lunes, 7 de agosto de 2017

CAPITULO 3





Whiterlande era un pueblo de lo más monótono y aburrido en el que nunca pasaba nada. Sus vecinos se podrían haber muerto de aburrimiento si no hubiese sido por las peleas de los dos niños más adorados del lugar.


Paula era siempre perfecta y educada, Pedro un niño revoltoso como cualquier otro, pero, cuando se juntaban esos dos en algún evento o celebración, inevitablemente ocurría algo; de hecho, siempre que estaban cerca, estallaba una guerra. Tanto era así que los vecinos hacían apuestas con sus trastadas. Incluso en el bar de Zoe, el lugar más concurrido del pueblo.


Por la mañana, este local era el típico bar de ambiente hogareño repleto de mesas familiares con sus inmaculados manteles blancos adornados con flores frescas y sus ricos menús del día que tentaban a todos los transeúntes al ser anunciados en la pizarra de la entrada. Pero por la noche, con su gran barra y sus famosos combinados, se convertía en un espacio sólo apto para mayores.


Lo que nunca cambiaba de este singular establecimiento era la gigantesca pizarra con los tantos de cada niño. Todas las semanas se apostaba sobre quién sería el primero en hacerle una trastada al otro, y mensualmente se apostaba sobre cuál de los dos era el vencedor.


En ese momento, Zoe, una mujer de mediana edad, un poco rolliza pero con una preciosa sonrisa y una maravillosa melena de pelo rojizo, dueña, camarera y a veces también cocinera del local, repasaba la pizarra en voz alta para valorar quién ganaría ese mes.


—Bien, veamos: Pedro tiene cinco tantos y Paula, seis... ¡por lo que este mes va por delante la angelical chiquilla! —exclamó Zoe llena de euforia, porque le encantaba esa niña.


—¡No puede ser, Zoe, revísalo otra vez! Yo creo que van empatados —protestó Jeff, el tendero local que siempre apostaba por el empate y que regularmente se llevaba el bote.


—¡Esta vez no vas a ganar, Jeff! —gritó otro de los presentes.


—¡Sí, en esta ocasión la cría lleva ventaja! —señaló un admirador de Doña Perfecta, que así era como la conocían.


—De eso nada, seguro que el Salvaje hace algo antes de terminar el mes —apuntó un tercero aludiendo a Pedro por su apodo.


—Sí, todo está demasiado silencioso y tranquilo últimamente —opinó Jeff, con el que todos estuvieron de acuerdo.


—Bueno, repasemos las trastadas mensuales —continuó Zoe—: En la celebración de la fundación del pueblo, Pedro acabó dentro de la tarta y Paula dentro de la fuente de la plaza.


— Sí —admitieron todos sonrientes al recordar las jugarretas de esos dos.


—En la boda de Mara, Paula acabó atada con un gran lazo rojo en la mesa de regalos, pero, cuando se desató, no sabemos cómo, consiguió meter a Pedro en el baúl de la banda de música, y juro por Dios que ese niño estuvo a punto de irse de gira si los hermanos de Paula no llegan a darse cuenta de que su amigo no estaba.


—Pobrecita, la castigaron durante mucho tiempo sin salir por eso — se quejó Luke, un anciano pensionista declarado defensor de Paula.


—En el cumpleaños de Daniel —continuó Zoe—, la piñata que rompió Paula estaba llena de bichos que le cayeron encima, y Pedro, al final de la fiesta, acabó sentado encima de la boñiga del poni.


—Hay que admitir que el niño es imaginativo, ¿cuántas horas le habrá llevado cazar todos esos insectos? —comentó Dylan, el mecánico del lugar.— En la excursión del colegio, Paula se quedó encerrada en el baño de la gasolinera de Marcus.


—Sí, ¡qué pena! Se pasó horas llorando —apuntó Marcus apenado.


—Sí, pero Pedro, al terminar la excursión, fue encontrado en el maletero del autobús que había alquilado el colegio.


—Esa niña da miedo cuando se quiere deshacer de alguien. ¡Y pensar que parece un angelito! —señaló Joanna, la dueña de la tienda de chucherías a quien Pedro siempre le sacaba un dulce con su bonita sonrisa cuando pasaba junto al local.


—En la función del colegio, cuando Paula hacía de hada del bosque, Pedro la mareó moviéndola de un lado a otro del escenario mientras estaba colgada del techo.


—Sí, recuerdo la función. No sabía si se trataba de un hada o de un cohete, de lo rápido que se movía —rememoró Diana, la directora del colegio.


—Y pocos minutos después de que el hada desapareciera, apareció Pedro haciendo de duende, y en mitad de su frase acabó con un saco de purpurina en la cabeza.


—Se suponía que iba a ser polvo de hadas y que se usaría al final de la función para que los niños lo arrojaran alegremente al público —suspiró Diana resignada ante las obras de sus alumnos.


—¡No te preocupes, así nos divertimos más! —exclamaron los reunidos entre carcajadas al recordar la escena.


—Bueno, para acabar, la última trastada conocida de los niños es la de nuestra maravillosa Doña Perfecta, quien consiguió publicar en el periódico un anuncio en el que regalaba la bicicleta de Pedro.


—Te juro que he tenido que ver a ese niño casi todos los días en mi despacho en los últimos días. Por culpa de ese anuncio se pelea con todos los idiotas que quieren quedarse con su bici —apostilló Diana, molesta aún por la última jugada.


—Bueno —concluyó Zoe—, en resumen, la niña va ganando al Salvaje y queda poco para que termine el mes, así que ya sabéis: se admiten apuestas de última hora.


Mientras Zoe anotaba las apuestas de los presentes, Jeff se dedicaba a vigilar por si aparecía alguno de los aludidos o sus familiares, ya que podían molestarse por lo que tan sólo era una sana diversión.


—¡Que viene el Salvaje! ¡Se dirige hacia aquí! —avisó Jeff
advirtiendo a todos, por lo que la pizarra y las libretas de apuestas fueron escondidas con la máxima celeridad posible en la cocina.


—¿Hay rastro de la niña? —preguntó Dylan emocionado ante un posible duelo de titanes.


—No, viene solo y trae un montón de papeles en el brazo. Quizá esté vendiendo algo para alguna excursión.


Tras las conclusiones de Jeff, todos miraron a Diana a la espera de una respuesta.


—Para nada, el colegio no está organizando ninguna salida después del desastre de la última.


Tras escuchar la respuesta de Diana, todos permanecieron atentos a la espera de que sonara la campanilla de la puerta que indicaba la entrada de un cliente.


No tardaron en oír cómo Pedro entraba con paso decidido en el bar y, con sus mejores modales de niño bueno, se dirigía a Zoe.


—Buenos días, señorita Norton, ¿puedo colocar esta octavilla en su tablón de anuncios? Es algo de suma importancia.


—Sí, por supuesto Pedro, pon las que tú quieras.


—No se preocupe, con una bastará. Tengo que repartir las demás por todo el pueblo. Gracias, señorita Norton —se despidió educadamente Pedro y luego se marchó para proseguir con su tarea.


En cuanto el niño salió por la puerta, todos corrieron dándose empujones y manotazos hasta llegar al tablón de anuncios. Sin parar de reír, Zoe sacó la gran pizarra con ruedas de la cocina y apuntó un tanto en la columna de Pedro. Luego leyó el anuncio en voz alta: «Se regala niña molesta y consentida; por favor, si la ven y les gusta, llévensela, su vecino se lo agradecerá eternamente. No se admite devolución una vez adquirido el producto, aunque éste sea defectuoso. De todas formas, ya se lo advertimos: es molesta y consentida


En la parte superior del anuncio aparecía una foto en blanco y negro de Paula, posando adorablemente, que había sido pintarrajeada, por lo que ahora la criatura adorable tenía cuernos, cola y bigote.


Zoe les enseñó a todos el folleto del pequeño salvaje y declaró en voz alta ante la multitud:
—Tenemos un empate, señoras y señores, por ahora…







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