jueves, 17 de agosto de 2017

CAPITULO 37





Habían pasado dos años desde que Paula se marchó de nuevo a la universidad. Durante las Navidades había estado ocupada con su nuevo trabajo, y en verano, con tan sólo unas pocas semanas de vacaciones, no tuvo tiempo de regresar a casa.


Dos años sin poder ver su rostro ni oír nuevamente su risa, dos años recibiendo noticias a través de sus hermanos y padres, dos años que Pedro Alfonso había pasado mejorando su forma de ser y su vida para poder tener un futuro junto a Paula.


La casa del lago había pasado de ser un horrible montón de ruinas a una asombrosa construcción de paredes blancas, tejas rojas y ventanas de vidrios embellecidos por hermosos dibujos. El interior disponía de nuevos suelos de madera y una hermosa combinación de muebles rústicos y clásicos, la mayoría de ellos fabricados por él.


Pedro ya no se encerraba en la casa del lago para evitar a sus vecinos, ahora ése era su hogar. Después de la marcha de Paula había vuelto a salir, y sus amigos y vecinos lo habían ayudado a labrarse un futuro: ahora poseía una pequeña tienda de muebles y había ganado bastante dinero comprando casas viejas del pueblo para luego reformarlas y venderlas a un coste mucho más elevado.


Su socio en este negocio era el señor Chaves. Cuando Juan Chaves vio la que fue su vieja casa del lago convertida en un espléndido hogar, no tardó mucho en tocar a su puerta y ofrecerle un trabajo.


La primera vivienda para rehabilitar la compró el señor Chaves; Pedro puso algo de dinero para los materiales y juntos pagaron alguna que otra ayuda a bajo coste. El resultado fue que ganaron el triple de lo invertido.


Pedro se quedó con el veinte por ciento, suficiente para que la siguiente casa la compraran a medias y corrieran a partes iguales con los gastos. El resultado fue mejor que el anterior, ya que los nuevos propietarios quedaron tan encantados que pagaron cuatro veces su valor inicial. En total había realizado ya cinco reformas, ganando finalmente una considerable cantidad de dinero para poder abrir una pequeña tienda.


Su madre, animada por la idea, había insistido en encargarse de vender los muebles que Pedro fabricase; así, él únicamente tenía que construirlos en su casa y llevarlos a la tienda del pueblo, donde Penélope apuntaba encargos especiales de los vecinos, ya fueran de muebles o de arreglos en sus hogares.


De esta manera, Pedro con tan sólo veintiséis años, disponía de un hermoso hogar y un futuro prometedor. Ahora nada más le faltaba convencer a Doña Perfecta de que se casara con él, y eso era, sin duda alguna, lo más difícil de todo.



****


—Dime una vez más por qué te estoy ayudando a cargar con este armatoste en mi día libre —se quejó Jose entre resuellos, ya que estaba ayudando a Pedro a bajar un pesado escritorio de un camión que anunciaba «Muebles El Salvaje».


—Porque te prometí fabricar una mecedora para tu madre y una librería para tu padre.


—¡Joder, Pedro! ¿Por qué no haces los muebles en la tienda? Así no tienes que utilizar a tus amigos como mulos de carga cuando los muebles pesan como diez hombres.


—No exageres, sólo pesa como cinco —contestó Pedro posando delicadamente el escritorio en el suelo de la acera para tomarse unos segundos de descanso antes de volver a cargar con él hacia el interior de la tienda. 


—Por cierto —comentó Jose mientras secaba el sudor de su frente—, el señor Hilton me ha rogado una vez más que hable contigo para que abandones definitivamente sus clases de canto. Así que, ¿por qué no dejas de torturarnos los oídos a todos y lo dejas, tío? Nunca vas a ganarte la vida cantando.


—No es eso, es que tengo que conseguir cantar bien —respondió Pedro.


—¿Por qué narices tienes que atormentarnos a todos en el proceso? Si lo estás haciendo por una chica, no merece la pena.


—Toma —le tendió Pedro un papel viejo y doblado a su amigo.


—¿Qué mierda es ésta? —exclamó Jose después de leer la lista.


—Es la lista que tengo que cumplir si quiero casarme con tu hermana.


—¡Un momento! ¿Tú te quieres casar con Paula? —planteó un sorprendido Jose—. ¡Pero si os lleváis como el perro y el gato y hace dos años que no os veis!


—Ella prometió darme un tiempo para convertirme en su hombre ideal y cuando vuelva este año la convenceré de que soy ese hombre.


—¡Pero Pedro, tú y mi hermana…! ¡Ni siquiera habéis salido juntos! ¿Cómo sabes que a ella le gustas?


Pedro levantó una de sus cejas mientras miraba a su amigo sin saber cómo describir su relación con Paula.


—¿Tú qué crees? —se limitó a responder, decidido a que Jose imaginara el resto.


—¿Con mi hermana? ¿Te has estado acostando con mi hermana? ¿Desde cuándo? —indagó Jose, molesto.


—Desde que ella tenía dieciocho años y yo veinte. Todos los veranos y Navidades que volvíamos a encontrarnos acabábamos en la cama.


—Y el verano en el que arreglamos tu casa, ese año estábamos nosotros, no pudiste… ¿o sí?


—Por poco nos pilláis un par de veces, pero sí —confesó Pedro con una sonrisa.


—Sabes que ahora tendré que matarte, ¿verdad? Luego lo hará Daniel y, finalmente, mi padre te pegará un tiro —se arremangó furiosamente la camisa mientras se dirigía hacia su amigo.


—¡No me jodas, Jose! Te lo he contado porque estoy harto de ocultarlo. La primera vez que vi a tu hermana me enamoré de ella, y cuando conseguí acostarme con Paula lo primero que hice fue pedirle una relación seria. Si no le propuse matrimonio en ese instante fue porque hubiese salido corriendo. ¿Y qué hizo ella? Me dijo que era imposible y me mostró esta estúpida lista. Llevo más de cinco años intentando parecerme un poco a esto —indicó mostrándole la lista.


Jose se calmó un poco al ver lo enamorado que estaba su amigo de su hermana. Finalmente se acercó a él para darle un fuerte abrazo.


—¡Así que seremos cuñados!


—Sólo si logro demostrarle a Paula que soy mejor que esto, y si no aparece míster perfecto mientras tanto, claro.


—Tío, no es posible que en el mundo haya un tipo que sea así por su propia naturaleza. Tranquilízate, ahora que lo sé, Daniel y yo te ayudaremos.


—Eso no me tranquiliza en absoluto —comentó Pedro mientras volvían a cargar con el escritorio.


—¿Quieres un consejo de hermano y amigo? —añadió Jose en ese momento—. No le dediques nunca una serenata, cantas como una urraca apaleada.


—Ya lo hice cuando tenía quince años, por eso está en la lista.


—¡Vaya! ¿Y qué hizo Paula?


—Llamó a la policía.


—¡No me jodas! ¿La vaca moribunda acompañada de una banda de rock eras tú? —preguntó Jose entre carcajadas mientras Pedro contestaba con un seco «sí», apremiándolo a entrar en la tienda para que pudieran olvidar ese lamentable incidente del pasado y no se lo recordaran a Paula y su implacable lista.







CAPITULO 36





«¡Vaya mierda de día!», pensaba mientras me daba la tercera ducha fría de la mañana. A las seis de la madrugada me había levantado con una erección de caballo tras recordar en sueños lo que había hecho con Paula en el viejo sofá a principios del verano. Ésa fue la primera ducha
matutina.


La segunda llegó cuando envié a Daniel a limpiar los canalones y nos tiró toda la porquería encima a mí y a Jose, que nos encontrábamos trabajando en la fachada exterior. Y la tercera, y esperaba que última, era de nuevo por culpa de Paula, que ante mis quejas por comer espaguetis otra vez y la sutil sugerencia de que no sabía freír ni un huevo, me arrojó el bol de comida encima.


Estaba hasta las narices de tener que darme todas las mañanas un par de duchas frías, casi heladas, porque Paula no me dejara entrar en su cuarto por las noches.


Al comenzar el verano y tras conseguir que Paula accediera a quedarse en mi casa, había pensado que sería un verano lleno de sexo desenfrenado y que lograría por fin convencerla de tener una relación seria conmigo ahora que faltaba poco para que terminara la universidad. En vez de eso, ella se traía a sus hermanos, no me dejaba acercarme y se marchaba a Nueva York dejándome solo, preocupado y frustrado.


Está bien. Los métodos para lograr que se quedara conmigo habían sido sucios, pero Dios santo, cuánto había disfrutado, pensaba una vez más mientras me metía bajo el chorro de agua fría para calmarme.


De repente, unas suaves manos femeninas se deslizaron por mi pecho mientras unos pechos tentadores se pegaron a mi espalda. Las manos llegaron hasta mi entrepierna y cogieron mi miembro erecto con suavidad, acariciándolo hacia arriba y hacia abajo.


Yo gemí nombrando a la responsable y esperando que no fuera otro sueño calenturiento. Me di la vuelta y la vi desnuda ante mí con sus pezones erectos y su tentador triángulo de rizos rubios húmedo reclamándome.


Ella se deslizó despacio hasta el suelo y se puso de rodillas frente a mi erecto miembro, que se endureció aún más ante la perspectiva de sus carnosos labios y su húmeda boca.


Cuando se metió lentamente mi pene en la boca… ¡Dios mío! Gemí de gusto; sin poder detenerme, embestía sin piedad su dulce boca, a la vez que cogía sus cabellos con fuerza, dirigiéndola.


Estaba a punto de desahogar mi frustración de semanas de duchas heladas cuando un idiota llamó a la puerta.


—¡Pedro, por favor, sal, que necesito el baño! —gritó Daniel mientras yo alejaba a Paula de mi erección.


—¡Hay otro baño en la planta de abajo! —exclamé entrecortadamente, ya que la muy pilla me sonrió ladinamente y se volvió a introducir mi miembro en la boca y, jugando con él sin piedad, me cogió con fuerza de las nalgas mientras me empujaba hacia ella y me hacía embestirla una y otra vez.


—¡Venga ya, sal rápido! ¡Jose está en el otro baño y tarda una eternidad!


—¡Pues te esperas! —grité frustrado porque no me dejara llegar al orgasmo, penetrando más rápidamente la boca de Paula.


—¡Jo tío, no tienes por qué ponerte así! Por si no lo sabes, por culpa de tu comentario Paula nos ha tirado la comida por encima a todos. Venga sal y déjame entrar —insistió Daniel aporreando la puerta justo en el momento en el que Paula me introducía más profundamente en su boca.


—¡Que te vayas! —chillé tirando el bote de champú contra la puerta con una mano mientras con la otra volvía a agarrar los cabellos de ella con fuerza sin poder evitar emitir algún que otro gemido.


—¡Vale, ya me voy, tampoco es para ponerse así! —vociferó Daniel mientras se alejaba y yo por fin pude gritar a gusto mientras me derramada en su dulce boca.


Ella se tragó mi esencia y se levantó poco a poco.


Al ver su cuerpo desnudo me volví a excitar, pero cuando intenté cogerla entre mis brazos ella se apartó y me tendió la toalla.


«Mis hermanos», susurró mientras me señalaba la puerta.


—¡Joder, Paula, no me vuelvas a dejar así! —supliqué indicándole mi erección.


Entonces ella me hizo el hombre más feliz del mundo cuando me comentó que a partir de entonces no cerraría más el pestillo por las noches.


Salí del cuarto de baño con una sonrisa en los labios, cubierto sólo con una toalla, pensando que a partir de ese día arrancaría todos los pestillos de las puertas de las habitaciones. Cuando por el camino vi al pesado de mi amigo, cambié de opinión.


—¿El baño ya está libre? —me preguntó Daniel impaciente con los cabellos y el rostro llenos de tomate junto a unos pringosos espaguetis que se pegaban a su camiseta y sus brazos.


—No —dije alegremente mientras oía el agua de la ducha—. Está Paula.


—¡Jo tío, a ella la dejas entrar y a mí no! —comentó Dani molesto.


—Es que ella es mucho más persuasiva que tú —respondí con una sonrisa pensando en lo que me esperaba esa noche.






CAPITULO 35





Entre sus dos amigos y la enervante Paula, Pedro volvió poco a poco a ser el mismo hombre jovial de antes, aunque en ocasiones se quedaba mirando el vacío absorto en sus pensamientos.


Todos hacían lo posible para que no volviera a convertirse en el brusco ermitaño que era al principio del verano.


Jose y Pedro se dedicaban a cortar la madera para dar forma a las nuevas ventanas, mientras que Daniel ayudaba a la limpieza porque, tras hacer una ventana patizamba, decidieron que definitivamente él no valía para eso.


Paula se dedicó a limpiar y a reclutar gente.


Cada día llegaba algún conocido del pueblo que aportaba algo al nuevo hogar de Pedro, ya fuera un mueble, una mano más para limpiar, un brazo más para los arreglos... Todas las noches acababan los cuatro rendidos sobre los viejos colchones.


Cada uno de ellos se decidió por una habitación del caserón.


Paula se apresuró a reclamar la que tenía pestillo y baño propio, decisión acertada, ya que Pedro por las noches había intentado colarse en ella. Tras varias decenas de intentos fallidos, al fin pareció desistir. «¡Ya era hora!», pensaba Paula pasando recuento a los intentos malogrados: se cayó intentado escalar hacia la ventana; intentó forzar con tarjetas, con ganzúas y con alicates la cerradura del cuarto; lo pillaron sus hermanos más de una vez en el pasillo, por lo que se hizo el sonámbulo... «¿Es que ese hombre nunca desistía?», rumiaba Paula mientras llevaba unas cervezas al porche donde esa calurosa noche veraniega estaban todos reunidos contemplando el lago.


—¡Brindemos! —propuso Daniel alegremente animando a  todos a alzar su bebida.


—¿Por qué? —preguntó Pedro volviendo unos instantes a su amargura.


—Porque el año que viene terminaré mis estudios para veterinario y tendrás el privilegio de llamarme doctor.


—Para mí serás el «doctor vaca» —señaló Jose haciendo reír al resto —. Yo, que ya he terminado mi carrera de Medicina, voy a ejercer en la clínica del pueblo cuando termine el verano.


—¡Bah, eso no es nada! —comentó Paula poniéndose en pie y vacilando ante sus hermanos—. Cuando el año que viene termine la carrera de Bellas Artes, porque yo no voy a repetir como hizo Dani... —señaló burlonamente al susodicho, que acabó sacándole la lengua—, bueno, cuando termine, me contratarán durante un año en una galería de arte del más alto standing en Nueva York.


—¡Hala! ¿Se lo has dicho a papá? ¡Se va a volver loco de preocupación! —señaló Jose a su feliz hermana, que al fin se dio cuenta de que ninguno de los presentes estaba contento ante la noticia.


—¿Con quién vivirás en una ciudad tan grande? ¿Y si te atracan o algo así…? —preguntó Daniel preocupado.


—Viviré con unas compañeras a las que también se les ha ofrecido esta oportunidad. Una de ellas tiene una casa no muy lejos de la galería y nos la ha brindado a todas si compartimos gastos. Es una ocasión única que no pienso desaprovechar —dijo enfadándose con ellos y, tras dar un trago a su bebida, entró en la casa dando un portazo.


—Deberíamos haberla apoyado —se lamentó Daniel.


—Sí, ella siempre nos anima y está ahí para nosotros —confirmó Jose


—Esta vez te toca disculparte a ti —señaló Daniel.


—¡Ni de coña! La última vez fui yo el que suplicó. ¡Ahora te toca a ti!


Pedro dejó a los Chaves discutiendo sobre quién sería el elegido para arrastrarse. Serio y pensativo, buscó a Paula hasta hallarla sentada en uno de los taburetes nuevos de la cocina, deleitándose con su cerveza.


—¿Tú también vienes a decirme lo malo que es que me marche de aquí? —lo acusó señalándolo con la botella.


Pedro se sentó junto a ella y, después de dar varios sorbos a su bebida, comentó:
—Es una oportunidad única. No debes dejarla escapar. Yo sé muy bien lo que es perder un sueño y pensar a cada instante qué hubiera sido de tu vida si hubieras llegado a alcanzarlo. No le deseo a nadie ese suplicio y, a ti, menos.


Paula lo miró sorprendida por su reacción tan seria y madura. La vida, con sus reveses, lo había convertido en un hombre mientras que sus hermanos aún eran críos.


—Ya veo, te quieres deshacer de mí, ¿verdad, Pedro Alfonso? — preguntó Paula intentando bromear.


—No, te echaré de menos cada instante que pases fuera, y cada minuto del día estaré preocupado por ti.


—Pero Pedro, tú y yo sólo somos…


—Colegas, amigos, amantes… Quiero un año más, Paula, un año más para demostrarte que soy algo… que merezco la pena, aunque ya no pueda ser tu hombre perfecto.


—¿Por qué dices eso? —preguntó Paula atónita ante sus palabras.


—Porque... ¿cómo voy a ser el hombre más guapo si mi rodilla está llena de horribles cicatrices de la operación? Ese punto de tu lista nunca podré llegar a cumplirlo.


—¡Mira que eres estúpido! Pues claro que eres guapo, y ni a mí ni a ninguna mujer le importarán nunca tus cicatrices.


—Entonces, ¿cumplo ese punto de tu lista, Paula? —sonrió Pedro al saber la inevitable respuesta.


—Sí, eres el hombre más guapo que he conocido. Pero no te olvides de que me voy a Nueva York y allí hay muchos hombres.


—¡Me darás un año más! —afirmó Pedro, molesto con su respuesta.


—¿Por qué debería hacerlo?


—Porque soy un estúpido que ha desperdiciado un año entero compadeciéndose de sí mismo, y necesito ser ese hombre para ti aunque ahora mismo no sepa qué hacer con mi vida.


—De acuerdo, tienes ese año más —concedió Paula—, pero ten en cuenta que sólo has cumplido con cuatro puntos de la lista.


—¿Cuatro? —preguntó asombrado Pedro al recordar únicamente tres de ellos.


—Sabes dibujar —aclaró Paula—, vi los proyectos que hiciste de esos muebles de madera y son preciosos. ¿Por qué no te dedicas a eso, a diseñar y realizar muebles y arreglos con la madera? Mira lo que has hecho en pocos días en esta vieja casa. Son cosas simples pero que siempre gustan, y más en este pueblo —dijo mientras se levantaba dejándolo pensativo sobre su posible futuro.


—Te concedo un año más de los que habíamos pactado; por lo tanto, cuando vuelva de Nueva York tienes que haberte convertido en el hombre perfecto. En total, tienes dos años desde ahora para conseguirlo. Buena suerte —concluyó con una sonrisa burlona—. ¡Ah, por cierto! En dibujo artístico sigues siendo pésimo —comentó mientras se retiraba a su habitación.