lunes, 21 de agosto de 2017

CAPITULO 48





Desde que Paula anunció en su casa la noticia de su inminente boda, todo estaba descontrolado en el hogar de los Chaves: sus hermanos le hacían un profundo vacío por no haber elegido a su amigo del alma; su padre la miraba en silencio sin apenas dirigirle la palabra, siempre meditabundo y distraído, y su madre estaba llena de euforia ante la perspectiva de una boda.


Los preparativos avanzaban de forma acelerada. Paula, su madre y la madre de Jorge, una señora un poco estirada, elegían a los invitados, las tarjetas, los adornos florales, la iglesia…


Todo era agobiante.


Paula tenía que permanecer siempre en medio de su madre y su futura suegra para que no se tiraran de los pelos, porque, en el mismo momento en que se conocieron, surgieron chispas de odio entre ellas.


Todo empezó con una simple presentación antes de una elegante cena.


Jorge, amablemente, presentó a su madre Analia y a su padre Hector a los señores Chaves. Todo fue cordialidad y sonrisas hasta que Jorge se excusó durante unos instantes, ya que había visto a unos amigos que deseaba saludar.


Fue entonces cuando todos descubrieron lo larga y bífida que era la lengua de la señora Worthington.


—Bueno, ¿y cómo fue que mi hijo y tú os conocisteis? —preguntó Analia aparentando amabilidad.


—Fue en un restaurante como éste —respondió Paula con una sonrisa—. Yo me alejaba enojada con mi cita fallida cuando tropecé con él y, en cuanto nos vimos, supimos que éramos perfectos el uno para el otro.


—Bueno, no eres tan perfecta como otras de las chicas con las que ha salido mi hijo, pero servirás. Después de todo, él te ha elegido. Te tienes que sentir halagada porque entre miles de mujeres te haya elegido a ti — comentó la señora Worthington prepotente.


Su marido reaccionó abriendo los ojos escandalizado por su ataque gratuito, pero, sin reunir el valor para enfrentarse a la perfidia de su esposa, simplemente bebió toda su copa de un trago y pidió más vino al camarero.


Juan Chaves frunció el ceño enfadado, dirigiéndoles una mirada asesina a sus futuros parientes en la que podía leerse claramente «cuando llegue a casa, saco la escopeta»; luego miró con lástima a su hija y continuó cortando su filete, imaginando que era la larga lengua de alguna que otra señora.


Sara Chaves, por su parte, no guardó silencio.


—Mi hija es perfecta, pregunte a todo el pueblo de Whiterlande y le comunicarán lo mismo que yo. Tal vez sería su hijo quien tendría que estar agradecido, ya que no es la primera vez que se declaran a mi pequeña. ¿Podría usted decir lo mismo de su hijo?


—Hay muchas mujeres que van detrás de mi Jorge tanto por su fama como empresario como por su fortuna. Seguro que su hija tiene algún encanto oculto por el que los chicos caen rendidos a sus pies —insinuó repasando reprobatoriamente la apariencia de Paula.


—¡Mi hija es una gran artista que ha trabajado en una de las mejores galerías de arte de Nueva York! —manifestó con orgullo Sara Chaves.


—¡Ah, sí! ¿Ha expuesto algo? Tal vez tenga alguno de sus cuadros en mi hogar.


—No, aún no ha expuesto nada, pero seguro que algún día lo hará.


—Entonces en Nueva York trabajabas sólo vendiendo cuadros de otros con más talento que tú y, ahora que has vuelto, ¿a qué te dedicarás, querida? —preguntó maliciosamente Analia.


—Ha ocurrido todo tan rápido que realmente no sé lo que haré con mi vida profesional.


Antes de que su futura suegra la acusara de cazafortunas y de que su madre saltara por encima de la mesa para morder en la yugular a la mujer que osaba insultar a su hija, apareció la impasible presencia de Jorge que calmó a todo el mundo con unas simples palabras.


—Ella hará lo que quiera con su futuro mamá, y cualquier cosa que haga me parecerá perfecta, porque ella es la mujer idónea para mí.


La escandalosa lengua de Analia cesó de exhalar su veneno cuando su hijo volvió junto a ellos, y a partir de ese momento se comportó con amabilidad y educación, aunque los Chaves ya habían sacado sus conclusiones sobre su futura familia política y, si no fuera porque con ello serían unos padres nefastos, encerrarían a su hija con tal de no verla unida a ese montón de…


—Caracoles en salsa de rioja amenizado con pasas —presentó el camarero colocando una bandeja en la mesa a la que todos los Chaves miraron con asco, debido a su aspecto poco apetecible, mientras que por su parte Analia la atacó con deleite, dejándola en pocos minutos vacía ante la mirada de asombro de Sara Chaves, que susurró a su marido:
—Ahora comprendo por qué es así: de lo que se come, se cría.


Y el señor Chaves sonrió por primera vez esa noche ante las
ocurrencias de su mujer.


Paula, desesperada una vez más, intentaba que sus tarjetas no fueran de un horrible color marrón vetusto, porque le agradaba a Analia, o de color limón chillón, porque le gustaba a su madre. Finalmente, después de dos horas de discusión para elegir sólo unas tarjetas, golpeó frustrada el libro de muestras contra la mesa, se levantó alterada y susurró:
—Necesito un respiro —y se alejó de las dos irritantes mujeres que habían decidido hacer de su boda un campo de batalla.


En el porche, su padre descansaba tomando una cerveza bien fría sentado en una de las viejas sillas. Cuando la vio aparecer, le tendió la botella solícito y Paula se la arrancó de la mano, sentándose junto a él para tomarse un descanso.


—¿Estás segura? Todavía puedes huir —preguntó Juan Chaves entusiasmado ante una posible respuesta afirmativa.


—Es mi hombre ideal, papá —respondió Paula.


—Sí, ¿pero es tu media naranja?


—Papá, eso es lo mismo.


—No, no lo es —rechazó el señor Chaves—, mi mujer ideal era una hermosa chica como las que aparecen en las revistas masculinas, pero en cuanto conocí a tu madre supe que no podría vivir sin ella, y no tardé en darme cuenta de que ella era mi media naranja.


—Creo que Jorge es perfecto para mí. Papá, ¿por qué no has comentado nada sobre mi boda hasta ahora? Siempre permaneces callado y a veces pareces ausente —indagó Paula algo preocupada por su reacción.


—Todavía me estoy haciendo a la idea de que mi pequeña se casa; si parezco estar en otro mundo es porque aún recuerdo esos momentos en los que jugaba contigo, y no me puedo creer que hayas crecido tan rápido y que ahora te vayas a ir de casa. Me parece que fue ayer cuando le estabas golpeando la cabeza al vecino con tus zapatos.


—Papá, fue ayer: lo golpeé con mis zapatos nuevos por intentar jorobarme las invitaciones de boda al llamar al encargado para poner su nombre en ellas.


—Últimamente está de lo más fastidioso, ¿verdad? —preguntó su padre sonriendo ante las travesuras del vecino.


—¡No me deja en paz! —se quejó Paula—, a cada paso que doy, intenta arruinar todo lo que he hecho.


—Parece que no quiere que te cases. ¿Por qué será? —insinuó el señor Chaves riendo.


—Papá, ¿qué intentas decirme? —preguntó Paula algo molesta.


—Cariño, ese hombre está loco por ti desde que tenía diez años. Cuando era pequeño me pedía tu mano por lo menos una vez al mes y cuando fue adulto no sé cuántas veces más. ¿Sabes lo que me ha dicho ahora? Que no me preocupe por nada, que no te casarás con Don Perfecto. Incluso todo el pueblo comenta que ha apostado veinte mil dólares a que la boda no se llevará a cabo.


—¡Ese gusano miserable no puede haber hecho eso!


—Pregúntaselo tú misma: está en la antigua casa de los OʼBrian haciendo reformas.


—¡Sí! —comentó decidida mientras buscaba sus llaves en el interior de la casa—. ¡Ahora mismo voy a cantarle las cuarenta a ese don juan de pacotilla! ¿Quién se cree que es para decir que no me casaré…?


Juan Chaves sonrió alegremente mientras veía a su hija alejarse furiosa en busca del único hombre que conseguía sacarla de sus casillas.


Ésa era su verdadera Paula, pensaba Juan, y no la Doña Perfecta que todos creían.


Sara Chaves salió de la casa farfullando insultos como una
camionera, y es que nadie que pasara más de dos segundos a solas con Analia era capaz de mantener un lenguaje educado.


—¿Dónde demonios ha ido Paula? —preguntó Sara desquiciada al pensar en tener que volver nuevamente al interior de la casa y enfrentarse sola a esa vieja maliciosa.


—Creo que ha ido a arreglar una casa —señaló Juan tendiéndole su cerveza.


—¿Con el chico de los Alfonso?


—Sí.


—¿Qué crees que pasará? —preguntó Sara, pensativa.


—¿Esos dos en una casa medio en ruinas? ¡Quién sabe! O la terminan de arreglar o la derrumban con sus discusiones.


—Me refería a ellos dos.


—No lo sé; por cierto, ¿cuánto tenemos ahorrado? —preguntó sonriente el señor Chaves a su mujer.


—¡Oh, Juan Chaves, borra esa sonrisa de tu boca! ¡Por nada del mundo voy a dejarte apostar en el bar de Zoe!








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