miércoles, 16 de agosto de 2017

CAPITULO 33




Penélope nunca hubiera imaginado que el día en el que su hijo volvió a tener nuevamente deseos de ponerse en pie comenzaría con la estrambótica presencia en su habitación de varias coronas de flores para difuntos.


A las diez de la mañana comenzaron a llegar las flores.


Su hijo permanecía en la cama, una vez más haciendo como que dormía aunque sólo estaba recordando todo lo que había perdido, compadeciéndose de nuevo de sí mismo. Su aspecto estaba muy desmejorado: estaba pálido, había perdido peso y en su rostro lucía una barba de dos semanas. 


A primera vista apenas parecía vivo, a no ser por el movimiento de su pecho al respirar.


Tocaron a la puerta y luego, con paso solemne y gesto fúnebre, entró un mensajero con una corona de flores silvestres.


—Señora Alfonso, lo siento mucho —expresó con gran pompa tendiéndole las flores.


—Debe de haber un error... —comentó Penélope mientras cogía las flores y las colocaba junto a la silla donde ella dormitaba.


—No señora: usted es Penélope Alfonso, ¿verdad?


—Sí, pero…


—Estas cosas pasan, seguramente él era muy joven, pero la vida sigue… —el mensajero interrumpió su discurso y se quedó petrificado cuando el supuesto cadáver se alzó enfurecido del lecho y gritó:
—¡Mamá, se puede saber quién narices me ha mandado una corona de muertos!


—Le dije que había sido un error, mi hijo no ha fallecido —comentó la señora Alfonso intentando sacar del estado de shock al pobre mensajero.


—¡Quién ha sido el graciosillo que me ha mandado esto! —vociferó iracundo el paciente, que esta vez había conseguido ponerse en pie y, apoyándose en el mobiliario, había llegado hasta donde se hallaba la corona de flores. Leyó atentamente lo nota adjunta; tenía alguna sospecha acerca de quién podía ser el molesto gamberro, y esa sospecha se confirmó cuando el mensajero contestó, algo más sereno:
—Las envía Paula Chaves.


—¡Pues lléveselas de vuelta! —exclamó Pedro airado.


—Lo siento, pero ya están pagadas —apuntó el mensajero.


Después de que Penélope firmara el resguardo de entrega, porque así lo dictaba el protocolo, el mensajero se dispuso a marcharse ante las enfurecidas protestas del supuesto muerto, pero entonces otro mensajero con una nueva corona de flores abrió la puerta.


—Cuidado, que este muerto grita mucho —comentó el primer mensajero al segundo mientras salía rápidamente de la habitación.


A lo largo de la mañana llegaron en total doce coronas de flores, que se fueron acumulando en la pequeña habitación.


Los mensajes eran de lo más original: había desde un «Lázaro, levántate y anda» hasta un «Recuerdo de tu querida y amada vecina», sin olvidar el típico «Todo el pueblo te recordará con cariño».


Penélope no pudo leer los dos últimos porque su hijo, furioso, se puso en pie nuevamente y se los tiró a la cabeza a los pobres mensajeros.


Penélope Alfonso no sabía si reír o llorar con la broma pesada de Paula, pues, a pesar de que era de muy mal gusto, había conseguido levantar a su hijo de la cama, aunque sólo fuera para gritar como un energúmeno a los mensajeros.


Al final de la tarde Penélope acabó llorando de la risa mientras agradecía a Dios la nueva intervención de Paula Chaves: alguien llamó a la puerta y Penélope corrió a abrir antes de que su hijo profiriera una nueva amenaza a un pobre inocente. Ante ella apareció un cura preparado para dar las amonestaciones y la extremaunción. Era algo mayor, un poquito más bajo que ella, medio calvo, y lo poco que le quedaba de pelo estaba encanecido por el paso de los años. Portaba unas grandes gafas y su rostro parecía simpático y benevolente.


—Señora, ¿dónde está el moribundo? —preguntó el sacerdote respetuosamente muy dispuesto a cumplir con su deber.


Penélope quedó muda ante su presencia. El cura entró en la habitación y se dirigió hacia Pedro mientras comenzaba con sus oraciones en latín y hacía la señal de la cruz.


—Bien, hijo, ¿quieres confesar tus pecados antes de cruzar hacia el otro lado? —inquirió el religioso.


—Sí, ¡voy a matar a mi vecina! —gritó Pedro irritado.


—¡Hijo mío! —se escandalizó el sacerdote—. Eso es muy grave, mancharte las manos con la sangre de una inocente es…


—¡Oh, no! ¡No es para nada inocente! ¡Joder! ¿Es que nadie me va a creer hoy cuando le digo que no me estoy muriendo?


—Perdónele, padre —se disculpó Penélope ante las palabras de su hijo—. Pero es verdad, él no se está muriendo: es sólo una lesión en la rodilla.


— No puede ser, una jovencita muy amable me contó que un amigo suyo se estaba muriendo en el hospital. Me aseguró que yo podría hacer algo por él. Le comenté lo de la extremaunción y me dijo que eso serviría.


—Ésa es mi vecina —gruñó Pedro entre dientes.


—¡Ah, sí! ¡Pues de ningún modo voy a permitir que mates a esa dulce jovencita! —exclamó indignado el sacerdote.


—Padre, lo dijo en broma. Desde pequeños no hacen más que hacerse trastadas —explicó Penélope antes de que el cura llamara a la policía.


—Entonces, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó el cura, molesto, a Pedro.


—Una rotura de ligamentos en la rodilla. No podre volver a jugar profesionalmente al fútbol.


—¿Eso es todo? ¡A Cristo lo clavaron en una cruz! ¡En esta misma planta hay decenas de niños enfermos que no llegarán al final de esta semana!, ¿y tú te lamentas por una rodilla? ¡Me voy! ¡No aguanto a estos jóvenes que se quejan por nada! ¡Y como le pase algo a esa jovencita adorable, sabré que has sido tú! —dijo el sacerdote señalándolo acusadoramente, a la vez que salía de la estancia.


—Esto es lo último —gruñó Pedro antes de coger el teléfono móvil—. ¡No se te ocurra enviarme nada ni a nadie más, loca de las narices! —gritó enfurecido—. ¡No! ¡No voy a hacer rehabilitación para…! ¡No serás capaz! ¡Joder, Paula, ni tú tienes tanto dinero como para comprar eso!, ¿qué has hecho una colecta? ¡Sí, de acuerdo! ¡Voy a hacer rehabilitación, sólo para ir allí y pegarte una patada en el culo! ¡Y ni se te ocurra enviarme el ataúd! —rugió Pedro a través del teléfono antes de arrojarlo sobre la mesa.


—Mamá, mañana empiezo con la rehabilitación —informó Pedro a su madre cayendo rendido ante todo lo ocurrido ese día.


Penélope salió de la habitación, y llena de dicha llamó a Norma para darle la buena noticia.


Pedro por fin ha decidido levantarse y todo es gracias a…


—Paula Chaves—contestó la anciana sin dejarla terminar.







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