miércoles, 16 de agosto de 2017

CAPITULO 32





Cuando Paula volvió ese año de la universidad se extrañó al no ver a Pedro en casa de su abuela. Preocupada, preguntó a sus hermanos, quienes, a pesar de no ir a la misma universidad que él, eran amigos inseparables del vecino.


Después de los abrazos y besos que recibía todos los años al retornar a casa, se sentó en el porche con una deliciosa limonada junto a Jose y Daniel.


Ellos permanecían tensos, a la espera de sus preguntas, parecían no querer contarle lo que sucedía, ya que evitaban continuamente su mirada.


—¿Dónde está Pedro? —inquirió finalmente Paula; sus hermanos se miraron entre ellos, decidiendo quién sería el que daría la mala noticia, y fue Jose el que comenzó a contestar a sus cuestiones.


Pedrotuvo una lesión a principios de verano. Está bien —añadió Jose al ver como su hermana se disponía a levantarse para ir en su busca—, pero no creen que pueda volver a jugar profesionalmente.


—¿Y eso qué más da? Lo importante es que esté bien y se esté recuperando, porque se está recuperando, ¿verdad?


—Físicamente puede, pero…


—Pero psicológicamente está hecho una mierda —acabó Daniel por su hermano.


—¿Por qué? No lo comprendo; no tendrá una carrera brillante pero aún puede terminar la universidad y centrarse en su futuro.


—No lo entiendes, Paula: ése era su futuro, las notas de Pedro son pésimas y sin la perspectiva de contar con un buen futbolista, la universidad pronto se deshará de él.


—¡Pero eso no es justo! Él es muy inteligente, seguro que puede finalizar su carrera y hacer algo.


—No quiere hacer nada, se ha rendido —comentó Jose apenado.


—¡Tengo que ir a verlo! —exclamó Paula decidida mientras se incorporaba, pero las apesadumbradas palabras de su hermano Daniel la detuvieron.


—No nos permitió entrar, Paula. Jose y yo cogimos dos autobuses para poder ir a verlo. Cuando llegamos al fin, la enfermera nos negó la entrada. Después de discutir con medio hospital supimos que él no deseaba ver a nadie, eso también nos incluía a nosotros.


—Si quieres saber más de él, tal vez deberías ir a hablar con la señora Alfonso. Está muy sola desde que su hija se marchó para cuidar de su nieto, y parece ser que las noticias que le dan no la animan demasiado —indicó Jose, abatido por el destino de su amigo.


Paula se levantó dispuesta a ir en busca de Norma cuando la mano de Daniel la detuvo.


—Si averiguas algo, cuéntanoslo. Estamos muy preocupados por nuestro amigo.


—No te preocupes, averiguaré algo —prometió ella sonriente
mientras se dirigía con decisión a casa de los Alfonso.



****


Norma vio a la joven de los Chaves desde la silla de su viejo porche.


La saludó alegremente con la mano mientras esperaba su visita, porque ella sabía que esa jovencita iría a preguntar por su nieto, un nieto al que ya apenas reconocía. La vida lo había golpeado, pero él no parecía sacar fuerzas para seguir luchando. Según él, no tenía ninguna razón para levantarse de esa cama de hospital que, a cada día que pasaba, parecía tragarse un poco más su vitalidad.


Norma lloraba por estar perdiendo a su jovial nieto a cambio de un extraño desapegado que parecía estar muerto aunque su corazón seguía latiendo.


Paula se sentó junto a ella en otra de sus viejas sillas, la miró en silencio comprendiendo su dolor y, cuando la abuela esperaba otra de esas estúpidas frases de consuelo por lo ocurrido que la hacían desear llorar, la pequeña Paula sacó de sus labios una sonrisa.


—¿Tan malas son sus notas?


—No sé, nunca nos las quiso enseñar.


—Con lo mayor que es y escondiendo las notas a los padres, ¿no le da vergüenza?


—¿Te has enterado de todo? —preguntó finalmente Norma a
Paula.


—Sí, ¿se puede saber por qué no deja que lo vea nadie?


—Según mi hija, está abatido, apenas come y hace ya una semana que debería haber comenzado con la rehabilitación para no perder la movilidad de la pierna, pero se niega a hacer otra cosa que no sea estar tumbado en esa estúpida cama autocompadeciéndose por su desgracia. Yo fui a verlo al principio, pero soy mayor y no puedo estar mucho tiempo durmiendo en esos incómodos sillones. Ahora llamo todos los días, esperando alguna buena noticia que nunca llega —confesó Norma rompiendo a llorar.


—Tranquila, señora Alfonso, yo conseguiré levantarlo de la cama aunque sea a base de patadas —prometió Paula.


—No te dejará entrar, hija mía. No deja entrar a nadie.


—Oh, no se preocupe señora Alfonso. No tengo que estar presente para hacerlo enfurecer. Ya verá usted como al acabar el verano tiene a su nieto en casa gruñendo como nunca, pero de pie.


Paula conversó un rato más con ella sobre cosas banales, le hizo recordar historias pasadas de cuando ella y su nieto eran niños y no paraban de hacerse trastadas y, por primera vez en mucho tiempo, la anciana volvió a reír con ganas.


«Ojalá esa chica pudiera hacer milagros», pensaba Norma mientras la veía marcharse, porque sin duda alguna eso es lo que necesitaría para hacer que su nieto volviera a ponerse en pie.



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