martes, 15 de agosto de 2017

CAPITULO 28




En la sala del comité encargado de organizar los actos y la decoración de las fiestas navideñas de ese año únicamente había hombres, motivo por el cual las mujeres de Whiterlande habían protestado. Matt Edison, alcalde del pueblo, calmó a las masas prometiendo que el año siguiente se encargarían de ello las mujeres, disponiendo de la intervención de los hombres solamente para aquellas tareas que les resultaran demasiado pesadas.


Culminó su discurso ante las féminas afirmando que con ello
pretendía hacer que todos se diesen cuenta de cuán importantes son las mujeres en la sociedad, y que lo más probable era que ese año todo fuese un auténtico fiasco, con lo que darían una lección a los hombres, que habían protestado por el dinero gastado en esos eventos años anteriores.


—Bueno, señor Edison, ¿cómo le ha ido? —preguntó Pedro
preocupado por la parte clave de su plan.


—Lo hice tal y como me aconsejaste y las manejé a mi antojo. ¡Chico, tienes que enseñarme más trucos de esos! —respondió el señor Edison, feliz—. Le comenté a mi esposa que este año quería a un ciudadano ejemplar para el encendido del árbol de Navidad y ella me recomendó a Elio, a lo que yo me negué rotundamente. Le dejé darme un poco el coñazo y la miré enfadado pero tajante, y le concedí que sería él sólo si lo hacía junto a los encargados de los adornos, que sois tú y los chicos de los Chaves.


—¡Perfecto! —exclamó Pedro con alivio—. ¿Y qué tal las
instalaciones de los alrededores: sonidos, luces, adornos...? —preguntó un sonriente Pedro dirigiéndose a otro de sus compinches.


—¡Todo listo! —expresó con entusiasmo Adan, el electricista local.


—¿Y vosotros, chicos? ¿Todo listo? —inquirió dirigiéndose a los demás.


— Sin problema alguno —contestaron todos.


—¿Dónde están los varones Chaves? —quiso saber Jeff.


—Están distrayendo al sujeto, por eso hoy no han podido venir — respondió Pedro—, pero el señor Chaves me ha comentado lo impaciente que está por todo esto del acto de encendido del árbol.


—Pobrecito, una baja en combate —señaló Jeff ante los demás.


—Sí, pero sólo hemos perdido pequeñas batallas —repuso Pedro alentando al grupo—. ¡La victoria en la guerra será nuestra! —voceó animándoles a unirse a sus gritos de victoria.


—¡Sí! —clamó el alcalde emocionado—, dentro de cuatro días encenderemos y nadie podrá olvidar esa fecha.


—¡Sííííí!—exclamó la multitud enfebrecida.


Desde fuera de la sala, miss Winchester, una mujer de avanzada edad que esperaba ser atendida por el alcalde y que se dedicada a la filantropía, se preguntaba a qué se destinaría ese año el dinero aportado para los eventos navideños, ya que los gritos provenientes del interior de la sala parecían procedentes de una batalla en vez de representar un acto de paz y amistad como bien señalaba el espíritu de estos días.



****


La noche que la estrella del árbol navideño fue colocada en su lugar y las luces se encendieron fue una noche que todo Whiterlande recordaría: por las mujeres, para que ese evento nunca volviera a ser organizado por los hombres, y por los varones, para tener algo que recriminar a sus mujeres.


Todo el pueblo se reunió en la plaza del pueblo junto a un pequeño escenario donde cantarían los niños del coro y, después, sería alzada la estrella hasta la cúspide del árbol para que luego una mano inocente encendiera las luces del gran árbol de Navidad, colmándolos a todos del espíritu navideño.


Montones de luces adornaban las farolas y los edificios cercanos al evento. Todos los habitantes vestían sus mejores ropas y los ojos de todos, por un motivo u otro, estaban fijos en el escenario.


En cuanto la familia Chaves llegó, el alcalde guió a Jose, Daniel y Elio hasta detrás de las cortinas del escenario. Pedro ya los esperaba allí, terminando de organizarlo todo.


—Los niños saldrán ahora a cantar unos cuantos villancicos y después nos tocará a nosotros poner la estrella en el árbol, y a ti encenderlo tras el discurso —indicó Pedro señalando a Elio.


—¿Qué discurso? ¡Nadie me ha dicho nada de un discurso! —protestó Elio indignado—. En fin, con lo bueno que soy actuando, seguro que se me ocurre algo.


—Sí, seguro —murmuró Pedro con enfado—. Por cierto, no toquéis ese micrófono, lo hemos desconectado porque está defectuoso y creo que todavía sigue dando calambres —advirtió Pedro antes de proseguir con la función del coro.


Mientras los niños disfrazados de querubines cantaban como los ángeles todos les prestaban atención, hasta que se oyó por los altavoces una voz conocida. Todos escucharon con gran interés las palabras de Elio, ya que hablaba sobre su amado pueblo.


—¡Idiota, ten cuidado! Te vas a achicharrar —apuntó Elio a Daniel de muy malos modos.


—No pasa nada, el micrófono está desconectado. Por cierto, ¿de qué tratarás en el discurso sobre mi pueblo?


—Ni idea, tal vez de alguna sensiblería sobre el espíritu navideño, los pueblos como estos siempre se tragan toda esa mierda.


Todos los habitantes, ofendidos, alzaron el rostro, furiosos, dispuestos a protestar, cuando vieron a Pedro apoyado en un lateral del escenario junto al coro haciendo gestos y rogando silencio a la concurrencia, por lo que todo Whiterlande continuó escuchando.


—¿Y cómo es que conoces otros pueblos así? —interpeló Jose, molesto—. ¿Tú no eras huérfano y sólo tenías a tu madre borracha en una caravana y no sé qué más historias?


—¡Bah! Eso son historias que me invento para llevarme a chicas a la cama, y hay que admitir que tu hermana está muy buena.


Pedro le dirigió en esos momentos una mirada de reproche a Paula, que no apartaba su rostro sorprendido de él preguntándole silenciosamente «¿me obligarás a cumplir la apuesta?», a lo que él contestó con un gesto afirmativo sin dejar de repasar con deseo cada una de las curvas de su cuerpo.


—¿Y las historias lacrimógenas que les has contado a mis padres? — preguntó Jose irritado.


—¡Bah! Tonterías sensibleras para que tu madre me invitara en verano y poder seguir tirándome a tu hermana.


En ese momento, Juan Chaves miró por primera vez en veinticinco años a su esposa con una sonrisa de satisfacción en el rostro por llevar al fin la razón en algo.


Sara Chaves contestó en susurros para no perderse nada de las palabras de aquel idiota: «Cuando lleguemos a casa te daré la escopeta.»


—¡No te acerques a mi hermana! —exigió Jose enfurecido.


—¿Tú también? —repuso burlón Elio—. El estúpido del vecino fue el primero en amenazarme así cuando me vio mirándole el culo a Paula. Te diré lo mismo que a él: ¿qué vas a hacer?, ¿decírselo a tu hermana o a tu madre? No te creerán, y yo seguiré pareciendo a sus ojos un hombre solitario y falto de amor y cariño.


—¡Eres un farsante! —clamó Jose, rabioso.


—¡Vamos, vamos, no exageres! —intervino Daniel despreocupadamente en ese momento—. Toma Elio —le dijo Dani en tono de guasa mientras le tendía el micrófono averiado—. Desahógate, dime lo que le dirías realmente a este pueblo si pudieras.


Elio le siguió la broma y tomando el micro comenzó su verdadero discurso, sin adornos, instigado por su «amigo» Daniel:
—Queridos ciudadanos de este pueblo minúsculo que está en la quinta puñeta, ¿os escondéis porque sois unos mierdas o porque vuestras mujeres, a pesar de ser hermosas, son estúpidas y fáciles de llevar a la cama? Me encanta que acabe de llegar y me hayáis ofrecido, como si fuera un honor, encender las luces de un árbol irrisorio comparado con los de la ciudad, y unos eventos tan aburridos que preferiría mil veces el suicidio asistido antes de verlos una vez más. Sin olvidarnos de los mocosos vestidos como… ¿eso son ángeles? ¡Cantan como urracas! En fin, ¡feliz Navidad a todos y, si logro tirarme a Paula Chaves antes del verano, no me volvéis a ver el pelo!


Mientras recitaba el final del discurso, las cortinas se alzaron y Pedro recibió a Elio en el escenario a la vez que comentaba sonriente:
—¡Bonito discurso!


Elio halló ante él una multitud enfurecida que comenzó a tirarle cosas mientras le gritaban insultos y acusaciones de todo tipo.


—¡Mi hijo no canta como una urraca! —vociferó la madre de uno de los chicos del coro iracunda, avivando a todas las demás a unirse a un apaleamiento en masa.


Pero Pedro se interpuso en su camino y calmó a todos con una pérfida sonrisa mientras comentaba:
—¡Es hora de colocar la estrella en el árbol!


Tras estas palabras, Daniel y Jose le colocaron un arnés a Elio, que estaba demasiado aturdido como para reaccionar con prontitud, y lo engancharon a una cuerda, mientras Pedro los ayudaba dirigiéndolos hasta que al fin consiguieron colocar a Elio en la cima del árbol.


—Definitivamente él sí que no canta como los ángeles —bromeó Pedro micrófono en mano calmando los ánimos—. Y ahora, después de haber colocado este… ¿ángel? —preguntó indeciso a la multitud mientras ésta reía.


—¡Urraca de Navidad, más bien! —chilló una de las mujeres
ofendidas.


—Bien, pues después de poner en el árbol a la urraca de Navidad, prosigamos con los eventos; por favor, niños… —pidió Pedro al coro, el cual volvió a interpretar alegremente cada una de sus canciones mientras todos ignoraban los gritos, lloros y súplicas del individuo que colgaba de un irrisorio árbol a unos quince metros del suelo.


Miss Winchester miró sorprendida al ruidoso muchacho colgado del árbol, escandalizada ante lo que los hombres de ese pueblo habían hecho con un evento tan hermoso.


Más tarde fue informada por el resto de las féminas de cómo se habían desarrollado los acontecimientos, y entonces estuvo de acuerdo con que ese hombre merecía una lección, ¿pero tenían que habérsela dado en su árbol?, pensó resignada a no ver la iluminación ese año. En fin, decididamente los hombres no volverían a formar parte del comité de adornos y festejos como que ella se llamaba Guillermina Winchester.


Ese año nadie aplaudió más que los hombres cuando el árbol fue encendido mientras miraban con una sonrisa de satisfacción a sus mujeres a la vez que expresaban, con una mirada de superioridad, «ya te lo dije».


Por desgracia, el adorno final era demasiado molesto para los oídos como para dejarlo toda la noche allí, así que sobre las doce, cuando habían finalizado todos los eventos, el jefe de policía lo bajó del árbol con la ayuda de alguno de sus hombres, y le concedió un alojamiento adecuado para pasar la noche.



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