miércoles, 9 de agosto de 2017

CAPITULO 11




Juan Chaves, por primera vez en dieciséis años, estaba preocupado.


Sabía que ese momento tendría que llegar algún día, que su hija se haría mayor y saldría con chicos, pero, para él, Paula aún era su niñita.


Su pequeña había ido a un baile y aunque suplicó y rogó a su mujer que le dejara ir al instituto a espiar, Sara se lo había prohibido rotundamente, así que no le había quedado más remedio que esperar en casa sentado en el viejo sillón del salón que había situado delante de la puerta con la lámpara del salón encendida y un viejo libro como compañía.


Como no podía hacer nada para vigilar a su hija, le pidió a los gamberros de sus hermanos que la espiaran durante toda la fiesta y que no la dejaran a solas con ese jovencito lleno de hormonas ni un solo instante, pero sus hijos eran unos tarambanas y seguro que se habían olvidado de su hermana en cuanto llegaron al baile.


Su último recurso antes de resignarse a perder a su pequeña había sido pedir a Pedro que compartiera el coche de alquiler con sus hijos. Con suerte esos dos volverían a las andadas y pasarían todo el tiempo discutiendo, sus parejas se cansarían de ellos y su Paula volvería a casa diciendo que odiaba a todos los chicos y los bailes.


—Dios, por favor, que vuelva a casa despotricando del vecino y no con una sonrisa radiante de «me he besado con un joven adolescente y quiero más» —rezó Juan Chaves antes de que la puerta de su casa se abriera con brusquedad y su hija entrara descalza y gritando.


—¡Odio a Pedro Alfonso y no pienso volver a ir a ningún estúpido baile con chico alguno! ¡De hecho, no pienso salir con ningún chico! ¡Nunca!


—Gracias, Dios mío —murmuró Juan antes de levantarse del sofá para calmar a su hija.


Sus hermanos, que entraron tras ella, intentaron calmarla y muy pronto no tardó en unirse a la reunión Sara, que salió de su habitación en la planta superior dispuesta a solucionar una vez más el enfado que su hija tenía con el vecino.


Cuando la madre de Paula entró al salón adormilada, terminó de despertarse de golpe en cuanto vio a sus hijos con las ropas destrozadas y llenos de morados peleándose, a su hija buscando la escopeta de perdigones con el vestido de noche y descalza, y a su marido persiguiéndola una vez más portando el folleto de ese instituto «sólo de chicas», que no paraba de sacar en cada conversación desde que se había dado cuenta de que Paula era toda una mujer.


—¿Qué demonios pasa aquí? —gritó Sara a pleno pulmón poniendo fin a todo el alboroto.


—Paula odia a los hombres y las fiestas —contestó Juan muy ilusionado.


—Mis hermanos se han peleado en el baile —cotilleó Paula en un intento de distraer a su madre de lo que estaba haciendo.


Pedro ha besado a Paula… —comentó Daniel evitando la mirada furiosa de su madre.


—Y por eso… Paula quiere pegarle un tiro al vecino —señaló Jose librándose de la atención de su madre, que finalmente recayó en su hermana.


—¡Ésa es mi niña! ¡Así se hace! ¡Ven aquí, que te enseño a disparar! —animó Juan a su hija bajo la mirada reprobatoria de su mujer.


—¡Nadie va a disparar al vecino! —gritó Sara histérica—. Paula, ¿te has vuelto loca? ¡Suelta la escopeta de tu padre ahora mismo!


—¡Pero mamá, me besó en la boca y me metió la lengua! ¡Fue asqueroso! ¡No voy a volver a besar a un chico en mi vida! —protestó Paula mientras bajaba la escopeta.


—¡Gracias, Dios, porque el vecino no sabe besar! Mañana mismo le regalo una cesta de frutas —murmuró Juan.


—¡Juan, cállate y déjame a solas con tu hija! ¡Me estás poniendo histérica! —dijo Sara señalando la puerta del salón.


—Vale, pero luego me lo cuentas todo, y tú, hija, piensa lo del instituto de chicas. Ahí te dejo el folleto para que le eches un vistazo — respondió alegremente el padre de Paula antes de marcharse.


—Y vosotros dos estáis castigados durante un mes sin paga y sin salir, por pelearos en el baile como animales, ¡y ahora a vuestro cuarto! — ordenó Sara a sus hijos, que salieron de la habitación refunfuñando.


Después de comprobar varias veces que nadie escuchaba tras la puerta, pues en las dos primeras ocasiones todos estaban con la oreja pegada cotilleando, Sara se sentó junto a Paula en el sofá y la animó a acompañarla y soltar la escopeta.


—¿Qué pensabas hacer: dispararle al vecino y volver a casa como si tal cosa? Podrías hacerle daño o hacértelo tú.


—Pero mamá, era mi primer beso… Mi primer beso me lo ha dado el vecino, que es todo lo contrario a mi hombre ideal. Estaba tan ilusionada con que fuera especial... —manifestó Paula entre sollozos.


—A lo largo de los años tendrás otros besos, algunos serán más especiales que otros, pero el más especial será cuando encuentres a tu media naranja, tu otra mitad. Él te besará y el mundo desaparecerá para ti, sólo existirá él —explicó Sara—. Lo de hoy sólo ha sido el primero, eso no es especial. El del hombre adecuado es el que importa.


—Gracias, mamá —dijo Paula más calmada mientras besaba la mejilla de su madre y subía a su habitación.


Una vez en su cuarto, Paula sacó su lista y escribió: «9. Que sus besos sean especiales.»


A la mañana siguiente Pedro recibió una gran cesta de frutas.


Mientras miraba la tarjeta algo extrañado, preguntó a su abuela Norma mientras ésta arreglaba las plantas de su jardín:
—Abuela, si una chica te manda una cesta de frutas después de un baile y un beso, ¿qué significa?


—Cielo, eso es como cuando tú le mandas unas flores a una chica después de una cita. Seguro que el baile le encantó y el beso la fascinó.


— Esto… Abuela, ¿y si el que te manda la cesta de frutas es el padre de la chica?


—Entonces, hijo mío, es mejor que la olvides… ¿Qué pone la tarjeta? —preguntó Norma curiosa.


—«Gracias por besar a mi hija» —leyó Pedro algo molesto.


—¿Tan mal besas, hijo mío? —preguntó Norma bromeando con el granuja de su nieto, sabedora de su respuesta.


—Hasta ahora nunca se han quejado —respondió Pedro con chulería—. Pero supongo que tendré que seguir practicando —comentó con una sonrisa pícara mientras dirigía una mirada a casa de la vecina.


Poco después sonó el teléfono y su nieto entró apresuradamente para atender la llamada. Norma no pudo aguantar la curiosidad y se acercó para ver quién firmaba la tarjeta. Le pareció casi imposible, pero ante sus ojos aparecía la firme letra de Juan Chaves. Al fin comprendió por qué su nieto volvió a casa una hora después del baile, a pie, sin pareja alguna y con dos zapatos de mujer en las manos.



1 comentario:

  1. Morí de risa con estos caps, me fascina esta historia, es súper divertida jajajajajaja.

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