martes, 8 de agosto de 2017

CAPITULO 4





Mi vida había sido tranquila y maravillosa hasta que ese niño detestable se mudó a la casa de al lado y trastornó mi mundo. Nunca me habían castigado hasta que conocí a Pedro. Nunca me había comportado mal, nunca había hecho ninguna travesura, nunca había fastidiado a nadie, ni había tenido pensamientos malvados.


Ahora me pasaba la mayor parte del tiempo planeando cómo devolverle a ese burro sus fastidiosas bromas, porque, aunque seguía siendo la niñita perfecta, en el fondo me negaba a dejarme ganar por un crío estúpido.


Desde hacía tres años Pedro no me dejaba en paz; aprovechaba cada oportunidad que tenía de fastidiarme, por lo que yo decidí hacer lo mismo y nuestra guerra parecía no tener fin. Por suerte, con sus estupideces me había ayudado a añadir puntos en mi lista.


Definitivamente, quería un hombre que se pareciera lo menos posible a ese sapo asqueroso de Pedro Alfonso. Sí, sapo, porque, desde el momento en el que vi el dibujo de un niño sin talento garabateado en mi lista, decidí que ése sería su nuevo apodo: el Sapo.


Este mes me había molestado más que nunca. Sería porque pronto se iría al campamento de verano y estaríamos varios meses sin vernos, pero, como todos los años, cuando él volvía de nuevo a casa de su abuela, la paz en mi mundo terminaba y comenzaba el caos.


Pero esta vez no se marcharía de nuevo de rositas como el año pasado; en esta ocasión sería yo la última en reír. Todavía recordaba indignada cómo me había fastidiado la acampada en el jardín.


Esa tarde había instalado mi tienda de campaña y mi saco junto con el de mis compañeras exploradoras en la parte trasera de la casa. Mi madre les había prohibido a Jose y Daniel salir al jardín, y el vecino estaba castigado en su habitación; aunque tenía su ventana hacia donde nosotras estábamos, en la lejanía y desde una segunda planta no podía hacer nada contra mí, o eso al menos era lo que yo pensaba.


La tarde dio paso a la noche. Después de los juegos de búsqueda de tesoros, nos dedicamos a cantar canciones alrededor de una fogata que papá nos había ayudado a encender. Por desgracia, entre canción y canción podíamos oír los desvaríos de un niño que no tenía otra cosa que hacer que mortificarnos.


—¡Por favor, sacrificad de una maldita vez a ese animal moribundo que está sufriendo! —gritó Pedro por la ventana, señalándonos.


—¡No somos ningún animal moribundo, somos un grupo de exploradoras y todas nosotras estamos en el coro del colegio! —le contesté indignada.


—Ahora lo entiendo —contestó Pedro pensativo.


—¿El qué? —pregunté confusa cayendo en su trampa.


—Porqué el profesor de música es sordo, seguro que fue después de oírte cantar —me acusó vilmente entre las carcajadas de mis amigas.


—¡El señor Johnson no es sordo y tú no tienes oído musical! ¡Si no quieres que le diga a tu abuela que nos estás molestando y añada un mes más a tu castigo, métete en tu habitación y no asomes más tu fea cara por la ventana!


—¡Está bien! ¡Está bien, ricitos! —convino Pedro mientras levantaba sus manos mostrando su rendición—. Te prometo no volver a asomar mi cara por la ventana, pero tú deja de cantar, que mañana tengo examen de historia —pidió Pedro, molesto por su derrota.


—No te prometo nada —contesté feliz regodeándome en mi victoria.


Lo podía haber dejado así, pero, como siempre que estaba al lado de ese niño me salía la vena malvada, azucé a mis compañeras a cantar sin descanso y a pleno pulmón todo nuestro repertorio de canciones de campamento. Y cuando lo finalizábamos, comenzábamos de nuevo.


En nuestros breves descansos, oíamos cómo Pedro gritaba que nos calláramos pues intentaba dormir, pero nosotras seguíamos con lo nuestro hasta que ocurrió lo inevitable: él, como siempre hacía, respondió a mis provocaciones.


Estábamos todas cantando felizmente a la luz de la luna cuando una de mis amigas, Susana, me indicó que algo se movía en la ventana del vecino.


Nosotras continuamos cantando mientras observábamos como las ventanas se abrían. Ya estaba preparada para responder a aquel estúpido niño con uno de mis desaires, cuando observamos con atención que no era una cabeza lo que asomaba por la ventana, sino un trasero desnudo.


Algunas de nosotras seguimos cantando, otras, como mi amiga Sara, quedaron demasiado traumatizadas como para pronunciar palabra alguna.


Pero eso no fue todo: además de hacernos un calvo, a mitad de nuestra alegre canción fuimos interrumpidas por un sonoro estruendo procedente de las posaderas del chico.


Todas quedamos mudas de repente, el culo desapareció y desde el interior de la casa oí cómo el vecino exclamaba:
—¡Al fin silencio!


Pero eso no quedó así.


A la mañana siguiente le llevé unas deliciosas galletas como disculpa.


Por supuesto inventé que las galletas se las había preparado mi mamá, ya que sabía que no probaría nada que yo hiciera, y con razón.


El muy bruto se las zampó todas en un instante tal como yo esperaba, y gracias a mí y al laxante, no volvió a asomar su culo por la ventana, pues éste estaba demasiado ocupado, sin poder moverse del inodoro.


Después de eso anoté en mi lista: «4. Que sea educado en todo momento. (No parecerse al cerdo del vecino)», especifiqué.


Otra de las trastadas del verano había comenzado una tarde cuando, paseando con mis hermanos y mi hermosa bicicleta nueva, unos niños horrorosos se metieron conmigo y me intentaron robar la bici.


Pedro apareció de repente; aunque en un principio parecía defenderme, luego me percaté de que no podía estar más equivocada acerca de cuáles eran sus intenciones.


—¡Eh, nadie se puede meter con ella! ¡Sólo yo! —gritó
interponiéndose entre el matón que me empujaba y yo.


—¡Tú no te metas! Su bici es nueva y la queremos, es demasiado buena para ella —gruñó uno de los niños.


—¿Cómo de buena? —preguntó Pedro, más interesado en mi bici que en ayudarme.


—Tiene veintiuna velocidades, ruedas tubulares, faros, suspensión hidráulica, frenos de disco y cuadro de aluminio —recitó uno de los ladronzuelos.


—¡Menuda bici! —exclamó Pedro mientras silbaba y la miraba con deseo—. ¿Cómo la has conseguido, ricitos?— me preguntó interesado.


—Saqué muy buenas notas —le contesté orgullosa sin olvidarme de señalar que él no lo hacía.


—¿Y cómo es que no le pediste a tu padre una bicicleta de paseo rosa con un bonita cestita?


—Lo pensé, pero quería la bicicleta perfecta, aquella que tú nunca podrías tener —respondí muy digna.


—Sin duda, ricitos, es la mejor que he visto, pero eso de que yo nunca podré tener una igual está por ver.


Tras decir esto, el muy idiota me arrebató mi bici roja y salió
corriendo del lugar a toda velocidad montado en ella.


Los tres matones se quedaron con la boca abierta, y yo corrí 
histérica detrás de él durante un rato, gritándole que parara. Finalmente, cansada de perseguir al imbécil del vecino, le tiré los zapatos a la cabeza.


Creo que uno de ellos le dio, porque por unos momentos perdió el equilibrio y se tambaleó, pero luego rápidamente volvió a coger velocidad y desapareció de mi vista.


Me volví enfadada y furiosa hacia mis hermanos.


—¡Volvemos a casa! —ordené airada.


Los matones, al verme sin ningún objeto preciado para ellos,
desaparecieron, y yo regresé a casa andando con lentitud, llorosa y descalza, detrás de mis hermanos.


Cuando llegué a mi casa, en mi jardín trasero estaba mi perfecta bicicleta, pero ya no era tan perfecta como antes. El Sapo había colocado por todos lados pegatinas de calaveras y monstruos, de esos adhesivos irritantes que no se pueden quitar.


Ese día puse en mi lista: «5. Que me defienda de todos los matones del mundo (incluido mi vecino).»


Una semana después, el niño desagradable apodado por mí el Sapo, tenía una bicicleta idéntica a la mía, y yo, amablemente, le devolví el favor adornándola con pegatinas de las que no se pueden quitar, en este caso de haditas, unicornios y princesas. Me gasté la paga en ellas, pero mereció la pena al ver la cara horrorizada del chico.


Pero la última trastada sin duda era la peor de todas: había repartido carteles por todo el pueblo donde me regalaba y decía que era defectuosa y, como el muy estúpido no sabía dibujar, había puesto una foto mía y le había pintado cuernos, un rabo y un enorme y espantoso bigote.


Sin embargo, la venganza estaba por llegar y me estaba quedando un retrato perfecto. Después de terminar el dibujo lo escanearía y crearía el cartel adecuado para mi vecino.


Haría doscientas copias y lo distribuiría por todo el pueblo…





No hay comentarios:

Publicar un comentario