domingo, 20 de agosto de 2017

CAPITULO 44




El restaurante era el más caro y romántico del pueblo, sumamente elegante, con sus pequeñas e íntimas mesas apartadas del mundo iluminadas por unas velas aromáticas con olores a esencias, y una orquesta de música clásica en directo.


Jorge me había cogido por sorpresa ese día diciéndome que tenía preparado algo especial para mí. Como recordatorio de la noche en que nos conocimos, llevaba el mismo vestido, aunque me había comprado otros zapatos. Ya no quería nada que proviniera de Pedro Alfonso. Mi vecino había sido y seguiría siendo por siempre jamás un salvaje, le había devuelto cada uno de sus malogrados intentos de hacer las paces y no atendía a sus estúpidas súplicas de perdón.


¿Es que no se daba cuenta de que él no era mi hombre perfecto, que al fin había encontrado a alguien con quien ser feliz? Un hombre que cumplía todas y cada una de mis expectativas. ¿Por qué simplemente no se rendía y me dejaba en paz?


Yo por mi parte lo estaba intentando; apenas recordaba su molesta presencia excepto por las noches cuando, dormida y sin poder evitarlo, rememoraba los momentos que había pasado entre sus brazos. A la mañana siguiente me despertaba y me prometía a mí misma no volver a pensar en él, borrarlo para siempre de mi mente, pensar sólo en Jorge, sustituir la presencia de Pedro por la de jorge en mis sueños.


Pero, aunque mis sueños comenzaran con el príncipe azul, siempre terminaban con el hombre imperfecto. Mi mente estaba algo confusa, pero también decidida a tener al mejor y ése sin duda alguna no era Pedro Alfonso.


Él tenía tantos defectos como puntos había en mi lista o más…


—¿Qué te ocurre, Paula? Esta noche estás algo distraída — intervino Jorge interrumpiendo mis pensamientos.


—Perdóname, jorge, estaba algo abstraída recordando alguno de mis problemas.


—Pero esta noche es una velada especial para nosotros, así que no se te permite estar triste —me riñó suavemente alzando mi rostro entre sus manos mientras me hacía responder a una de sus hermosas sonrisas.


—¿Y cuál es la sorpresa que me tienes preparada? —pregunté, muerta de curiosidad.


—¡Ah! Eso lo sabrás al final de la noche, mientras tanto disfruta de la comida. Aquí es exquisita. —Señaló al camarero que me tendiera la carta y yo observé extasiada las delicias que se describían en ella, preguntándome cuán elevado serían los precios para que no los hubieran indicado junto a los platos.


Él eligió un sublime vino tinto, luego despidió al camarero con un elegante gesto de su mano y me recomendó pedir un solomillo a la pimienta con verduras escaldadas. Yo estuve de acuerdo, y él, con una sola mirada, hizo que el camarero atendiera a sus demandas con celeridad y eficacia.


Mientras llegaba la comida charlamos sobre su trabajo, que era realmente aburrido, pero él lo hacía ameno contándome anécdotas de clientes y compañeros de lo más divertidas.


Yo por mi parte le hablé de mi estancia en la galería de arte, de lo mucho que había aprendido y de todo lo que me quedaba por saber. Le recomendé algunas obras de arte y él me aconsejó alguna que otra inversión. La comida pasó rápidamente entre risas y coqueteos.


Cuando llegamos a los postres, Jorge pidió una botella de champán para los dos. Me pregunté si querría emborracharme para llevarme a la cama, pero yo sabía que él era un perfecto caballero y nunca haría eso. Así que lo miré sorprendida con la copa de champán en la mano mientras él se levantaba y caía ante mí, de rodillas. Con la hermosa melodía de un violinista que se acercaba a nosotros como fondo, extrajo una pequeña caja que me ofreció como el más preciado de los presentes.


La abrí emocionada, encontrando en ella el anillo más hermoso que había visto jamás, un enorme diamante relucía deslumbrándome, a la vez que Jorge me preguntaba:


—Paula Chaves, sé que llevamos juntos poco tiempo pero nada más verte supe que eras para mí la pareja perfecta. ¿Quieres hacerme el hombre más feliz del mundo aceptando ser mi esposa?


Por unos instantes me quedé muda y confusa con todo lo que ocurría a mi alrededor; luego recordé que eso era lo que siempre había soñado.


—¡Sí! —grité alegremente mientras me arrojaba a sus brazos y besaba sus labios, que a pesar de ser perfectos no me hacían estremecer



****


—¡Joder, no me lo puedo creer! —exclamó Daniel haciendo revolverse inquieto a Pedro en su asiento, con ganas de darse la vuelta y ver lo que estaba ocurriendo con sus propios ojos, ya que, a pesar de estar en un mesa cercana, sus dos amigos lo habían obligado a ponerse de espaldas a ellos por si Paula lo reconocía y acababa reprendiéndoles.


—¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Qué ha hecho? —preguntó Pedro nervioso.


—Ha pedido uno de los vinos más caros de este lugar, ¿por qué no nos invitas a uno de esos? —se quejó Daniel a su amigo.


—Porque vosotros no sois mi tipo —alegó Pedro enfadado—. ¿Qué más hacen?


—Están conversando y ella se ríe mucho —relató Jose, atento.


—¡Yo sé leer los labios! —indicó Daniel emocionado.


—¿Y qué dicen? —pidió Pedro a su amigo.


—En estos momentos él le pregunta si le agrada el vino, Paula contesta que está delicioso y que nunca ha probado nada igual. Entonces él se ríe diciéndole que se puede gastar todo el dinero que pueda y más, y que nunca será tan tacaño como Pedro Alfonso, que no es capaz de invitar a sus amigos a una copita.


—¡Alégrate de que no te dejara encerrado en el coche con las ventanillas medio bajadas! —señaló Pedro, furioso—. Jose, ¿puedes oír lo que dicen?


—Sí, espérate que conecto mis poderes arácnidos y saco mi superoído —ironizó Jose.


—Tal vez si me acercara... —comentó Pedro intentando incorporarse.


—¡Ah no, eso sí que no!—exclamaron ambos hermanos volviéndolo a sentar.— Como Paula descubra que estás aquí, nos matará lentamente… —explicó Jose.


—Y luego enterrará nuestros cuerpos en el jardín —continuó Daniel.


Un camarero bastante pedante se acercó a su mesa, los miró de arriba abajo observando que sus atuendos, a pesar de ser de etiqueta, no eran tan caros y elegantes como los de los clientes a los que estaba habituado ese establecimiento. A pesar de ello, se acercó con educación y se dirigió a ellos:
—Buenas noches caballeros, disponemos de una espléndida carta de vinos, y nuestra especialidad de esta noche es el filet mignon acompañado de setas rústicas adornado con un toque de esencia de perejil fresco.


—¡Joder, qué rico! ¡Yo quiero uno de esos! —exclamó un
emocionado Daniel.


—Yo otro, por favor —confirmó Jose dispuesto a sacarle el dinero a su amigo.


—¿Y usted, señor? —preguntó el camarero a Pedro, que no dejaba de mirar a sus amigos con reproche.


—Yo sólo quiero un whiski, se me ha quitado el apetito, y para ellos, dos vasos de agua —comentó antes de que eligieran un vino selecto que dejara su cartera vacía.


El camarero se marchó extrañado por el comportamiento de los clientes de esa mesa y no tardó mucho en traer la copa de Pedro y las botellas de agua para acompañar la comida. Según el cocinero, era un sacrilegio no beber un buen vino mientras se deleitaban con el sabor de sus platos; el camarero estuvo a punto de comentarles este hecho a sus clientes, pero, tras ver el rostro irascible de uno de ellos, desistió de hacer comentario alguno.


—¿Qué narices está pasando ahora? —gruñó Pedro, enfurecido, a sus amigos, que en esos momentos habían parado de espiar a su hermana y se deleitaban con el sabor de su cara cena.


—Creo que se está poniendo de rodillas… —masticó Daniel con la boca abierta.


—Y un violinista está tocando para ellos —relató Jose pacientemente.


—¡Joder tío, lo llevas crudo! —sentenció Daniel a la vez que terminaba su plato.


—¿Por qué? ¿Qué pasa? —instigó a su amigo Jose, quien guardó silencio.


—Acaba de ofrecerle el pedrolo más grande que he visto en mi vida; si ella no se casa con él, me lo pido yo —respondió Daniel.


—Tú no eres tan guapo como Paula —intentó bromear Jose.


—¿Y ella qué dice? ¿Qué le ha contestado? ¿Qué hace? —solicitó Pedro a sus amigos, lleno de impotencia.


—Lo siento Pedro —consoló Jose a su amigo—. Ella ha respondido que sí. 


Pedro, repleto de ira y resentimiento hacia el hombre que le había arrebatado a su único amor, clavó el cuchillo con el que había estado jugando todo el tiempo en el panecillo más cercano, imaginándose que éste era el cuello de míster perfecto. Dejó allí el cuchillo mientras sacaba de sus pantalones la sencilla alianza de oro que tenía grabado sus nombres; los leyó una y otra vez, y la agarró fuertemente en su puño. Después, simplemente la devolvió a su bolsillo.


El camarero se acercó a la mesa una vez más, impaciente por deshacerse de esos clientes nada habituales. Se asustó al ver el amenazante cuchillo clavado en el pan y preguntó, algo atemorizado, pero insolente:
—¿Desea el señor que le traiga otro panecillo para apuñalar?


—No gracias, tráigame la cuenta —pidió Pedro tendiéndole una tarjeta de oro que sólo los clientes VIP llegaban a conseguir—. Y dígale a Marcelo que el viernes próximo vendré a traerle esos muebles especiales que me pidió para el bar.


El camarero entregó el mensaje y fue seriamente reprendido por el dueño por intentar cobrarle al hombre que había convertido ese restaurante poco antes ruinoso en el lujoso y elegante establecimiento que era en ese momento.


Pedro fue invitado por el propietario a la zona del bar, donde se le ofreció barra libre para él y sus amigos; Marcelo no tuvo que insistir demasiado para que aceptara: en esos instantes lo que más necesitaba era una copa.


Dos horas después, lo que menos necesitaban los tres amigos era probar una gota más de alcohol.


—He estado a esto —dijo Pedro señalado entre sus dedos un espacio muy pequeño— de conseguir casarme con tu hermana.


—No me lo creo, esa lista parecía imposible —balbuceó Jose dando otro trago a su copa.


—Ya tenía logrados cuatro puntos, casi seis si le hacía admitir que soy bueno en la cama, y de repente aparece Don Perfecto salido de la nada y, ¡pum!, todo se va a la mierda —gesticuló un tambaleante Pedro.


—¿Sabes lo que tienes que hacer? —intervino Daniel cogiendo una servilleta de papel.


—No voy a permitir que ese estúpido niño mimado se quede con ella, yo sé que la puedo hacer mucho más feliz de lo que podrá hacerla él con todos sus espléndidos encantos. Así que no voy a tirar la toalla —decidió Pedro poniéndose en pie y acabando su copa de un trago.


—¡No quiero que abandones, he apostado por ti! Lo que tienes que hacer es una lista con las cualidades de tu chica perfecta y restregársela por las narices para que esté igual de jodida que tú por su culpa —aconsejó Daniel.


—¿Qué es eso de que has apostado por mí? —preguntó Pedro tremendamente confuso.


—En el bar de Zoe hay una pizarra donde se admiten apuestas sobre quién se casará con Paula, y tío, ¡casi nadie apuesta por ti! Y eso que todo el pueblo participa —confesó Daniel tambaleándose en la silla.


—¡Dame, yo empiezo con la lista! —gritó Jose mientras le arrancaba la servilleta a su hermano y sacaba un bolígrafo de su chaqueta—. La mujer perfecta —recitó mientras escribía torcido—. A ver, primero: tiene que ser lista —apuntó.


—¡Qué dices! —exclamó Daniel arrebatándole el papel y tachando el primer punto—. Lo de ser lista está sobrevalorado. Lo que ha de tener son unas buenas tetas —decretó Daniel.


—Pero mi mujer perfecta ya sé como es: mi mujer perfecta es Paula. Es lista, guapa, una gran artista, cabezota, apasionada… — dictaminó el enamorado Pedro.


—¡Calla, calla! No sabéis hacer la lista, sois un par de nenazas — señaló Daniel a su amigo Pedro y a su hermano Jose—. Tiene que tener muchas tetas —escribió Daniel.


—Sí, ¡por lo menos dos! —especificó Jose riéndose a carcajadas.


—¡Tíos, estáis borrachos! —informó Pedro.


—¡Sí! ¡Como una puta cuba, pero esta lista la terminamos! — pronunció Daniel decidido.


Y la lista de la mujer perfecta de Pedro se realizó en un bar a las dos de la madrugada por tres amigos borrachos que apenas podían escribir.


Cuando la lista estuvo acabada, los Chaves mandaron a Pedro en un taxi a casa de sus padres para que le recitara a su hermana cada uno de los puntos que ella nunca podría llegar a cumplir, porque no era perfecta.





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