Mientras Pedro amartillaba las bisagras de las nuevas puertas de las habitaciones, oyó el chirriar de unos neumáticos pertenecientes a un estruendoso deportivo.
Sonrió satisfecho al reconocer los furiosos pasos que se dirigían hacia él por el nuevo parqué de la casa, y esperó impaciente el siguiente movimiento de Doña Perfecta, que no tardó mucho en hacerse esperar.
Un precioso zapato de tacón de color azul voló hacia su cabeza precedido de un grito airado de mujer; Pedro lo esquivó por muy poco mientras se alejaba de la loca mujer armada aún con el otro de sus peligrosos tacones.
—Pedro Alfonso, ¿cómo has podido? —gritó encolerizada.
—¿Qué he hecho ahora? ¿Acaso no me he mantenido lejos como me pediste que hiciera?
—¡No! ¡No te has mantenido lejos! ¡Cada dos por tres estás haciendo cosas para estropear mi boda! ¡Primero fueron las invitaciones que tengo que elegir de nuevo porque alguien que no estaba invitado puso su nombre en ellas como si fuera el novio…!
—Admite que mi nombre queda mejor junto al tuyo que el de Don Perfecto —añadió Pedro con sorna.
—¡Luego fueron las flores, elegidas por un hombre con pésimo gusto!
—Creí que te gustaban las flores silvestres.
—¡Y por último me entero de que has apostado a que mi boda no se celebrará! ¿Quieres dejar de fastidiar mi enlace? ¡Ya te he dicho una y mil veces que no me casaré contigo!
—Y yo una y mil veces que no lo harás con Don Perfecto.
—¡Tú no tienes derecho alguno a decidir sobre mi futuro! —exclamó amenazándolo con el zapato que le quedaba.
—Tú me lo diste cuando, después de prometerte con ese petimetre, te acostaste conmigo.
—¡Eso… eso fue un error!
—Un error que no hubiera ocurrido si de verdad amaras a ese hombre perfecto tuyo —sentenció Pedro enfrentándose a ella.
—Yo lo quiero… —contestó Paula débilmente.
—¡Y una mierda! —insistió Pedro cogiéndola entre sus brazos y arrojando al suelo el zapato que tenía agarrado como un arma.
—¡Dime que no se te acelera el corazón cuando estás entre mis brazos, dime que no te falta el aire teniéndome tan cerca, dime que tu cuerpo no se estremece ante lo que sabes que quiero hacerte...! —declaró Pedro juntando más su cuerpo con el de ella.
—No me… ocurre… nada de… eso —contestó Paula nerviosa e impaciente mientras se humedecía los labios.
—No quieres admitirlo, bien, pues dime que pare. —A continuación Pedro devoró la boca de Paula con impaciencia, dirigiendo su cuerpo contra la pared y haciendo que rodeara su cintura con sus bonitas piernas.
El hermoso vestido azul que llevaba puesto Doña Perfecta se arrugó entre las manos de Pedro cuando éste lo alzó hábilmente para acariciar sus dulces muslos y su firme trasero por encima de su liviana ropa interior de encaje negra. Pedro devoró su cuello, y Paula arqueó su espalda contra la dura pared ofreciéndole sus pechos, algo que él aceptó deseoso bajando su escote bruscamente y liberándolos de la presión de sus vestiduras. Ella no usaba sujetador, por lo que sus perfectos senos se bambolearon frente a la golosa boca de Pedro, con los pezones erectos y excitados a la espera de sus caricias.
Él los lamió lentamente con su áspera lengua para luego succionarlos duramente y mordisquearlos sin miramiento alguno, castigándola con su placer. De la boca de Paula no emergió protesta alguna, solamente gemidos de placer a la vez que sus manos buscaban el fuerte cuerpo masculino, acariciando y arañando excitada su fornida espalda.
Pedro cogió una de sus manos y lamió cada uno de sus dedos, besando la palma de ésta, mientras su otra mano jugueteaba con sus húmedas braguitas. Paula echó su cabeza hacia atrás, extasiada, cuando comenzó a acariciar su clítoris y sus manos impacientes comenzaron a buscar el botón de sus pantalones… En ese momento su pasión fue interrumpida bruscamente por el sonido de un coche que se acercaba a la casa.
Fue como si un cubo de agua fría cayera sobre ella. Miró sorprendida a Pedro mientras éste se alejaba e intentaba recomponer sus ropas. Ella por su parte intentó mostrar una apariencia un poco menos culpable que no delatara lo que habían estado haciendo hasta hacía poco contra una sucia pared.
— Parece, ricitos —se pavoneó Pedro acariciando su liso cabello que tras días sin plancharlo comenzaba a ondularse—, que no puedes pedirme que pare.
—No, ¡pero lo haré! —contestó furiosa a sus provocaciones.
—Y dime, ¿Don Perfecto besa tan bien como yo? ¿Te ocurre lo mismo cuando estás entre sus brazos? ¿O sólo es conmigo con quien sale tu lado salvaje?
—Sus besos son simplemente perfectos —señaló Paula
regocijándose con su dolor.
—Sí, princesa, pero hay un problema con eso —susurró Pedro en su oído.
—¿Cuál? —preguntó Paula, confusa.
—Que a ti te gustan más los besos salvajes —finalizó Pedro acallando sus posibles protestas con un beso demoledor. Después simplemente salió a atender a un posible nuevo comprador de la casa que había estado arreglando hasta la interrupción de Paula.
Ella estuvo a punto de marcharse furiosa hasta que se fijó en quién era el nuevo comprador; entonces decidió quedarse.
Una rubia despampanante con un estrecho y escueto vestido rojo bajó lentamente de un moderno deportivo, enseñando en el proceso al completo sus largas piernas y parte de su voluminoso escote.
Cuando sus ojos vieron a Pedro, lo devoraron despacio.
Paula se colocó con rapidez al lado de éste para salvarlo de las garras de esa mujer, pero ella apenas le dedicó una mirada; como si a su lado no tuviera la menor oportunidad, la descartó como a un simple insecto y comenzó a preguntar a Pedro por la casa mientras a cada paso que daban se insinuaba no muy sutilmente.
—Buenos días, soy Alicia—se presentó la mujer tendiéndole una tarjeta con su teléfono—. Mi hermano me ha dicho que esta casa estaba en venta y que preguntara por Pedro Alfonso.
—Ése soy yo, señorita —respondió Pedro sonriente intentando tenderle una de sus manos, ya que su otro brazo estaba ocupado por Paula, que se había cogido a éste como si de una lapa se tratase en cuanto la rubia hubo salido del coche.
—¿Y ella es? —preguntó Alicia sin importarle mucho la respuesta
—Es una amiga que ha venido a ayudarme con las reparaciones.
—¿También se dedica a reparar casas? —preguntó la rubia, extrañada.
—No, ella es una gran pintora y licenciada en Bellas Artes —comentó mirándola orgulloso—. Quiero intentar convencerla de que me ayude con las casas pintando hermosos murales de paisajes en las distintas habitaciones; seguro que podré venderlas más caras y sacar mucho más dinero por ellas.
—¡Es una idea muy original que no carece de atractivo! Pero dígame —solicitó Alicia agarrándose lascivamente a su otro brazo—. ¿Qué paisaje podría interesarme ver a mí cuando me despierto por las mañanas?
—Un elegante París, o tal vez una hermosa Venecia.
—Puede que disfrutara del paisaje, pero sólo si me acompañara la persona adecuada —comentó la rubia acariciando con sus suaves uñas el fuerte brazo de Pedro.
—Pues entonces esta casa no es para usted, porque yo había pensado en dibujar un cementerio o tal vez un monasterio —increpó una molesta Paula a la rubia.
—Oh, ¡pero yo deseo ver la casa para decidir si es la adecuada o no! — se quejó la mujer sin dejar de aferrarse a Pedro en ningún momento.
—No se preocupe, yo se la enseñaré —concluyó finalmente una Paula harta, con una malévola sonrisa en el rostro—. Pedro tiene que continuar con las reparaciones, no querrá interrumpir su trabajo, ¿verdad? ¡Claro que no! —concluyó Paula por ella, y seguidamente la arrastró por toda la casa, mostrándole habitaciones que no conocía e inventando historias espeluznantes para disuadir su interés por la casa y, de paso, por Pedro Alfonso.
Pero la rubia sólo la miraba por encima del hombro, preguntándole continuamente «¿de verdad?», mientras seguía empeñada en quedarse en ese lugar.
Cuando terminó la visita guiada, su paciencia se agotó al ver cómo la mujer devoraba a Pedro con ojos lascivos al observarlo trabajar en el salón sin camisa debido al ardiente calor, con su increíble y fuerte torso sudoroso desnudo.
—Me encantaría dejar la marca de mis uñas en su espalda… — susurró la rubia en celo.
Y ésa fue la gota que colmó el vaso: Paula tropezó y tiró a la rubia encima de unos botes de pintura que en esos momentos permanecían abiertos. Alicia gritó airada, insultando a Paula en medio de un gran charco de pintura blanca que cubría prácticamente todo su cuerpo y parte del suelo.
Después de que Pedro la ayudara a incorporarse, la rubia gritó unos cuantos insultos más y finalmente se marchó dando tumbos en su elegante deportivo.
Pedro caminó decidido hacia Paula, la acorraló contra la pared y se enfrentó a su enfurecido diablillo.
—Ésa es la muestra de celos más descarada que he visto.
—¡Yo no estoy celosa! —gritó Paula a la cara de Pedro.
—Sí claro, pregúntaselo a la rubia —contestó Pedro riéndose de ella.
Paula, rabiosa, se deshizo de la prisión de sus brazos y le lanzó la pintura del cubo que quedaba aún sin derramar.
Un Pedro teñido de blanco la miró asombrado y sonriendo lobunamente la persiguió por toda la casa para darle un cariñoso abrazo, pero nunca llegó a atraparla, ya que Paula se dirigió con gran agilidad y rapidez hacia su coche y, mientras arrancaba su deportivo, gritó:
—¡Yo no estoy celosa!
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Cuando Paula llegó a casa de sus padres aún despotricando contra la rubia y Pedro, su padre le tendió una cerveza, sonriente.
—Ha llamado Pedro, dice que no has heredado mi talento para las ventas.
— No convenía vendérselo a esa rubia de silicona sin sesos en la cabeza; seguro que, en cuanto la tuviera, haría reformas atroces.
—También me ha comentado que como pintora eres un desastre. Has ensuciado todo el parqué nuevo. ¿No se supone que tenías que pintar en las habitaciones y no en el salón?
—¿Pedro te comentó esa ridícula idea de pintar las paredes con paisajes…?
—No me parece ridícula en absoluto, tienes mucho talento, ¿y qué mejor forma de darte a conocer que haciendo lo que te gusta en un gran lienzo, dejando un cuadro único para cada hogar?
—Papá, qué cosas más bonitas dices... —comentó Paula
abrazándolo con cariño.
—No son palabras mías, sino de Pedro. Así fue cómo me convenció para que te dejara entrar en el negocio.
—¿Te ha comentado Pedro algo más de mí? —preguntó Paula rezando para que Pedro no le hubiera contado a su padre nada de lo ocurrido.
—Me comentó que conociste a tu cuñada y que no te cayó demasiado bien.
—Yo no he conocido aún a la hermana de Jorge —se extrañó Paula a la vez que su madre salía exultante de alegría al porche.
—¡Por fin me he librado de esa arpía! —exclamó alegremente—. ¡Gracias a Dios que una histérica le ha lanzado un cubo de pintura a su hija y se ha tenido que marchar para ayudarla a quitarse el potingue de encima!
Paula entró en casa desolada decidiendo que definitivamente ése no era su día cuando la voz de su padre la detuvo.
—También me ha dicho que habías perdido algo, que, si querías recuperarlo, lo llamaras.
Paula revisó su bolso, su cartera, las invitaciones, sus ropas, hasta que al fin se fijó en su mano derecha: donde debería de estar el grandioso diamante de Jorge no había tal cosa, sino una sencilla alianza de oro con bonitas incrustaciones.
Por dentro estaba grabado su nombre, ¡y cómo no!, el de Pedro.
—Oh, ¡ahora mismo voy a llamarlo! —espetó decidida mientras marcaba bruscamente su número y, tras varios intentos sin recibir contestación alguna, dejaba un largo mensaje repleto de insultos en su contestador.