo uno de sus dedos, arrancando de su cuerpo gritos de placer.
Añadió un dedo más, y acarició con su pulgar el clítoris haciéndola convulsionarse desesperada contra su mano en busca de un placer que no terminaba de culminar.
La juguetona lengua de Pedro se deslizó despacio por su cuerpo dejando tras de sí sus enrojecidos y erguidos pezones; lamió y besó su cintura, descendió hacia su delicado ombligo y continuó besándola más allá de éste.
Pedro arrastró el cuerpo de Paula hasta el filo de la cama y él se puso de rodillas ante su sexo húmedo y dispuesto.
Besó sus húmedos rizos rubios y alzó sus piernas sobre sus hombros. Su lengua no tardó en iniciar una tortura llena de pasión, haciéndola gritar su nombre una y otra vez; sus lametones eran lentos y largos, recorriendo todo su interior, haciéndola estremecerse y contonear sus caderas buscándolo.
Cuando ella intentaba moverse más rápido contra su boca, él la obligaba a detenerse, llenando de frustración su cuerpo necesitado. Tras lo que a Paula le parecieron horas de tormento en las que gimió, protestó y se quejó porque se le negara el orgasmo, Pedro sonrió satisfecho contra su feminidad y hundió lentamente la lengua acariciando su clítoris, a la vez que sus dedos volvían a penetrarla profundamente con movimientos rápidos y certeros que la hicieron gritar su nombre al convulsionarse ante su lengua y contraerse contra sus dedos, llegando al fin al orgasmo tan ansiado.
Saciada e irritada por los juegos de su ávida boca, Paula permaneció tumbada en la cama, en la misma postura, sin mover un solo músculo.
Pedro se apresuró a incorporarse y a deshacerse con celeridad de su ropa.
—¿Qué haces? —preguntó un poco aturdida aún por su orgasmo.
—Según tú, cometer un error —susurró Pedro mientras se situaba sobre su cuerpo colocando las largas y perfectas piernas sobre sus hombros y la penetraba fuertemente de una sola embestida llegando a lo más profundo de su ser, haciéndola chillar.
—Pero para mí esto es el paraíso —expresó entrecortadamente, moviéndose cada vez con más fuerza y más rapidez en su interior. Pedro acarició de nuevo su clítoris con una de sus manos, volviéndola a excitar y humedeciendo más su interior, provocando que sus estocadas pudieran ser más placenteras.
Cuando su cuerpo no pudo más, se contrajo sobre el duro miembro de Pedro, y Paula gritó llegando a su segundo orgasmo mientras arrugaba fuertemente entre sus manos las blancas sábanas de su cama. Él aumentó el ritmo cogiéndola con fuerza de las caderas, arremetiendo con violencia en su húmedo interior, llegando a la culminación del placer y derramándose en ella.
Pedro se desmayó exhausto encima de Paula a la vez que ésta intentaba ordenar sus confusos pensamientos.
—Pedro estoy confundida…, puede que tú no seas tan imperfecto para mí después de todo —dijo Paula mientras acariciaba la fuerte espalda de Pedro, que permanecía sobre ella llenando todavía su lánguido cuerpo con su miembro.
—Puede que tenga que replantearme la lista, ¿por qué nunca puedo resistirme a ti? —murmuró aturdida.
La repuesta de Pedro fue un sonoro ronquido cerca de su oído que por poco la deja sorda.
—¡No! ¡No te puedes haber quedado dormido después de lo que hemos compartido!—protestó furiosa mientras forcejeaba para quitárselo de encima.
Cuando por fin pudo apartarlo de sí, comprobó airada el poderoso y fuerte cuerpo desnudo que tenía junto a ella. Sus músculos eran perfectos, parecía que aún continuaba ejercitándose a pesar de no seguir jugando al fútbol, ya que sus piernas seguían siendo firmes, sus poderosos brazos tenían una buena musculatura y su abdomen estaba marcado por el ejercicio diario.
A pesar de que su rostro mostraba algún que otro duro rasgo de deportista, seguía siendo el hombre más atrayente de todos, con sus ojos castaños color miel y sus largos cabellos negros.
Dirigió una lenta mirada hacia su miembro, que pese a permanecer en reposo seguía teniendo un buen tamaño, y fue entonces cuando se encolerizó, ya que se dio cuenta de que no habían utilizado precaución alguna y ella no tomaba la píldora anticonceptiva.
¿Lo habría hecho adrede para no dejarle opción alguna, para que tuviera que elegirlo a él de entre todos los demás, para obligarla a casarse con él?
Acalorada por el momento de ira, Paula intentó despertarlo varias veces para exigirle explicaciones, pero era una masa de músculos inamovible que roncaba como un camionero.
Cansada por todo lo ocurrido esa noche, le dio la espalda al varonil cuerpo de Pedro que ocupaba prácticamente toda la cama y se tapó con la sábana, declarando indignada:
—No puedo resistirme a ti, pero lo intentaré.
CAPITULO 44
El restaurante era el más caro y romántico del pueblo, sumamente elegante, con sus pequeñas e íntimas mesas apartadas del mundo iluminadas por unas velas aromáticas con olores a esencias, y una orquesta de música clásica en directo.
Jorge me había cogido por sorpresa ese día diciéndome que tenía preparado algo especial para mí. Como recordatorio de la noche en que nos conocimos, llevaba el mismo vestido, aunque me había comprado otros zapatos. Ya no quería nada que proviniera de Pedro Alfonso. Mi vecino había sido y seguiría siendo por siempre jamás un salvaje, le había devuelto cada uno de sus malogrados intentos de hacer las paces y no atendía a sus estúpidas súplicas de perdón.
¿Es que no se daba cuenta de que él no era mi hombre perfecto, que al fin había encontrado a alguien con quien ser feliz? Un hombre que cumplía todas y cada una de mis expectativas. ¿Por qué simplemente no se rendía y me dejaba en paz?
Yo por mi parte lo estaba intentando; apenas recordaba su molesta presencia excepto por las noches cuando, dormida y sin poder evitarlo, rememoraba los momentos que había pasado entre sus brazos. A la mañana siguiente me despertaba y me prometía a mí misma no volver a pensar en él, borrarlo para siempre de mi mente, pensar sólo en Jorge, sustituir la presencia de Pedro por la de jorge en mis sueños.
Pero, aunque mis sueños comenzaran con el príncipe azul, siempre terminaban con el hombre imperfecto. Mi mente estaba algo confusa, pero también decidida a tener al mejor y ése sin duda alguna no era Pedro Alfonso.
Él tenía tantos defectos como puntos había en mi lista o más…
—¿Qué te ocurre, Paula? Esta noche estás algo distraída — intervino Jorge interrumpiendo mis pensamientos.
—Perdóname, jorge, estaba algo abstraída recordando alguno de mis problemas.
—Pero esta noche es una velada especial para nosotros, así que no se te permite estar triste —me riñó suavemente alzando mi rostro entre sus manos mientras me hacía responder a una de sus hermosas sonrisas.
—¿Y cuál es la sorpresa que me tienes preparada? —pregunté, muerta de curiosidad.
—¡Ah! Eso lo sabrás al final de la noche, mientras tanto disfruta de la comida. Aquí es exquisita. —Señaló al camarero que me tendiera la carta y yo observé extasiada las delicias que se describían en ella, preguntándome cuán elevado serían los precios para que no los hubieran indicado junto a los platos.
Él eligió un sublime vino tinto, luego despidió al camarero con un elegante gesto de su mano y me recomendó pedir un solomillo a la pimienta con verduras escaldadas. Yo estuve de acuerdo, y él, con una sola mirada, hizo que el camarero atendiera a sus demandas con celeridad y eficacia.
Mientras llegaba la comida charlamos sobre su trabajo, que era realmente aburrido, pero él lo hacía ameno contándome anécdotas de clientes y compañeros de lo más divertidas.
Yo por mi parte le hablé de mi estancia en la galería de arte, de lo mucho que había aprendido y de todo lo que me quedaba por saber. Le recomendé algunas obras de arte y él me aconsejó alguna que otra inversión. La comida pasó rápidamente entre risas y coqueteos.
Cuando llegamos a los postres, Jorge pidió una botella de champán para los dos. Me pregunté si querría emborracharme para llevarme a la cama, pero yo sabía que él era un perfecto caballero y nunca haría eso. Así que lo miré sorprendida con la copa de champán en la mano mientras él se levantaba y caía ante mí, de rodillas. Con la hermosa melodía de un violinista que se acercaba a nosotros como fondo, extrajo una pequeña caja que me ofreció como el más preciado de los presentes.
La abrí emocionada, encontrando en ella el anillo más hermoso que había visto jamás, un enorme diamante relucía deslumbrándome, a la vez que Jorge me preguntaba:
—Paula Chaves, sé que llevamos juntos poco tiempo pero nada más verte supe que eras para mí la pareja perfecta. ¿Quieres hacerme el hombre más feliz del mundo aceptando ser mi esposa?
Por unos instantes me quedé muda y confusa con todo lo que ocurría a mi alrededor; luego recordé que eso era lo que siempre había soñado.
—¡Sí! —grité alegremente mientras me arrojaba a sus brazos y besaba sus labios, que a pesar de ser perfectos no me hacían estremecer
****
—¡Joder, no me lo puedo creer! —exclamó Daniel haciendo revolverse inquieto a Pedro en su asiento, con ganas de darse la vuelta y ver lo que estaba ocurriendo con sus propios ojos, ya que, a pesar de estar en un mesa cercana, sus dos amigos lo habían obligado a ponerse de espaldas a ellos por si Paula lo reconocía y acababa reprendiéndoles.
—¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Qué ha hecho? —preguntó Pedro nervioso.
—Ha pedido uno de los vinos más caros de este lugar, ¿por qué no nos invitas a uno de esos? —se quejó Daniel a su amigo.
—Porque vosotros no sois mi tipo —alegó Pedro enfadado—. ¿Qué más hacen?
—Están conversando y ella se ríe mucho —relató Jose, atento.
—¡Yo sé leer los labios! —indicó Daniel emocionado.
—¿Y qué dicen? —pidió Pedro a su amigo.
—En estos momentos él le pregunta si le agrada el vino, Paula contesta que está delicioso y que nunca ha probado nada igual. Entonces él se ríe diciéndole que se puede gastar todo el dinero que pueda y más, y que nunca será tan tacaño como Pedro Alfonso, que no es capaz de invitar a sus amigos a una copita.
—¡Alégrate de que no te dejara encerrado en el coche con las ventanillas medio bajadas! —señaló Pedro, furioso—. Jose, ¿puedes oír lo que dicen?
—Sí, espérate que conecto mis poderes arácnidos y saco mi superoído —ironizó Jose.
—Tal vez si me acercara... —comentó Pedro intentando incorporarse.
—¡Ah no, eso sí que no!—exclamaron ambos hermanos volviéndolo a sentar.— Como Paula descubra que estás aquí, nos matará lentamente… —explicó Jose.
—Y luego enterrará nuestros cuerpos en el jardín —continuó Daniel.
Un camarero bastante pedante se acercó a su mesa, los miró de arriba abajo observando que sus atuendos, a pesar de ser de etiqueta, no eran tan caros y elegantes como los de los clientes a los que estaba habituado ese establecimiento. A pesar de ello, se acercó con educación y se dirigió a ellos:
—Buenas noches caballeros, disponemos de una espléndida carta de vinos, y nuestra especialidad de esta noche es el filet mignon acompañado de setas rústicas adornado con un toque de esencia de perejil fresco.
—¡Joder, qué rico! ¡Yo quiero uno de esos! —exclamó un
emocionado Daniel.
—Yo otro, por favor —confirmó Jose dispuesto a sacarle el dinero a su amigo.
—¿Y usted, señor? —preguntó el camarero a Pedro, que no dejaba de mirar a sus amigos con reproche.
—Yo sólo quiero un whiski, se me ha quitado el apetito, y para ellos, dos vasos de agua —comentó antes de que eligieran un vino selecto que dejara su cartera vacía.
El camarero se marchó extrañado por el comportamiento de los clientes de esa mesa y no tardó mucho en traer la copa de Pedro y las botellas de agua para acompañar la comida. Según el cocinero, era un sacrilegio no beber un buen vino mientras se deleitaban con el sabor de sus platos; el camarero estuvo a punto de comentarles este hecho a sus clientes, pero, tras ver el rostro irascible de uno de ellos, desistió de hacer comentario alguno.
—¿Qué narices está pasando ahora? —gruñó Pedro, enfurecido, a sus amigos, que en esos momentos habían parado de espiar a su hermana y se deleitaban con el sabor de su cara cena.
—Creo que se está poniendo de rodillas… —masticó Daniel con la boca abierta.
—Y un violinista está tocando para ellos —relató Jose pacientemente.
—¡Joder tío, lo llevas crudo! —sentenció Daniel a la vez que terminaba su plato.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —instigó a su amigo Jose, quien guardó silencio.
—Acaba de ofrecerle el pedrolo más grande que he visto en mi vida; si ella no se casa con él, me lo pido yo —respondió Daniel.
—Tú no eres tan guapo como Paula —intentó bromear Jose.
—¿Y ella qué dice? ¿Qué le ha contestado? ¿Qué hace? —solicitó Pedro a sus amigos, lleno de impotencia.
—Lo siento Pedro —consoló Jose a su amigo—. Ella ha respondido que sí.
Pedro, repleto de ira y resentimiento hacia el hombre que le había arrebatado a su único amor, clavó el cuchillo con el que había estado jugando todo el tiempo en el panecillo más cercano, imaginándose que éste era el cuello de míster perfecto. Dejó allí el cuchillo mientras sacaba de sus pantalones la sencilla alianza de oro que tenía grabado sus nombres; los leyó una y otra vez, y la agarró fuertemente en su puño. Después, simplemente la devolvió a su bolsillo.
El camarero se acercó a la mesa una vez más, impaciente por deshacerse de esos clientes nada habituales. Se asustó al ver el amenazante cuchillo clavado en el pan y preguntó, algo atemorizado, pero insolente:
—¿Desea el señor que le traiga otro panecillo para apuñalar?
—No gracias, tráigame la cuenta —pidió Pedro tendiéndole una tarjeta de oro que sólo los clientes VIP llegaban a conseguir—. Y dígale a Marcelo que el viernes próximo vendré a traerle esos muebles especiales que me pidió para el bar.
El camarero entregó el mensaje y fue seriamente reprendido por el dueño por intentar cobrarle al hombre que había convertido ese restaurante poco antes ruinoso en el lujoso y elegante establecimiento que era en ese momento.
Pedro fue invitado por el propietario a la zona del bar, donde se le ofreció barra libre para él y sus amigos; Marcelo no tuvo que insistir demasiado para que aceptara: en esos instantes lo que más necesitaba era una copa.
Dos horas después, lo que menos necesitaban los tres amigos era probar una gota más de alcohol.
—He estado a esto —dijo Pedro señalado entre sus dedos un espacio muy pequeño— de conseguir casarme con tu hermana.
—No me lo creo, esa lista parecía imposible —balbuceó Jose dando otro trago a su copa.
—Ya tenía logrados cuatro puntos, casi seis si le hacía admitir que soy bueno en la cama, y de repente aparece Don Perfecto salido de la nada y, ¡pum!, todo se va a la mierda —gesticuló un tambaleante Pedro.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —intervino Daniel cogiendo una servilleta de papel.
—No voy a permitir que ese estúpido niño mimado se quede con ella, yo sé que la puedo hacer mucho más feliz de lo que podrá hacerla él con todos sus espléndidos encantos. Así que no voy a tirar la toalla —decidió Pedro poniéndose en pie y acabando su copa de un trago.
—¡No quiero que abandones, he apostado por ti! Lo que tienes que hacer es una lista con las cualidades de tu chica perfecta y restregársela por las narices para que esté igual de jodida que tú por su culpa —aconsejó Daniel.
—¿Qué es eso de que has apostado por mí? —preguntó Pedro tremendamente confuso.
—En el bar de Zoe hay una pizarra donde se admiten apuestas sobre quién se casará con Paula, y tío, ¡casi nadie apuesta por ti! Y eso que todo el pueblo participa —confesó Daniel tambaleándose en la silla.
—¡Dame, yo empiezo con la lista! —gritó Jose mientras le arrancaba la servilleta a su hermano y sacaba un bolígrafo de su chaqueta—. La mujer perfecta —recitó mientras escribía torcido—. A ver, primero: tiene que ser lista —apuntó.
—¡Qué dices! —exclamó Daniel arrebatándole el papel y tachando el primer punto—. Lo de ser lista está sobrevalorado. Lo que ha de tener son unas buenas tetas —decretó Daniel.
—Pero mi mujer perfecta ya sé como es: mi mujer perfecta es Paula. Es lista, guapa, una gran artista, cabezota, apasionada… — dictaminó el enamorado Pedro.
—¡Calla, calla! No sabéis hacer la lista, sois un par de nenazas — señaló Daniel a su amigo Pedro y a su hermano Jose—. Tiene que tener muchas tetas —escribió Daniel.
—Sí, ¡por lo menos dos! —especificó Jose riéndose a carcajadas.
—¡Tíos, estáis borrachos! —informó Pedro.
—¡Sí! ¡Como una puta cuba, pero esta lista la terminamos! — pronunció Daniel decidido.
Y la lista de la mujer perfecta de Pedro se realizó en un bar a las dos de la madrugada por tres amigos borrachos que apenas podían escribir.
Cuando la lista estuvo acabada, los Chaves mandaron a Pedro en un taxi a casa de sus padres para que le recitara a su hermana cada uno de los puntos que ella nunca podría llegar a cumplir, porque no era perfecta.
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