Las lágrimas de Paula se derramaron en silencio manchando el papel de su ridícula lista. Decidida a no estropear más su maquillaje, metió bruscamente la nota en el sobre y descubrió en él la sencilla alianza de oro que Pedro le había puesto en una ocasión. Una vez más leyó la inscripción de sus nombres en su interior y, sin saber por qué, rompió a llorar con desesperación en el que sin duda debía ser el día más feliz de su vida
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Cuando bajó las escaleras hacia la limusina su aspecto era impecable: su vestido permanecía perfecto, sin mácula alguna que alterara su blanco radiante; su maquillaje era simple y realzaba sus rasgos de princesa de cuento de hadas, y sus rizos estaban intachablemente recogidos en un elegante peinado.
Nadie quedaba en la casa familiar para acompañarla, sólo su padre, que la esperaba pacientemente en el porche. Sus hermanos y su madre se habían marchado junto a las damas de honor hacia la iglesia para aguardar su gran entrada.
Juan Chaves se levantó con lágrimas en los ojos, sin poder creer que su hija finalmente se marcharía de su hogar para formar otro con un hombre que sin duda la adoraría y amaría tanto como se merecía. Y, si no, ya se encargaría él de que lo hiciera: por unos años aún permanecería cerca de su amada escopeta, por si ese Don Perfecto no era lo que parecía.
¡Qué bella estaba su Paula! Su perfecta niña que hasta hacía poco acogía felizmente entre sus brazos y fingía con alegría que se casaba en el jardín trasero con su querido peluche Pinki, el cerdito.
Su hija descendió hacia él con ese encantador vestido y se quedó atascada en la puerta, por lo que el señor Chaves, sonriente, corrió en su ayuda sabiendo que, para él, Paula siempre seguiría siendo su pequeña princesita, aunque en esos momentos hablara como un camionero.
—¡Maldito vestido del demonio! ¡Cuando termine este día juro que lo haré pedazos!
—Tranquila, querida, te ayudaré a salir —auxilió el señor Chaves tirando de su hija hacia el exterior de la casa.
Finalmente, tras algún que otro empujón y forcejeo, salió despedida hacia delante. Los rápidos reflejos de su padre impidieron que acabara en el suelo.
Paula se dirigió hacia la limusina con paso sereno, como de reina, y entró en ella no sin un poco de dificultad. Menos mal que la limusina que había contratado Jorge para la ocasión era inmensa. Su padre, sonriente, se sentó junto a ella cuanto le permitió el voluminoso vestido.
—¿Sabes? Hoy he visto a Pedro y me ha dado algo para ti —comentó el señor Chaves a la espera de la reacción de su hija.
—No quiero nada de él —contestó la novia a punto de llorar al recordar sus otros regalos.
—Pero éste siempre lo has deseado, desde niña. ¿Te acuerdas de la vieja casa del lago que le regalé a Pedro?
—Sí, ahora es su hogar.
—No —negó el señor Chaves—, te la ha regalado. Ahora es tuya.
—Pero ¿dónde vivirá él? Era todo cuanto tenía —preguntó asombrada preguntándose el motivo del generoso regalo de Pedro.
—No lo sé, me dijo que lo estuvo arreglando para ti durante todos estos años. Me comentó que no era justo que no disfrutaras de ella cuando, en realidad, siempre había sido tuya.
—Papá, ¿por qué se la regalaste a Pedro aquella Navidad? —indagó Paula con curiosidad.
—Porque siempre te estaba rondando y te protegía de todos. Pensé que te casarías con él y hasta hace poco él también lo pensaba.
—Yo no sé si podre aceptarla, papá —señaló Paula llorosa—. Será mejor que se la restituyas. Después de todo, se la ha ganado.
—No creo que pueda, Paula: Pedro se ha marchado del pueblo esta mañana.
—Pues cuando vuelva se la devuelves y…
—No me has entendido, hija mía: se ha marchado para siempre — aclaró Juan Chaves justo antes de que la limusina se detuviese frente a la iglesia y una novia muy confusa se bajara del vehículo con dificultad.
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