Pedro llegó ese año cargado de regalos para el día de Navidad un poco antes de lo habitual en él, y trajo consigo uno muy especial para Paula.
Había pensado en obsequiarla con un anillo de compromiso, pero, como era demasiado pronto y probablemente se lo tiraría a la cara, le compró un precioso par de zapatos rojos de tacón de aguja, pues, tras pasar un día frente al escaparate en el que estaban expuestos mientras hacía alguna compra de última hora, no pudo dejar de imaginarse a Paula desnuda y luciendo solamente esos espléndidos zapatos.
Cuando llegó, su madre y su abuela corrieron a recibirlo con un gran abrazo. Mientras Penélope lo llenaba de besos y preguntas sobre su salud, su abuela lo reprendía con una sonrisa por las posibles travesuras realizadas. Continuaron atosigándole hasta las escaleras, donde le apremiaron a dejar sus cosas en su habitación y a que bajara con rapidez para tomar un tentempié tras el largo viaje.
Después de ocultar bien los regalos ante los posibles husmeos de sus familiares, Pedro bajó las escaleras corriendo para preguntar por sus amigos y su querida Doña Perfecta. Antes siquiera de que abriera la boca, su abuela ya le había respondido a cada una de sus preguntas, o a casi todas.
—Tus amigos Jose y Daniel ya han vuelto de la universidad, y Paula este año ha traído a un chico con ella. ¡Quién sabe! A lo mejor se ha echado novio, aunque por ahora dice que sólo es un amigo. Haz el favor de no espantarlo —le advirtió su abuela, amenazándole con un dedo mientras lo dejaba marchar apresuradamente hacia la casa de los Chaves.
Cuando tocó al timbre le abrió la puerta un joven desconocido de la edad de Paula con una sonrisa en los labios y un gorro navideño que, si no recordaba mal, pertenecía al señor Alfonso.
—Bienvenido al hogar de los Chaves, ¿en qué puedo ayudarle? — preguntó despreocupadamente Elio mientras no dejaba de mirar hacia el interior, donde Paula intentaba colocar el ángel en lo alto del árbol y ofrecía a quien pudiera verlo una buena imagen de su soberbio trasero enfundado en unos leggins negros que se pegaban a su cuerpo como si de una segunda piel se tratase—. Paula, un poquitín hacia delante —le indicó Elio.
Y ambos hombres pudieron ver desde la entrada como se le marcaba el tanga.
—Elio, eres pésimo indicando. Si me echo más hacia delante me voy a caer.
—Perdona querida, es que me ha distraído la visita —Elio se volvió hacia Pedro y le dijo amablemente—: Vuelva en otro momento.
Luego, sin molestarse en cerrar la puerta, exclamó:
—¡Ahora mismo voy a auparte y verás como llegas a la cima! — señaló con un sonrisa ladina mientras se dirigía hacia ella.
Pero no llegó a alcanzarla, ya que las fuertes manos de Pedro bajaron a Paula del pequeño taburete en el que estaba subida y, cogiendo de sus sorprendidas manos el ángel, lo colocó en el árbol sin problema alguno.
—¡Eh, quería colocarlo yo! —protestó Paula.
—Pues no podías, eres muy bajita y podías haberte hecho daño — señaló Pedro enfadado.
—Elio me iba a alzar —añadió Paula decidida a llevarle la contraria.
Pedro se acercó lo bastante a ella como para susurrarle al oído:
—Cuando quieras que alguien te toque el culo, sólo tienes que llamarme —señaló groseramente.
—¡No has cambiado nada Pedro Alfonso, sigues siendo un salvaje! — gritó Paula furiosa dándole la espalda y dirigiéndose hacia la cocina.
Elio lo miró sonriente y preguntó insolente:
—¿Y tú quién eres?
—El que te va a partir la cara como vuelvas a mirarla así —contestó Pedro amenazador mientras apretaba fuertemente sus puños para no ceder a la tentación de cumplir su amenaza.
—Ah, vale. Debes ser el vecino. Qué mal lo has hecho, tío. Mientras tú has quedado como un bruto insensible, yo he quedado como un buen amigo que la apoya y sabe valorarla.
—Tú lo único que estabas valorando es su trasero.
—Sí, pero, como las mujeres son idiotas y se dejan deslumbrar por los gestos caballerosos, yo soy el bueno de la historia y tú sólo un salvaje. Dime una cosa: al acabar las vacaciones, ¿quién crees que estará más cerca de acostarse con ella: el adorable compañero que siempre la apoya o el desquiciante vecino que la cree una inútil?
—Yo nunca la creería una inútil, ella es muy capaz de todo.
—Sí, pero ¿qué es lo que pensará ella? Ésa es la pregunta que te tienes que hacer. He visto a muchos como tú, y con Paula no tienes ninguna posibilidad.
—Como te acerques a ella… —amenazó Pedro a Elio mientras lo cogía de la solapa del jersey y lo apoyaba contra la pared.
—Piensa bien en la excusa que vas a darle a Paula para no alejarla más de ti por este rudo comportamiento —señaló Elio sonriente—. Después de todo, yo únicamente muestro a las damas mi mejor cara.
—¡Elio, querido! ¿No querías aprendes a hacer galletas? —gritó alegremente Sara Chaves desde la cocina.
—¡Ahora mismo voy, señora Chaves! —contestó Elio con su mejor entonación de niño bueno.
Pedro soltó a aquel farsante sin dejar de observar impotente como se alejaba hacia la cocina. Lleno de rabia, salió de casa de los Chaves dando un portazo y sin fijarse en nada de lo que lo rodeaba, y colérico, pegó un puñetazo a la pared de la casa de sus vecinos.
—Te agradecería que no dañaras la fachada de mi casa —comentó el señor Chaves, que se encontraba en esos instantes en el porche disfrutando de un chocolate caliente.
—Déjalo papá —comentó su amigo Jose mientras lo saludaba.
—¿Por qué crees que debo dejarlo estropear mi hogar? —preguntó Juan Chaves enfadado.
—Porque por su reacción supongo que acaba de conocer a Elio —se burló Daniel compadeciéndose de Pedro y apoyando una de sus manos firmemente en su hombro—. Yo reaccioné igual, sobre todo después de que me dejara como un idiota delante de Annabel.
—Yo he dormido dos días en el sofá por insinuar que quería
dispararle con la escopeta —indicó el señor Chaves.
—Y a mí mamá me regañó por decir que era un gilipollas —señaló Jose.
—No me gusta que esté cerca de Paula, no creo que tenga buenas intenciones —confesó Pedro, dejándolos a todos preocupados.
—Podríamos hacerlo desaparecer... —propuso Daniel, a lo que el señor Chaves contestó negando con la cabeza: —Escopeta confiscada.
—Podríamos desenmascararlo —repuso Jose.
—Es demasiado buen actor, no dirá nada inadecuado delante de las mujeres —descartó Daniel—. ¿Contratamos a un matón? —preguntó esperanzado.
—Eso cuesta mucho dinero —se quejó el señor Chaves.
—Podría intentar hablar con Paula y hacerle comprender cómo es Elio antes de planear nada —intervino Pedro intentando hacerse escuchar entre planes de asesinato y secuestro.
—¡Buena suerte! —le desearon tres voces desde el porche mientras seguían planeando un crimen que no fuera demasiado caro.
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Pedro entró nuevamente en la casa y se dirigió hacia la cocina, desde donde provenían unas alegres risas de mujer.
Cuando él entró, las risas cesaron. Paula lo miró enfadada.
Estaba preciosa con su jersey rojo arremangado y sus hermosos rizos rubios recogidos en una coleta. Las manchas de harina que lucía su rostro le conferían más encanto a su cara de pilluela, de la que en ese mismo instante había desaparecido la sonrisa.
La señora Chaves lo miró también un poco molesta; seguramente Paula le había comentado lo ocurrido, y la única sonrisa que había en esa habitación era la de Elio, que lo retaba a decir algo en su contra.
—¿Qué quieres? —preguntó Paula bruscamente.
—Sólo hablar contigo en privado —contestó, y al ver la indecisión en su rostro, añadió—: Por favor.
Ella lo siguió al salón, donde esperó impaciente sus explicaciones.
—Paula, me enfurecí porque ese capullo te estaba mirando el culo en vez de ayudarte.
—¿Pero qué dices? ¡Elio nunca haría algo así! —contestó indignada la joven.
—¡Joder, Paula! No te estoy mintiendo, te lo juro.
—Eso es lo que te podía parecer a ti, seguro que te confundiste.
—¿Ah, sí? Cada vez que te agachabas hacia delante se te marcaba el tanga.
— ¿No serías tú el que me estaba mirando el culo, y no Elio?
—Paula, ¡pues claro que te estaba mirando el culo! Lo tenía delante, joder, y aún recuerdo lo firme y perfecto que es.
—Eso fue un error que no se volverá a repetir —señaló Paula, colorada.
—No me gusta tu supuesto amigo, es falso. Se comporta de una forma ante las mujeres y de otra ante los hombres. Se va a ganar el odio de todos los varones de este pueblo en pocos días.
—¡Elio es simpatiquísimo, tierno y sensible! —defendió Paula con vehemencia—, y si se gana el odio de todos los hombres de aquí será porque son unos brutos retrógrados.
—Paula, Elio me ha confesado que quería acostarse contigo — manifestó Pedro—. Conozco a muchos como él. Tengo varios en mi equipo: son unos falsos que sólo quieren apuntarse tantos con las chicas.
—No digas tonterías, Pedro; tuve que persistir para que me acompañara y fue él quien insistió en que solamente éramos amigos.
—Paula—reiteró Pedro—, ese tío no es trigo limpio. Aléjate de él.
—Lo que pasa es que estás celoso, Pedro Alfonso —afirmó Paula.
—Sí, mucho —confirmó Pedro—. Pero eso no quita que ese tío sea un falso.
—Te apuesto lo que tú quieras a que estás equivocado con él y todo esto únicamente son celos tuyos —propuso Paula con ese tonillo de superioridad que él detestaba.
—Acepto la apuesta —consintió Pedro antes de que Paula cambiara de opinión, pues ya tenía el premio en mente—. Si yo gano, quiero un regalo tuyo estas Navidades, y yo elijo el regalo.
—Y si gano yo, dejarás de fastidiarme con la lista y con la estúpida idea de que estemos juntos. ¿Aceptas? —retó Paula consciente de que él nunca aceptaría, por lo que se sorprendió al ver como Pedro le tendía la mano para sellar el trato. ¿Sería verdad lo que decía Pedro sobre Elio? No, no podía ser cierto.
Cuando Paula estrechó la mano de Pedro, éste la atrajo hacia sí y le susurró sugerentemente al oído:
—Lo que quiero que me regales por Navidad eres tú misma, desnuda, cubierta únicamente con un lazo rojo.
Paula soltó la mano de Pedro escandalizada y excitada ante la escena que le proponía, y en el momento que lo vio alejarse con una sonrisa de satisfacción en el rostro hacia el porche supo que Pedro intentaría ganar esa apuesta por todos los medios que tuviera a su alcance. Eso tan sólo podía significar dos cosas: que Elio recibiría una lección antes de marcharse del pueblo y que sin duda no era alguien de confianza aunque a primera vista lo pareciera.