martes, 15 de agosto de 2017
CAPITULO 29
A la mañana siguiente Paula Chaves se levantó temprano y después de recibir sus preciados regalos, un estuche de dibujo profesional de sus padres y libros de pintura artística por parte de sus dos hermanos, se atavió esmeradamente y fue en busca de Pedro.
—Buenos días, ¿está Pedro levantado, señora Alfonso? —preguntó Paula a la madre de Pedro cuando ésta le abrió la puerta.
—Sí, está en su habitación leyendo un libro de jugadas y tácticas. Pero dame el abrigo pequeña, ¡te vas a asar!
—Es que estoy destemplada, señora, creo que ayer cogí frío. Si no le importa, me lo dejaré puesto —respondió Paula.
—Claro que no, pasa, ¿y qué llevas ahí? —preguntó Penélope confundida por la visita de su vecina.
—Es un cuaderno de dibujo, Pedro quería aprender a dibujar y, en agradecimiento a lo que hizo, he decidido enseñarle.
—Me parece algo muy loable por tu parte, no os molestaré. A ver si aprende a hacer algo bonito con el lápiz además de morderlo cuando está nervioso.
—No se preocupe, soy muy buena maestra.
—Bueno, pues sube. Su habitación está todo recto y a la izquierda.
Cuando Paula se halló frente a la puerta del cuarto de Pedro no llamó: simplemente entró, cerró y echó el pestillo.
Pedro, que estaba tumbado en la cama, soltó su libro y le preguntó extrañado:
—¿Qué haces aquí, Paula?— tras lo que quedó mudo, ya que Paula se despojó de su abrigo dejándolo caer lentamente al suelo y mostrándole que no llevaba nada puesto. Bueno, sí que llevaba algo: un lazo rojo estratégicamente colocado que le cubría ambos pechos, se perdía en su cintura y volvía a aparecer en su entrepierna formando un bonito lazo que ocultaba el triángulo rubio de su entrepierna.
—¡Dios Paula, me vas a matar! —gimió Pedro mientras la veía acercarse hacia su cama.
—Esto es lo que querías por Navidad, ¿no? —preguntó decidida mientras se acercaba a su cama.
—Sí —confesó seriamente Pedro—. A ti, sólo a ti.
A continuación se puso en pie y se dispuso a desenvolver su regalo.
Pedro tiró despacio del lazo y lo apartó con delicadeza de la zona más íntima de la chica con una de sus rudas manos.
Siguió desprendiendo el lazo de su cuerpo por su trasero, que acarició lentamente, al igual que los costados de su espalda, y subió hasta sus pechos, cuyos pezones ya estaban erectos. Quitó el lazo de ellos haciéndola gemir por el contacto de sus manos y lo desprendió de su cuello, dejándolo caer al suelo.
Pedro observó su cuerpo desnudo preguntándose por dónde empezar mientras ella reaccionaba excitándose ante su escrutinio. Sus pezones se endurecieron más aún, su entrepierna se humedeció ante la espera y ella, nerviosa, mordió sus labios preguntándose por qué no hacía nada, ¿es que no le gustaba lo que veía?
Sus preguntas no tardaron mucho en ser respondidas cuando Pedro se colocó tras ella, pegando sus nalgas desnudas junto a su erecto miembro, sólo separados por la tela del pantalón de Pedro. Mientras sus manos la sujetaban por la cintura, él le susurró al oído:
—Verás, tengo un problema con los regalos de Navidad. Me gusta desenvolverlos poco a poco y, una vez les he quitado el envoltorio, me encanta jugar con ellos hasta hartarme.
—No… podemos… hacer… mucho ruido —señaló entrecortadamente Paula por culpa de una de las manos de Pedro que acariciaba tortuosamente uno de sus senos.
—Tendrás que controlarte —apuntó un sonriente Pedro junto a su oído mientras deslizaba la otra mano por su sexo y la oía gemir.
—Tu madre nos puede oír —gimió Paula al sentir cómo un dedo se introducía dentro de ella—. Será mejor dejarlo para otro día —dijo entre grititos al sentir cómo su dedo entraba y salía de su húmedo interior y acariciaba lentamente su clítoris en el proceso.
—¿Creías que por tener a mi madre y a mi abuela en casa te librarías de mí? —se burló Pedro—. Lo siento cielo, pero tú desnuda y en mi habitación es algo que nunca dejaría escapar —sonrió satisfecho frotando su miembro contra su trasero.
Las piernas de Paula temblaron cuando su mano comenzó a pellizcar sus pezones, a acariciar sus senos, jugando con ellos despacio sin dejar en ningún momento de estimular su clítoris con la otra mano, cuyo travieso dedo entraba y salía de su humedad imitando el movimiento de sus embestidas.
Cuando Pedro introdujo dos dedos, fue Paula la que comenzó a mover sus nalgas impacientemente contra su duro miembro. Él continuó jugando con su cuerpo mientras besaba su dulce cuello y le arrebataba sollozos de placer una y otra vez.
Pedro, excitado, comenzó a relatarle todas las cosas que le haría a su apetitosa amante, y ella se humedeció más, haciendo que los dedos de él profundizaran en su interior. Pedro los sacó lentamente acariciando de nuevo su clítoris y haciéndole mover las caderas violentamente sobre su mano en busca de la liberación.
Cercana al orgasmo, Paula miró a Pedro asustada sin saber cómo acallar sus gemidos de placer. Pedro subió la mano que cubría sus pechos y tapó su boca con ella, luego le susurró al oído:
—Tócate los pechos para mí, date placer mientras te acaricio...
Paula se sonrojó y lo miró confusa, pero cuando él alejó sus dedos de su interior, protestó contra su mano y comenzó a acariciarse como él le había enseñado. Se acarició despacio uno de sus pezones con la mano y luego lo pellizcó retorciéndose de placer; él volvió a mover sus dedos en su húmedo interior llevándola al límite. Ella se arqueó inquieta contra su cuerpo sin poder dejar de moverse contra su mano y acariciándose cada vez más apasionadamente, próxima al orgasmo.
Su otra mano agarraba el fuerte antebrazo de Pedro para no caer sobre sus piernas temblorosas, y el brazo de Pedro acariciaba sin proponérselo su otro pecho, estimulando su pezón y haciéndola estremecer.
Él aumento el ritmo de sus caricias y ella estimuló más hábilmente sus pechos moviéndose desesperada contra la mano de Pedro, sin dejar de notar en sus nalgas desnudas la potente erección.
El orgasmo hubiera sido escandaloso si su boca no hubiera estado acallada por una decidida mano que apagó sus gritos. Su cuerpo se retorció entre los brazos de Pedro durante un rato hasta que finalmente, entre gemidos, terminó.
Paula se desplomó entre los brazos de Pedro, exhausta, y él la llevó a su cama. Se desnudó y rebuscó entre sus cosas hasta dar con su regalo.
—Toma, es para ti —dijo Pedro tendiéndole una bonita caja blanca envuelta con un lazo rojo.
Paula lo miró sorprendida y mientras abría la caja comentó:
—¿Qué es? ¿Algún juguete pervertido?
Luego contempló los hermosos zapatos de ante, rojos, con el pequeño adorno de un falso rubí en la punta, y corrió extasiada a probárselos ante el espejo sin importarle estar desnuda.
Cuando le preguntó a Pedro como le quedaban, éste estaba tumbado boca arriba en la cama con su erección expectante, devorándola con los ojos a la vez que se ponía un condón y le señalaba:
—Arriba.
Paula se acercó excitada hacia su enorme erección, decidida a montarlo.
—Deja que me quite los zapatos, no quiero estropearlos.
Pedro negó con la cabeza y le volvió a indicar que se sentara sobre él.
Ella se aproximó, provocadora, menando sus caderas, se subió lentamente encima de él y poco a poco lo introdujo en su húmedo interior, haciéndole gemir mientras descendía por su firme miembro.
—Después de todo, sí era un juguete pervertido —susurró Paula en su oído mientras marcaba un ritmo a su cabalgada.
—Contigo cualquier cosa puede llegar a ser un juguete pervertido — gruñó Pedro apremiándola a ir más rápido cogiéndola de las caderas; inclinó su cuerpo hasta poder deleitarse con su sensibles pechos, chupándolos, acariciándolos, mordiéndolos. La oyó gemir desesperada y la vio moverse descontrolada encima de su cuerpo, pero eso no le bastaba, así que una de sus manos se dirigió a su sensible clítoris y lo acarició mientras ella lo montaba cada vez con más pasión, hasta que finalmente fue ella la que tapó la boca de ambos acallando los gritos de éxtasis mientras arqueaba su cuerpo a la vez que se convulsionaba teniendo un segundo orgasmo de lo más memorable. Pedro embistió con fuerza al sentir como ella se contraía contra su miembro haciéndolo derramarse en su interior.
Pedro disfrutó unas buenas horas de su regalo hasta que éste se fue y lo abandonó. Cuando despertó después de haberse quedado dormido con ella entre sus brazos, únicamente encontró una nota, pero ésta le sacó una sonrisa. En ella venían anotados dos puntos de la famosa lista: «5. Que me defienda de todos los matones del mundo. 8. Que siempre sepa cuál es el regalo perfecto y cuando debe dármelo.»
Al final de la misma, ponía como advertencia: «¿Estás seguro de que quieres seguir intentándolo?»
Pedro, lleno de felicidad, tachó de su copia de la lista lo que había conseguido y guardó la nota de Paula ante posibles reclamaciones.
Luego bajó a ver a su madre y a su abuela dispuesto a mantener la pésima coartada de Paula.
—Qué quieres que te diga, hijo, a mí esta rana me parece una vaca. ¡Pobrecita! Con lo ilusionada que bajó comentándome las mejoras que habías hecho.
—Bueno, mamá, he mejorado mucho.
—Pues entonces no quiero saber a lo que se asemejaba antes esta rana —bromeó Penélope tirando el dibujo—. Definitivamente, hijo mío, el dibujo no es lo tuyo.
—Pero lo será mamá, lo será —comentó Pedro alegremente a la vez que besaba y abrazaba a su madre antes de marcharse de la cocina.
CAPITULO 28
En la sala del comité encargado de organizar los actos y la decoración de las fiestas navideñas de ese año únicamente había hombres, motivo por el cual las mujeres de Whiterlande habían protestado. Matt Edison, alcalde del pueblo, calmó a las masas prometiendo que el año siguiente se encargarían de ello las mujeres, disponiendo de la intervención de los hombres solamente para aquellas tareas que les resultaran demasiado pesadas.
Culminó su discurso ante las féminas afirmando que con ello
pretendía hacer que todos se diesen cuenta de cuán importantes son las mujeres en la sociedad, y que lo más probable era que ese año todo fuese un auténtico fiasco, con lo que darían una lección a los hombres, que habían protestado por el dinero gastado en esos eventos años anteriores.
—Bueno, señor Edison, ¿cómo le ha ido? —preguntó Pedro
preocupado por la parte clave de su plan.
—Lo hice tal y como me aconsejaste y las manejé a mi antojo. ¡Chico, tienes que enseñarme más trucos de esos! —respondió el señor Edison, feliz—. Le comenté a mi esposa que este año quería a un ciudadano ejemplar para el encendido del árbol de Navidad y ella me recomendó a Elio, a lo que yo me negué rotundamente. Le dejé darme un poco el coñazo y la miré enfadado pero tajante, y le concedí que sería él sólo si lo hacía junto a los encargados de los adornos, que sois tú y los chicos de los Chaves.
—¡Perfecto! —exclamó Pedro con alivio—. ¿Y qué tal las
instalaciones de los alrededores: sonidos, luces, adornos...? —preguntó un sonriente Pedro dirigiéndose a otro de sus compinches.
—¡Todo listo! —expresó con entusiasmo Adan, el electricista local.
—¿Y vosotros, chicos? ¿Todo listo? —inquirió dirigiéndose a los demás.
— Sin problema alguno —contestaron todos.
—¿Dónde están los varones Chaves? —quiso saber Jeff.
—Están distrayendo al sujeto, por eso hoy no han podido venir — respondió Pedro—, pero el señor Chaves me ha comentado lo impaciente que está por todo esto del acto de encendido del árbol.
—Pobrecito, una baja en combate —señaló Jeff ante los demás.
—Sí, pero sólo hemos perdido pequeñas batallas —repuso Pedro alentando al grupo—. ¡La victoria en la guerra será nuestra! —voceó animándoles a unirse a sus gritos de victoria.
—¡Sí! —clamó el alcalde emocionado—, dentro de cuatro días encenderemos y nadie podrá olvidar esa fecha.
—¡Sííííí!—exclamó la multitud enfebrecida.
Desde fuera de la sala, miss Winchester, una mujer de avanzada edad que esperaba ser atendida por el alcalde y que se dedicada a la filantropía, se preguntaba a qué se destinaría ese año el dinero aportado para los eventos navideños, ya que los gritos provenientes del interior de la sala parecían procedentes de una batalla en vez de representar un acto de paz y amistad como bien señalaba el espíritu de estos días.
****
La noche que la estrella del árbol navideño fue colocada en su lugar y las luces se encendieron fue una noche que todo Whiterlande recordaría: por las mujeres, para que ese evento nunca volviera a ser organizado por los hombres, y por los varones, para tener algo que recriminar a sus mujeres.
Todo el pueblo se reunió en la plaza del pueblo junto a un pequeño escenario donde cantarían los niños del coro y, después, sería alzada la estrella hasta la cúspide del árbol para que luego una mano inocente encendiera las luces del gran árbol de Navidad, colmándolos a todos del espíritu navideño.
Montones de luces adornaban las farolas y los edificios cercanos al evento. Todos los habitantes vestían sus mejores ropas y los ojos de todos, por un motivo u otro, estaban fijos en el escenario.
En cuanto la familia Chaves llegó, el alcalde guió a Jose, Daniel y Elio hasta detrás de las cortinas del escenario. Pedro ya los esperaba allí, terminando de organizarlo todo.
—Los niños saldrán ahora a cantar unos cuantos villancicos y después nos tocará a nosotros poner la estrella en el árbol, y a ti encenderlo tras el discurso —indicó Pedro señalando a Elio.
—¿Qué discurso? ¡Nadie me ha dicho nada de un discurso! —protestó Elio indignado—. En fin, con lo bueno que soy actuando, seguro que se me ocurre algo.
—Sí, seguro —murmuró Pedro con enfado—. Por cierto, no toquéis ese micrófono, lo hemos desconectado porque está defectuoso y creo que todavía sigue dando calambres —advirtió Pedro antes de proseguir con la función del coro.
Mientras los niños disfrazados de querubines cantaban como los ángeles todos les prestaban atención, hasta que se oyó por los altavoces una voz conocida. Todos escucharon con gran interés las palabras de Elio, ya que hablaba sobre su amado pueblo.
—¡Idiota, ten cuidado! Te vas a achicharrar —apuntó Elio a Daniel de muy malos modos.
—No pasa nada, el micrófono está desconectado. Por cierto, ¿de qué tratarás en el discurso sobre mi pueblo?
—Ni idea, tal vez de alguna sensiblería sobre el espíritu navideño, los pueblos como estos siempre se tragan toda esa mierda.
Todos los habitantes, ofendidos, alzaron el rostro, furiosos, dispuestos a protestar, cuando vieron a Pedro apoyado en un lateral del escenario junto al coro haciendo gestos y rogando silencio a la concurrencia, por lo que todo Whiterlande continuó escuchando.
—¿Y cómo es que conoces otros pueblos así? —interpeló Jose, molesto—. ¿Tú no eras huérfano y sólo tenías a tu madre borracha en una caravana y no sé qué más historias?
—¡Bah! Eso son historias que me invento para llevarme a chicas a la cama, y hay que admitir que tu hermana está muy buena.
Pedro le dirigió en esos momentos una mirada de reproche a Paula, que no apartaba su rostro sorprendido de él preguntándole silenciosamente «¿me obligarás a cumplir la apuesta?», a lo que él contestó con un gesto afirmativo sin dejar de repasar con deseo cada una de las curvas de su cuerpo.
—¿Y las historias lacrimógenas que les has contado a mis padres? — preguntó Jose irritado.
—¡Bah! Tonterías sensibleras para que tu madre me invitara en verano y poder seguir tirándome a tu hermana.
En ese momento, Juan Chaves miró por primera vez en veinticinco años a su esposa con una sonrisa de satisfacción en el rostro por llevar al fin la razón en algo.
Sara Chaves contestó en susurros para no perderse nada de las palabras de aquel idiota: «Cuando lleguemos a casa te daré la escopeta.»
—¡No te acerques a mi hermana! —exigió Jose enfurecido.
—¿Tú también? —repuso burlón Elio—. El estúpido del vecino fue el primero en amenazarme así cuando me vio mirándole el culo a Paula. Te diré lo mismo que a él: ¿qué vas a hacer?, ¿decírselo a tu hermana o a tu madre? No te creerán, y yo seguiré pareciendo a sus ojos un hombre solitario y falto de amor y cariño.
—¡Eres un farsante! —clamó Jose, rabioso.
—¡Vamos, vamos, no exageres! —intervino Daniel despreocupadamente en ese momento—. Toma Elio —le dijo Dani en tono de guasa mientras le tendía el micrófono averiado—. Desahógate, dime lo que le dirías realmente a este pueblo si pudieras.
Elio le siguió la broma y tomando el micro comenzó su verdadero discurso, sin adornos, instigado por su «amigo» Daniel:
—Queridos ciudadanos de este pueblo minúsculo que está en la quinta puñeta, ¿os escondéis porque sois unos mierdas o porque vuestras mujeres, a pesar de ser hermosas, son estúpidas y fáciles de llevar a la cama? Me encanta que acabe de llegar y me hayáis ofrecido, como si fuera un honor, encender las luces de un árbol irrisorio comparado con los de la ciudad, y unos eventos tan aburridos que preferiría mil veces el suicidio asistido antes de verlos una vez más. Sin olvidarnos de los mocosos vestidos como… ¿eso son ángeles? ¡Cantan como urracas! En fin, ¡feliz Navidad a todos y, si logro tirarme a Paula Chaves antes del verano, no me volvéis a ver el pelo!
Mientras recitaba el final del discurso, las cortinas se alzaron y Pedro recibió a Elio en el escenario a la vez que comentaba sonriente:
—¡Bonito discurso!
Elio halló ante él una multitud enfurecida que comenzó a tirarle cosas mientras le gritaban insultos y acusaciones de todo tipo.
—¡Mi hijo no canta como una urraca! —vociferó la madre de uno de los chicos del coro iracunda, avivando a todas las demás a unirse a un apaleamiento en masa.
Pero Pedro se interpuso en su camino y calmó a todos con una pérfida sonrisa mientras comentaba:
—¡Es hora de colocar la estrella en el árbol!
Tras estas palabras, Daniel y Jose le colocaron un arnés a Elio, que estaba demasiado aturdido como para reaccionar con prontitud, y lo engancharon a una cuerda, mientras Pedro los ayudaba dirigiéndolos hasta que al fin consiguieron colocar a Elio en la cima del árbol.
—Definitivamente él sí que no canta como los ángeles —bromeó Pedro micrófono en mano calmando los ánimos—. Y ahora, después de haber colocado este… ¿ángel? —preguntó indeciso a la multitud mientras ésta reía.
—¡Urraca de Navidad, más bien! —chilló una de las mujeres
ofendidas.
—Bien, pues después de poner en el árbol a la urraca de Navidad, prosigamos con los eventos; por favor, niños… —pidió Pedro al coro, el cual volvió a interpretar alegremente cada una de sus canciones mientras todos ignoraban los gritos, lloros y súplicas del individuo que colgaba de un irrisorio árbol a unos quince metros del suelo.
Miss Winchester miró sorprendida al ruidoso muchacho colgado del árbol, escandalizada ante lo que los hombres de ese pueblo habían hecho con un evento tan hermoso.
Más tarde fue informada por el resto de las féminas de cómo se habían desarrollado los acontecimientos, y entonces estuvo de acuerdo con que ese hombre merecía una lección, ¿pero tenían que habérsela dado en su árbol?, pensó resignada a no ver la iluminación ese año. En fin, decididamente los hombres no volverían a formar parte del comité de adornos y festejos como que ella se llamaba Guillermina Winchester.
Ese año nadie aplaudió más que los hombres cuando el árbol fue encendido mientras miraban con una sonrisa de satisfacción a sus mujeres a la vez que expresaban, con una mirada de superioridad, «ya te lo dije».
Por desgracia, el adorno final era demasiado molesto para los oídos como para dejarlo toda la noche allí, así que sobre las doce, cuando habían finalizado todos los eventos, el jefe de policía lo bajó del árbol con la ayuda de alguno de sus hombres, y le concedió un alojamiento adecuado para pasar la noche.
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