miércoles, 16 de agosto de 2017

CAPITULO 34




Pedro Alfonso tardó todo un año en recuperarse por completo de la lesión.


Como se temía, no pudo volver a jugar profesionalmente y su plaza en el equipo fue cedida a otro alumno mientras él estaba en el hospital.


Después de las facturas médicas, apenas le quedaba dinero. 


Lo poco que había conseguido ahorrar entrenando a novatos y trabajando de camarero en el campus, junto con su cuantiosa beca, habían acabado siendo utilizados para la recuperación total de su rodilla.


Pedro volvió a casa abatido y sin saber qué hacer. Tras soportar durante semanas las miradas de lástima de su madre y de su abuela, de sus vecinos y amigos, puso sus cosas en una maleta y se marchó a la casa del lago que le había regalado el señor Chaves años atrás.


La casa de dos plantas apenas estaba en condiciones para que alguien viviera allí. Ya a simple vista parecía ruinosa, con su pintura resquebrajada, sus ventanas rotas, muchas de las cuales carecían de cristales, y su puerta desencajada.


El interior no era mucho mejor, con muebles viejos llenos de polvo y telarañas. Lo único que había podido arreglar antes de marcharse fue la cocina, que lucía como nueva, y las instalaciones básicas, por lo que gozaba de electricidad y agua caliente. Lo demás era todo un desastre, pero ese desastre era lo único que le quedaba. Sacó sus herramientas y se dispuso a convertir ese montón de ruinas en un hogar.


Pedro sólo salía de su casa para dos cosas: comprar alimentos y adquirir materiales para sus arreglos. Se convirtió en un auténtico ermitaño, aislado de todo contacto humano.


Todos en Whiterlande estaban tremendamente preocupados, pero, como ni sus familiares ni sus amigos pudieron sacarlo de su soledad, decidieron darle tiempo hasta la llegada de Paula, a la que esperaban impacientemente mientras apostaban cuánto tardaría Doña Perfecta en sacar a Pedro Alfonso de su viejo caserón.


Tardó exactamente cinco segundos en sacarlo de su casa, ya que Paula se encontraba en el porche con una cerilla encendida en una mano mientras en la otra portaba un bidón de gasolina.


Pedro Alfonso, ¡o sales de la casa o le prendo fuego!


—¡No te atreverás! —gruñó el joven desde dentro mientras se asomaba por la ventana.


—¿Ah no? —respondió Paula a la vez que arrojaba la cerilla encendida en el viejo suelo de madera del porche.


Pedro salió con celeridad hacia el exterior y comenzó a sofocar el pequeño fuego que comenzaba a formarse, apagándolo con la suela de sus botas de montaña. Llevaba puestos unos vaqueros rotos y desteñidos, junto con una vieja camiseta blanca llena de polvo que se pegaba a su pecho sudado marcando sus fibrosos músculos. Su aspecto era desaliñado, con su melena negra despeinada y barba de varios días.


—¿Estás loca? —exclamó enfurecido.


—¡Mírate, pero si has salido de tu casa! Y eso que todavía no he utilizado el bidón de gasolina —comentó Paula mientras le entregaba el bidón—. Por cierto, el señor Templen te manda esto. Te lo olvidaste la última vez que fuiste a su tienda —señaló Paula mientras pasaba hacia el interior sin esperar invitación alguna. Sus zapatillas de lona resonaron por el viejo suelo, y Pedro se permitió admirar su cuerpo, recordando todas y cada una de las curvas que lucía bajo esos cortos pantalones negros y esa camiseta rosa de tirantes bastante ajustada.


La casa continuaba llena de polvo y suciedad. La única variación eran las herramientas y los tablones de madera que descansaban esparcidos por el salón y la entrada ocupándolo todo.


—¿Cómo demonios puedes vivir así? —inquirió Paula señalando la suciedad acumulada.


—Es lo único que me queda —respondió Pedro—, mientras la arreglo no me da tiempo a limpiarla y no tengo dinero para contratar a nadie, así que vivo como puedo y punto. ¿A qué has venido? ¿A atosigarme?


—No, a comprobar que no te habías convertido en el gilipollas que me habían comentado los amigos y vecinos.


—Dudo que alguien que no seas tú despliegue ese lenguaje al referirse a mí.


—Es verdad: ellos te llamaron solitario, ermitaño, poco sociable... Yo prefiero ser más realista.


—¿Se puede saber por qué vienes a insultarme? Hace casi dos años que no nos vemos y lo primero que me dices es que soy gilipollas.


—Porque lo eres. El año pasado quise ir a verte, pero tú echabas a todos de tu lado porque estabas amargado. Este año por fin te veo y lo único que sabes hacer es gruñirme como un animal herido.


—¿Qué quieres que haga, Paula? ¿Celebrar que ya no tengo nada, ni carrera profesional, ni título universitario, ni dinero, ni fama, ni…?


—¡Estás vivo, tienes una casa, una furgoneta, una familia y amigos que te quieren! —interrumpió Paula—. ¡No puedes vivir pensado continuamente en el pasado!


—Y eso me lo dice alguien que está obsesionada con una lista que comenzó a hacer cuando tenía… ¿Cuánto? ¿Ocho, diez años?


—¡No cambies de tema! —repuso Paula amenazadoramente señalándolo con un dedo.


—¿Que no cambie de tema? ¡Sabes que es físicamente imposible que un hombre reúna todas las cualidades que has puesto en ese viejo papel, sólo lo utilizas como escudo para no enamorarte nunca de nadie! Todos somos imperfectos, ¡incluida tú, Doña Perfecta!


—Yo no tengo ningún defecto —declaró Paula enfurecida
mientras se ponía de puntillas y acercaba su rostro al de Pedro.


—Oh, sí: uno muy grande —contestó él acercándose más a ella.


—¿Y se puede saber cuál es ese tremendo defecto que tengo, según tú? —lo retó Paula con un leve tono de superioridad.


—Que no te puedes resistir a mí —susurró Pedro en el oído de Paula mientras cogía fuertemente sus nalgas, atrayéndola contra su cuerpo para que notara la evidencia de su excitación.


—Eso… es… mentira —contestó entrecortadamente mientras Pedro lamía su cuello.


—¿Eso es un reto, ricitos? —preguntó burlonamente empujándola contra la pared y comenzando a acariciar sus senos por encima de la camiseta.


—Sí —contestó Paula al sentir cómo su mano se introducía en el escote de su camiseta y excitaba sus pezones con expertas caricias—. ¡No! —rechazó Paula cuando su mano abandonó sus caricias dejándola con ganas de restregarse contra su cuerpo.


—A ver si te aclaras, ricitos —rió Pedro sin dejar de acariciar su cuerpo —. ¿Sabes? Hay un punto en esa lista que me tiene un poco confundido, ¿cómo sabes que no te gusta lo salvaje si nunca lo has probado? —señaló Pedro mientras desabrochaba los pantalones de Paula e introducía una mano por sus braguitas hasta acariciar sus húmedos rizos rubios, haciéndola gemir y estremecerse contra su mano—. ¿Lo probamos, ricitos? ¿Lo hacemos en plan salvaje contra la pared? —apremió Pedro mientras introducía uno de sus dedos en su interior.


—Sí —gimió Paula llena de placer alzándose contra su mano.


—Recuerda que tú me lo has pedido, ricitos —manifestó Pedro sacando su mano de entre sus piernas y devorando todo su cuerpo con sus ojos ávidos de deseo.


—¿Que te he pedido qué...? —preguntó Paula confusa apoyándose contra la pared.


—Esto —declaró Pedro dándole la vuelta con violencia y haciendo que apoyara las manos en la pared, mientras sacaba del confinamiento de la camiseta uno de sus senos y jugaba violentamente con su pezón.


La desprendió rápidamente de sus pantalones, dejándola sólo con sus braguitas. Paula sintió como él besaba su nuca, haciéndola estremecer.


Una de sus manos acarició sus húmedas braguitas, arrancándole gemidos de gozo.


Cuando él interrumpió la tortura que aplicaba a uno de sus senos, oyó cómo la cremallera de los pantalones de Pedro se bajaba, y como su ropa interior se rasgaba y quedaba desnuda y expuesta ante él.


Sintió su miembro contra sus nalgas desnudas, moviéndose una y otra vez, humedeciendo cada vez más su mojada entrepierna. Sus manos arañaron fuertemente la pared con desesperación, mientras restregaba su cuerpo ávido de deseo contra su erecto miembro buscando la liberación.


Él la apartó rudamente de la pared y la hizo apoyarse contra el respaldo del viejo y polvoriento sofá, dejándola más expuesta. Paula agarró fuerte las sábanas que cubrían el sofá entre sus manos cuando Pedro la inclinó un poco más y, de una rápida embestida, la penetró por detrás sin dejar de acariciar su clítoris.


Ella sollozaba de placer mientras se movía desesperada contra su pene pidiendo más, cuando de repente Pedro dejó de moverse y las caricias cesaron.


Paula protestó moviéndose, haciéndolo salir y entrar lentamente en ella.


— ¡Para! —gruñó Pedro mientras la advertía—. Alguien ha tocado a la puerta.


Paula intentó incorporarse para comenzar a vestirse, pero Pedro no la dejó; empujó su cuerpo nuevamente a la posición anterior y siguió firmemente hundido en ella.


—¿Quién es? —preguntó Pedro al inoportuno visitante en voz alta.


—Soy yo, Jose, ¿mi hermana está contigo? —preguntó preocupado.


—Sí, está aquí —contestó Pedro con una malévola sonrisa en los labios mientras volvía a moverse dentro de ella y reanudaba las caricias en su sensible clítoris.


Paula mordió uno de sus puños para que su querido hermano no descubriera lo que estaba haciendo.


—¿Y qué se supone que está haciendo a solas contigo?


—Ayudándome a quitar el polvo —rió divertido mientras la penetraba con más fuerza— ¡Y no sabes la que está liando! —Acarició con más ímpetu su zona más sensible, haciéndola ahogar sus gritos de placer.


—Bueno, ¿me dejas entrar sí o no? —preguntó Jose decidido a dejar de hablar con una puerta.


—Lo haría encantado, pero en estos momentos hay una pila de maderos apoyados contra la puerta y no puedes pasar. ¿Verdad, Paula? —preguntó Pedro saliendo lentamente y volviendo a entrar con una rápida estocada.


—¡Sí! —exclamó Paula entrecortadamente, ahogando uno de sus gritos, muy próxima ya al orgasmo.


—Tu hermana ha decidido quedarse estas vacaciones en mi casa para ayudarme a limpiarla. Después de todo me lo debe por la broma pesada del hospital. ¿Verdad, Paula? —preguntó nuevamente Pedro que, sabiéndola próxima al orgasmo, dejó de moverse.


Paula le dirigió una mirada furiosa por encima del hombro. Pedro le mantuvo la mirada retándola a negarse y recordándole con una suave estocada el placer que podía darle.


Ella cerró los ojos, gimió frustrada con el cuerpo en tensión y lleno de deseo.


— Sí, me quedaré con este energúmeno —gritó finalmente enfurecida, recibiendo como castigo una fuerte embestida que hizo que sus rodillas temblorosas se doblaran, seguida de unas potentes y arrolladoras penetraciones que le hicieron tener un orgasmo demoledor, mientras se convulsionaba contra su duro miembro y mordía fuertemente el mugriento sofá para no gritar.


Saciada aunque con Pedro aún dentro de ella próximo al orgasmo, gritó a su hermano irritada por todo lo ocurrido.


—¡Creo que la puerta trasera está abierta, Jose!


Pedro salió de su interior a toda prisa con una gran erección
insatisfecha y de muy mal humor. Mientras intentaba abrocharse los pantalones y Paula se vestía, su mirada se dirigía hacia ella una y otra vez reclamando venganza.


Cuando los pasos de Jose irrumpieron en la estancia, los dos estaban más o menos presentables.


—¡Paula, estás llena de polvo por todos lados! Creí que sólo
venías a hacer una visita, no a ponerte a hacer trabajos forzados.


Pedro, que es un hombre muy convincente, me ha propuesto que lo ayudara, y yo, que soy un alma caritativa, he aceptado. Pero creo que necesitará que también vosotros echéis una mano. ¿Por qué no nos quedamos los cuatro aquí, en la vieja casa, como cuando éramos niños?


—¡Sí, ésa es una buena idea! —exclamó Jose convencido—. Además, papá no te dejaría quedarte con un hombre a solas, ni aunque fuera el vecino. ¿Voy a casa a por las cosas y tú te quedas limpiando un poco?


—No, tengo muchas cosas que recoger —respondió Paula—. Mejor voy contigo.


Cuando pasó al lado de Pedro, éste la cogió del brazo y le susurró al oído:
—No creas que con la presencia de tus hermanos vas a librarte de mí tan fácilmente.


—No, pero te será mucho más difícil quedarte a solas conmigo — murmuró Paula deleitándose en su victoria.


Minutos después de que Paula corriera hacia su coche, Jose entró con una bolsa de hielo.


—Toma, Paula me ha comentado que tienes una zona hinchada. Si la hinchazón no baja, deberías ir al médico —comentó Jose preocupado por su rodilla.


—No te preocupes, bajará —repuso Pedro decidido mientras miraba perversamente hacia el coche de Paula y ponía hielo en su rodilla simulando que ésa era la «zona hinchada» que más le dolía.








CAPITULO 33




Penélope nunca hubiera imaginado que el día en el que su hijo volvió a tener nuevamente deseos de ponerse en pie comenzaría con la estrambótica presencia en su habitación de varias coronas de flores para difuntos.


A las diez de la mañana comenzaron a llegar las flores.


Su hijo permanecía en la cama, una vez más haciendo como que dormía aunque sólo estaba recordando todo lo que había perdido, compadeciéndose de nuevo de sí mismo. Su aspecto estaba muy desmejorado: estaba pálido, había perdido peso y en su rostro lucía una barba de dos semanas. 


A primera vista apenas parecía vivo, a no ser por el movimiento de su pecho al respirar.


Tocaron a la puerta y luego, con paso solemne y gesto fúnebre, entró un mensajero con una corona de flores silvestres.


—Señora Alfonso, lo siento mucho —expresó con gran pompa tendiéndole las flores.


—Debe de haber un error... —comentó Penélope mientras cogía las flores y las colocaba junto a la silla donde ella dormitaba.


—No señora: usted es Penélope Alfonso, ¿verdad?


—Sí, pero…


—Estas cosas pasan, seguramente él era muy joven, pero la vida sigue… —el mensajero interrumpió su discurso y se quedó petrificado cuando el supuesto cadáver se alzó enfurecido del lecho y gritó:
—¡Mamá, se puede saber quién narices me ha mandado una corona de muertos!


—Le dije que había sido un error, mi hijo no ha fallecido —comentó la señora Alfonso intentando sacar del estado de shock al pobre mensajero.


—¡Quién ha sido el graciosillo que me ha mandado esto! —vociferó iracundo el paciente, que esta vez había conseguido ponerse en pie y, apoyándose en el mobiliario, había llegado hasta donde se hallaba la corona de flores. Leyó atentamente lo nota adjunta; tenía alguna sospecha acerca de quién podía ser el molesto gamberro, y esa sospecha se confirmó cuando el mensajero contestó, algo más sereno:
—Las envía Paula Chaves.


—¡Pues lléveselas de vuelta! —exclamó Pedro airado.


—Lo siento, pero ya están pagadas —apuntó el mensajero.


Después de que Penélope firmara el resguardo de entrega, porque así lo dictaba el protocolo, el mensajero se dispuso a marcharse ante las enfurecidas protestas del supuesto muerto, pero entonces otro mensajero con una nueva corona de flores abrió la puerta.


—Cuidado, que este muerto grita mucho —comentó el primer mensajero al segundo mientras salía rápidamente de la habitación.


A lo largo de la mañana llegaron en total doce coronas de flores, que se fueron acumulando en la pequeña habitación.


Los mensajes eran de lo más original: había desde un «Lázaro, levántate y anda» hasta un «Recuerdo de tu querida y amada vecina», sin olvidar el típico «Todo el pueblo te recordará con cariño».


Penélope no pudo leer los dos últimos porque su hijo, furioso, se puso en pie nuevamente y se los tiró a la cabeza a los pobres mensajeros.


Penélope Alfonso no sabía si reír o llorar con la broma pesada de Paula, pues, a pesar de que era de muy mal gusto, había conseguido levantar a su hijo de la cama, aunque sólo fuera para gritar como un energúmeno a los mensajeros.


Al final de la tarde Penélope acabó llorando de la risa mientras agradecía a Dios la nueva intervención de Paula Chaves: alguien llamó a la puerta y Penélope corrió a abrir antes de que su hijo profiriera una nueva amenaza a un pobre inocente. Ante ella apareció un cura preparado para dar las amonestaciones y la extremaunción. Era algo mayor, un poquito más bajo que ella, medio calvo, y lo poco que le quedaba de pelo estaba encanecido por el paso de los años. Portaba unas grandes gafas y su rostro parecía simpático y benevolente.


—Señora, ¿dónde está el moribundo? —preguntó el sacerdote respetuosamente muy dispuesto a cumplir con su deber.


Penélope quedó muda ante su presencia. El cura entró en la habitación y se dirigió hacia Pedro mientras comenzaba con sus oraciones en latín y hacía la señal de la cruz.


—Bien, hijo, ¿quieres confesar tus pecados antes de cruzar hacia el otro lado? —inquirió el religioso.


—Sí, ¡voy a matar a mi vecina! —gritó Pedro irritado.


—¡Hijo mío! —se escandalizó el sacerdote—. Eso es muy grave, mancharte las manos con la sangre de una inocente es…


—¡Oh, no! ¡No es para nada inocente! ¡Joder! ¿Es que nadie me va a creer hoy cuando le digo que no me estoy muriendo?


—Perdónele, padre —se disculpó Penélope ante las palabras de su hijo—. Pero es verdad, él no se está muriendo: es sólo una lesión en la rodilla.


— No puede ser, una jovencita muy amable me contó que un amigo suyo se estaba muriendo en el hospital. Me aseguró que yo podría hacer algo por él. Le comenté lo de la extremaunción y me dijo que eso serviría.


—Ésa es mi vecina —gruñó Pedro entre dientes.


—¡Ah, sí! ¡Pues de ningún modo voy a permitir que mates a esa dulce jovencita! —exclamó indignado el sacerdote.


—Padre, lo dijo en broma. Desde pequeños no hacen más que hacerse trastadas —explicó Penélope antes de que el cura llamara a la policía.


—Entonces, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó el cura, molesto, a Pedro.


—Una rotura de ligamentos en la rodilla. No podre volver a jugar profesionalmente al fútbol.


—¿Eso es todo? ¡A Cristo lo clavaron en una cruz! ¡En esta misma planta hay decenas de niños enfermos que no llegarán al final de esta semana!, ¿y tú te lamentas por una rodilla? ¡Me voy! ¡No aguanto a estos jóvenes que se quejan por nada! ¡Y como le pase algo a esa jovencita adorable, sabré que has sido tú! —dijo el sacerdote señalándolo acusadoramente, a la vez que salía de la estancia.


—Esto es lo último —gruñó Pedro antes de coger el teléfono móvil—. ¡No se te ocurra enviarme nada ni a nadie más, loca de las narices! —gritó enfurecido—. ¡No! ¡No voy a hacer rehabilitación para…! ¡No serás capaz! ¡Joder, Paula, ni tú tienes tanto dinero como para comprar eso!, ¿qué has hecho una colecta? ¡Sí, de acuerdo! ¡Voy a hacer rehabilitación, sólo para ir allí y pegarte una patada en el culo! ¡Y ni se te ocurra enviarme el ataúd! —rugió Pedro a través del teléfono antes de arrojarlo sobre la mesa.


—Mamá, mañana empiezo con la rehabilitación —informó Pedro a su madre cayendo rendido ante todo lo ocurrido ese día.


Penélope salió de la habitación, y llena de dicha llamó a Norma para darle la buena noticia.


Pedro por fin ha decidido levantarse y todo es gracias a…


—Paula Chaves—contestó la anciana sin dejarla terminar.