lunes, 21 de agosto de 2017

CAPITULO 47




En el bar de Zoe todos los asistentes estaban un poco decaídos al saber que sus apuestas sobre los chicos de las familias Alfonso y Chaves habían finalizado. Ya no podrían decidir quién sería el vencedor en una pelea, o quién fastidiaría más al otro en alguno de los actos públicos de la comunidad.


Ya no habría más pizarras con anotaciones ridículas ni botes repletos a repartir entre algunos. Ninguna ronda correría por cuenta de la casa cuando hubiera empate y no podrían meterse con Jeff diciéndole que se dedicara a echar las cartas en la televisión cuando ganara varias veces seguidas.


Ya no habría tardes alocadas donde recordaran con cariño las viejas hazañas mientras intentaban averiguar cuáles serían las nuevas.


Esa mañana Daniel Chaves había entrado deprimido al local y, entre trago y trago de una infusión especial que hacía Zoe para remediar la resaca, había relatado cómo fue la pedida de mano de su hermana y su respuesta: un rotundo sí que había dejado a Pedro Alfonso destrozado y dándose a la bebida, lo cual explicaba la resaca del demonio que traía Daniel encima cuando cruzó la puerta del establecimiento.


Tras pagar las apuestas a los ganadores, Zoe borró la pizarra algo deprimida, pues le gustaba pensar que Paula se casaría alguna vez con Pedro Alfonso y que tendrían unos preciosos diablillos que darían tanta guerra como ellos.


«En fin —pensó aburrida mientras limpiaba las mesas—, la vida es así, cuando menos te lo esperas aparece al fin tu príncipe azul»; aunque éste, para su gusto, era un poco estirado.


¡Ay, cuánto se habría divertido todo el pueblo viendo el día a día en la vida de esos dos! Cuando Pedro olvidara un aniversario, o cuando Doña Perfecta colmara la paciencia del Salvaje; o cuando él se pusiera nervioso como hacían todos al tener su primer hijo, o cuando a éste lo educaran con ideas tan distintas como tenían ambos…


Los niños podrían haberse parecido al Salvaje y las niñas, a Paula, o al revés, y siempre los hubieran hecho reír como lo hacían sus padres.


Pero ahora Paula se casaría con Jorge Guillermo Worthington III y tendrían hijos perfectos e impecables que nunca darían una voz más alta que otra y que siempre guardarían la compostura.


Todos los parroquianos suspiraban aburridos esa tarde cuando la puerta del bar se abrió con violencia dando paso a un Pedro Alfonso de lo más salvaje que nunca hubieran visto en la vida: sus pelos estaban revueltos y sus ropas, tremendamente arrugadas. Se sentó en la barra algo impaciente y, cuando Zoe se dirigió a tomarle nota, preguntó:
—¿Y la pizarra y las apuestas? ¿Dónde están?


Zoe lo miró confundida, preguntándose quién sería el chivato que había soltado la lengua sobre las apuestas.


—No sé de qué me hablas —contestó Zoe intentando aparentar inocencia.


—¡Vamos, Zoe, enséñamela! Daniel me lo contó todo ayer en medio de nuestra borrachera.


—No sé para qué quieres que te la enseñe ahora. Está vacía — comentó Zoe despreocupadamente mientras sacaba la pizarra de la cocina ante la insistencia de el Salvaje.


—Es una pizarra muy grande —señaló Pedro mientras la observaba.


—Es que apostaba todo el pueblo.


—Excepto Paula y yo, ¿verdad?


—Siempre hemos procurado mantenerlo en secreto, no queríamos que os sintierais ofendidos ante una sana diversión.


—Ya veréis la que va a formar Paula cuando se entere —sonrió Pedro divertido a todos los clientes.


—Intentaremos que no se entere, ya sabes lo delicada que es…


—Sí, tanto como un puercoespín. Pero guarda la pizarra a buen recaudo porque esta vez Paula se va a enterar de las apuestas.


—¿Por qué? ¿Es que sospecha algo? —quiso saber Zoe, preocupada.


—No, se va a enterar porque esta vez yo voy a hacer una apuesta.


Pedro, ¡tú no puedes hacer una apuesta si estás relacionado con ella!


—¡Qué te juegas! —retó mientras se dirigía hacia la pizarra y
apuntaba algo en ella. Luego puso un cheque en la barra y sin decir nada más se marchó dejando a todos intrigados y muy confusos con su comportamiento.


Los parroquianos que se hallaban en ese momento en el bar corrieron entre empujones hacia la pizarra. Jeff, que como siempre fue el primero en llegar, leyó en voz alta para que todos oyeran lo que Pedro había escrito en ella.


«¿Se celebrará la boda de Paula Chaves con Don Perfecto?», era la frase principal que daba paso a la apuesta, donde la pizarra había sido dividida en dos mitades: en una se leía claramente «Sí» y, en el otro lado, «No».—
Pedro Alfonso apuesta que no —confirmó Jeff a todos los presentes.


—¿Y cuánto dinero apuesta, Zoe? —preguntó un jugador, curioso.


Zoe levantó el cheque de la barra del bar, lo abrió despacio y lo observó asombrada mientras contestaba a sus amigos y vecinos:
—¡Pedro Alfonso apuesta veinte mil dólares!


Todo el bar guardó silencio sorprendido durante unos segundos.


Después se abrieron las apuestas y esta vez no favorecían para nada a Don Perfecto, porque, si el Salvaje se atrevía a jugar tanto dinero a una simple apuesta, era más que seguro que planeaba algo.




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