jueves, 17 de agosto de 2017

CAPITULO 35





Entre sus dos amigos y la enervante Paula, Pedro volvió poco a poco a ser el mismo hombre jovial de antes, aunque en ocasiones se quedaba mirando el vacío absorto en sus pensamientos.


Todos hacían lo posible para que no volviera a convertirse en el brusco ermitaño que era al principio del verano.


Jose y Pedro se dedicaban a cortar la madera para dar forma a las nuevas ventanas, mientras que Daniel ayudaba a la limpieza porque, tras hacer una ventana patizamba, decidieron que definitivamente él no valía para eso.


Paula se dedicó a limpiar y a reclutar gente.


Cada día llegaba algún conocido del pueblo que aportaba algo al nuevo hogar de Pedro, ya fuera un mueble, una mano más para limpiar, un brazo más para los arreglos... Todas las noches acababan los cuatro rendidos sobre los viejos colchones.


Cada uno de ellos se decidió por una habitación del caserón.


Paula se apresuró a reclamar la que tenía pestillo y baño propio, decisión acertada, ya que Pedro por las noches había intentado colarse en ella. Tras varias decenas de intentos fallidos, al fin pareció desistir. «¡Ya era hora!», pensaba Paula pasando recuento a los intentos malogrados: se cayó intentado escalar hacia la ventana; intentó forzar con tarjetas, con ganzúas y con alicates la cerradura del cuarto; lo pillaron sus hermanos más de una vez en el pasillo, por lo que se hizo el sonámbulo... «¿Es que ese hombre nunca desistía?», rumiaba Paula mientras llevaba unas cervezas al porche donde esa calurosa noche veraniega estaban todos reunidos contemplando el lago.


—¡Brindemos! —propuso Daniel alegremente animando a  todos a alzar su bebida.


—¿Por qué? —preguntó Pedro volviendo unos instantes a su amargura.


—Porque el año que viene terminaré mis estudios para veterinario y tendrás el privilegio de llamarme doctor.


—Para mí serás el «doctor vaca» —señaló Jose haciendo reír al resto —. Yo, que ya he terminado mi carrera de Medicina, voy a ejercer en la clínica del pueblo cuando termine el verano.


—¡Bah, eso no es nada! —comentó Paula poniéndose en pie y vacilando ante sus hermanos—. Cuando el año que viene termine la carrera de Bellas Artes, porque yo no voy a repetir como hizo Dani... —señaló burlonamente al susodicho, que acabó sacándole la lengua—, bueno, cuando termine, me contratarán durante un año en una galería de arte del más alto standing en Nueva York.


—¡Hala! ¿Se lo has dicho a papá? ¡Se va a volver loco de preocupación! —señaló Jose a su feliz hermana, que al fin se dio cuenta de que ninguno de los presentes estaba contento ante la noticia.


—¿Con quién vivirás en una ciudad tan grande? ¿Y si te atracan o algo así…? —preguntó Daniel preocupado.


—Viviré con unas compañeras a las que también se les ha ofrecido esta oportunidad. Una de ellas tiene una casa no muy lejos de la galería y nos la ha brindado a todas si compartimos gastos. Es una ocasión única que no pienso desaprovechar —dijo enfadándose con ellos y, tras dar un trago a su bebida, entró en la casa dando un portazo.


—Deberíamos haberla apoyado —se lamentó Daniel.


—Sí, ella siempre nos anima y está ahí para nosotros —confirmó Jose


—Esta vez te toca disculparte a ti —señaló Daniel.


—¡Ni de coña! La última vez fui yo el que suplicó. ¡Ahora te toca a ti!


Pedro dejó a los Chaves discutiendo sobre quién sería el elegido para arrastrarse. Serio y pensativo, buscó a Paula hasta hallarla sentada en uno de los taburetes nuevos de la cocina, deleitándose con su cerveza.


—¿Tú también vienes a decirme lo malo que es que me marche de aquí? —lo acusó señalándolo con la botella.


Pedro se sentó junto a ella y, después de dar varios sorbos a su bebida, comentó:
—Es una oportunidad única. No debes dejarla escapar. Yo sé muy bien lo que es perder un sueño y pensar a cada instante qué hubiera sido de tu vida si hubieras llegado a alcanzarlo. No le deseo a nadie ese suplicio y, a ti, menos.


Paula lo miró sorprendida por su reacción tan seria y madura. La vida, con sus reveses, lo había convertido en un hombre mientras que sus hermanos aún eran críos.


—Ya veo, te quieres deshacer de mí, ¿verdad, Pedro Alfonso? — preguntó Paula intentando bromear.


—No, te echaré de menos cada instante que pases fuera, y cada minuto del día estaré preocupado por ti.


—Pero Pedro, tú y yo sólo somos…


—Colegas, amigos, amantes… Quiero un año más, Paula, un año más para demostrarte que soy algo… que merezco la pena, aunque ya no pueda ser tu hombre perfecto.


—¿Por qué dices eso? —preguntó Paula atónita ante sus palabras.


—Porque... ¿cómo voy a ser el hombre más guapo si mi rodilla está llena de horribles cicatrices de la operación? Ese punto de tu lista nunca podré llegar a cumplirlo.


—¡Mira que eres estúpido! Pues claro que eres guapo, y ni a mí ni a ninguna mujer le importarán nunca tus cicatrices.


—Entonces, ¿cumplo ese punto de tu lista, Paula? —sonrió Pedro al saber la inevitable respuesta.


—Sí, eres el hombre más guapo que he conocido. Pero no te olvides de que me voy a Nueva York y allí hay muchos hombres.


—¡Me darás un año más! —afirmó Pedro, molesto con su respuesta.


—¿Por qué debería hacerlo?


—Porque soy un estúpido que ha desperdiciado un año entero compadeciéndose de sí mismo, y necesito ser ese hombre para ti aunque ahora mismo no sepa qué hacer con mi vida.


—De acuerdo, tienes ese año más —concedió Paula—, pero ten en cuenta que sólo has cumplido con cuatro puntos de la lista.


—¿Cuatro? —preguntó asombrado Pedro al recordar únicamente tres de ellos.


—Sabes dibujar —aclaró Paula—, vi los proyectos que hiciste de esos muebles de madera y son preciosos. ¿Por qué no te dedicas a eso, a diseñar y realizar muebles y arreglos con la madera? Mira lo que has hecho en pocos días en esta vieja casa. Son cosas simples pero que siempre gustan, y más en este pueblo —dijo mientras se levantaba dejándolo pensativo sobre su posible futuro.


—Te concedo un año más de los que habíamos pactado; por lo tanto, cuando vuelva de Nueva York tienes que haberte convertido en el hombre perfecto. En total, tienes dos años desde ahora para conseguirlo. Buena suerte —concluyó con una sonrisa burlona—. ¡Ah, por cierto! En dibujo artístico sigues siendo pésimo —comentó mientras se retiraba a su habitación.






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