miércoles, 9 de agosto de 2017
CAPITULO 7
En todos los años que tenía Norma, y ya eran muchos pues estaba cerca de los sesenta, nunca había presenciado una serenata tan espantosa como la que dedicó su nieto a la vecina.
Todo había comenzado esa misma mañana, cuando había visto a su nieto de quince años correr de un lado a otro de la casa con sus ahorros en la mano.
—Abuela, ¿me prestas cinco dólares? —preguntó Pedro con cara de angelito, por lo que en esos momentos Norma supo que planeaba una de las suyas.
—Espero que no quieras el dinero para hacer alguna de tus trastadas —dijo la abuela mientras le tendía el dinero, sin poder resistirse a la mirada lastimera de esos preciosos ojos marrones.
—No abuela, es para dar una serenata a una chica. Me faltan cinco dólares para poder alquilar los instrumentos.
—¡Oh, qué romántico! —declaró Norma conmovida—, tu abuelo también me cantaba al pie de la ventana cuando éramos jóvenes. ¿Y quién es la afortunada…?
Pedro no dejó que su abuela terminara la pregunta.
Rápidamente le dio un beso en la mejilla agradeciéndole su aportación y se despidió mientras salía por la puerta:
—¡Ya lo verás, abuelita!
En cuanto Norma vio como los ojos de su nieto brillaban
emocionados y una sonrisa ladina cruzaba su rosto mientras se despedía con esas palabras, supo que no era nada bueno lo que tenía planeado para ese día, y que, sin duda, la vecina andaba implicada en ello. Ojalá se equivocase, pero conocía demasiado bien a su nieto y esos ojos que le delataban cuándo estaba planeando una de las suyas.
La tarde transcurrió plácida, sin que ocurriera nada, por lo que Norma se preguntó si por primera vez en años se habría equivocado con su nieto. Pero después de cenar Pedro corrió a su habitación teléfono en mano y allí se encerró durante un buen rato.
Norma comenzó a sospechar, y sus sospechas se vieron confirmadas cuando minutos después apareció ante la puerta de su casa un grupo de cinco niños vestidos con vaqueros raídos, camisetas de calaveras y cadenas por todas partes. Uno de ellos, el que menos cadenas llevaba, preguntó amablemente:
—¿Está Pedro?
A la abuela no le dio tiempo a contestar cuando apareció su nieto corriendo como un torbellino y vestido como los demás.
—¿Está todo preparado? —quiso saber mientras salía por la puerta hacia el jardín de la vecina.
—¡Todo listo! —contestó uno de ellos.
—Bien, ¡que empiece el espectáculo! —gritó Pedro animando a sus amigos.
Norma, resignada a las correrías de su nieto, se sentó en la vieja silla del porche con una limonada a la espera de que comenzara la función.
En el jardín trasero de la señora Chaves, en el silencio de la noche, habían sido montadas una batería, dos guitarras eléctricas con amplificador, un bajo, una pandereta y un micrófono.
Todos los niños tomaron posición, se encendieron los altavoces y comenzó la serenata. El cantante principal era Pedro Alfonsoy las canciones, sin duda alguna de su creación, ya que cada una de ellas iba dirigida a Paula Chaves.
Podía haber tenido éxito con su serenata, a pesar de cantar como un cuervo apaleado, si las letras de las canciones no contuvieran textualmente frases como «Paula es como un grano en el culo que no me puedo arrancar», y eso lamentablemente era sólo el estribillo.
La agasajada con esta inusual ronda no tardó en asomarse por la ventana.
—¡Qué narices estás haciendo, Pedro Alfonso! ¡Mañana tengo un examen de ciencias, y con tus mugidos de vaca moribunda no me puedo concentrar!
—¡Ricitos, te estoy ofreciendo una serenata que durará unas tres horas, así que siéntate y disfruta del espectáculo! —contestó Pedro con alegría.
—¡Voy a llamar a la policía para que te meta a ti y a tu horrenda banda en la cárcel! —amenazó Paula.
—Lo siento ricitos, pero dar una serenata no es ilegal, lo he mirado en Internet, y lo he consultado con el jefe de policía,
así que uno, dos, tres…
Para desgracia de todos, Pedro continuó cantando.
Paula lo probó todo: tapones en los oídos, orejeras sobre los
tapones e incluso una almohada envolviendo su cabeza, pero nada de lo que hiciera conseguía apartar de sí ese horrendo ruido. Así que finalmente corrió hacia la cocina, cogió un gran cubo de agua y desde la ventana de su habitación lo arrojó hacia el cantante.
Por unos segundos se calló, pero después siguió berreando.
Finalmente, resignada a no poder dormir o estudiar, Paula sacó de nuevo su cabeza por la ventana y suplicó:
—¡Por Dios, haré lo que me pidas, te daré lo que quieras, pero cállate de una maldita vez!
—¿Te casarás conmigo, ricitos? —preguntó Pedro malévolamente, sabedor de la repuesta.
Paula, furiosa, le enseñó su lista y escribió mientras recitaba en voz alta:
—¡Siete! ¡Que cante como los ángeles!
Entonces Pedro le informó divertido:
—¿A que no sabes cómo he decidido llamar mi grupo, ricitos?
—Los sapos apestosos —apostó Paula muy convencida ya de que el cantante principal era un batracio repugnante.
—No, a partir de ahora nos llamaremos Los ángeles del infierno. ¿Te casarás conmigo, ricitos? Ahora canto como los ángeles.
Paula no tardó en hacer llegar su respuesta y fue entonces cuando el cubo voló hacia la cabeza del cantante poniendo fin al concierto.
Norma no pudo aguantar las carcajadas al ver como su querido nieto recibía su merecido. Siguió bebiendo de su dulce limonada mientras observaba a los chicos recoger los delicados instrumentos, ya que Paula había amenazado con prenderles fuego si seguían cantando.
De repente, el coche del jefe de policía aparcó junto al porche de los Alfonso. Philips bajó del vehículo con gran celeridad y preguntó preocupado a Norma mientras sacaba su arma:
—¿Dónde está la víctima?
—¿Qué víctima? —respondió con extrañeza Norma.
—Paula me ha llamado diciendo que escuchaba unos berridos infernales que provenían de aquí, que no sabía distinguir si eran de hombre o mujer, pero aseguraba que por el sonido lo más seguro era que estaban torturando a alguien.
—Ah, sí, eso era mi nieto cantando —explicó Norma entre risas mientras señalaba a los muchachos en el jardín de su vecina.
—¡Por Dios, qué susto me ha dado! —exclamó Philips enfundando su arma—. Espero sinceramente que tu nieto nunca sea admitido en el coro, si no corremos el peligro de quedarnos sordos.
—He escuchado por ahí que se hacen apuestas sobre las trastadas de mi nieto y la vecina —comentó Norma cambiando de tema.
—Bueno, sí… no son legales, ya lo sé... Pero este pueblo es muy aburrido y…
—Quiero apostar por mi nieto —interrumpió Norma, divertida—, sin duda es un diablillo, pero no les digamos nada a las madres. Ya sabes como se ponen con eso del juego.
Ambos guardaron silencio cuando vieron aparecer a Pedro empapado y con una sonrisa de satisfacción en el rostro que indicaba que no estaba nada arrepentido de su trastada. Mientras pasaba junto a su abuela, soltó:
—Abuela, hay algunas mujeres a las que no le gustan las serenatas.
Cuando Pedro hubo desaparecido del porche, el jefe de policía preguntó:
—¿Eso era una serenata?
—Según mi nieto, sí.
—Creo que este mes yo también apostaré por tu nieto, Norma — concluyó el jefe de policía antes de volver a la comisaria.
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