viernes, 11 de agosto de 2017

CAPITULO 16





Cuando Pedro se fue a la universidad todos en Whiterlande pensaron que la vida volvería a ser igual de monótona que antes; Paula se transformó de nuevo en Doña Perfecta y ya nadie conseguía alterarla. Todo el año transcurría pacíficamente hasta que llegaban las vacaciones, porque, cuando Pedro retornaba a casa, la guerra entre los dos continuaba como si el tiempo no hubiera pasado.


La larga tregua que dictaba la distancia se acababa en cuanto volvían a verse de nuevo, y mientras Pedro saludaba a su vecina con un «hola larguirucha, ¿te han crecido ya los melones?», ella respondía «idiota descerebrado» mientras le arrojaba un zapato a la cabeza.


En ese preciso momento era cuando los habitantes del pueblo volvían a apostar sobre si Paula osaría tener pareja cuando Pedro regresara, pareja que desaparecería extrañamente, o sobre si a Pedro se le ocurriría traer a una chica con él cuando regresaba al pueblo, chica que lo abandonaba en pocos días.


Así, las apuestas de vacaciones pasaron a tratar sobre cuánto tiempo tardarían en espantar a la pareja del otro y cuál sería el primero en conseguirlo.


El primer año ganó Pedro tras aterrorizar al admirador de Paula haciéndole creer que él era realmente un loco homicida que ya se había deshecho de varios de sus anteriores novios. El hacha y la sangre de pega fueron motivos muy convincentes para que el joven Nicolas saliera corriendo de la vida de Paula sin volver la vista atrás.


El segundo año fue sin duda el mejor, pues todos celebraron que Paula venciera.


Cuando Pedro tenía veinte años y Paula apenas había cumplido los dieciocho, en las vacaciones de verano una rubia exuberante acompañó al Salvaje a Whiterlande. El odio fue mutuo: en cuanto Marjorie pisó el pueblo, lo odió con toda su alma, y en cuanto los lugareños la conocieron a ella, la detestaron profundamente.


Se trataba de una joven mimada y egoísta que se quejaba por todo, que no pedía, sino que exigía, y que pretendía que todos estuvieran pendientes de ella. Sólo duró en el pueblo seis horas, y eso porque Doña Perfecta estaba fuera haciendo unos recados para la obra de teatro del festival de
verano.


Cuando Paula aparcó su destartalado coche de tercera mano junto al bar de Zoe, apenas prestó atención a la rubia pechugona vestida con pésimo gusto y escasa indumentaria, a la que todos miraban con odio que se hallaba en esos instantes hablando por su móvil de última generación con una amiga.


Pero cuando pasó por su lado y la oyó nombrar a Pedro, puso sus cinco sentidos en espiar la conversación que mantenía mientras andaba muy lentamente hacia la entrada del bar.


—Sí, Ana, sólo tengo que decirle que estoy embarazada y, como educado caballero que es, seguro que lo pesco. Pedro Alfonso tiene una carrera prometedora como jugador. Si lo engancho ahora, no tendré que competir con las demás busconas… —Tras una pausa continuó—: Por supuesto que no estoy embarazada, meses después de la boda le diré que he perdido el bebé y asunto zanjado…


Paula había escuchado lo suficiente como para saber que en menos de una hora esa rubia saldría corriendo del pueblo, o incluso menos, si se daba prisa. Cuando Paula hubo repartido los folletos para la función de teatro de ese año por todo el pueblo, buscó a Timmy, un precioso niño de cuatro años que actuaría ese verano por primera vez.


Mientras lo llevaba a tomar un helado con el permiso de su madre, quien se encontraba en esos momentos en el bar de Zoe mirando algo de una pizarra, le comentaba al pequeño lo importante que era su papel en la obra.


—Verás Timmy, tú serás el hijo, por lo que vamos a ensayar y si lo haces bien te compro un helado de tres bolas.


—¡Jo, tres bolas! —exclamó excitado el crío—, mamá sólo me deja comer dos. ¡Qué guay!


Los hombres eran muy previsibles a cualquier edad: «cuanto más grande, mejor», pensó Paula antes de toparse con la feliz pareja en mitad de la calle.


—Mira, ahí está tu padre, ¡a actuar! —animó Paula al niño mientras señalaba a Pedro con el dedo.


Y Timmy, la mar de inspirado, corrió hacia Pedro y agarrándose a su pierna comenzó a sollozar y a gritar a pleno pulmón:
—¡Papá! ¿Por qué me abandonaste? ¿Fue porque fui malo? ¡Papá vuelve, no me dejes solo otra vez…!


Pedro miraba asombrado al chiquillo que se agarraba a su pierna sin saber qué hacer, ni por qué le decía esas cosas, hasta que apareció Paula en escena.


—¡Vámonos Timmy, tu padre no quiere saber nada de ti! —exclamó enfurecida mientras separaba al reticente niño de la pierna de Pedro, y continuó—: ¡No has tenido la decencia siquiera de llamar preguntando por él! ¡No me has pasado ni un centavo mientras cuidaba de tu hijo! ¡Te casaste conmigo por nuestro hijo, pero en cuanto tuviste la oportunidad de marcharte de este pueblo no miraste atrás! ¡Y ahora vienes con esta fulana y te paseas con ella por todo el lugar! ¡Te juro que cuando ganes el más mísero centavo te lo voy a quitar todo! —gritaba Paula a la cara de Pedro dejándolo mudo de asombro, quien, como no supo qué decir, simplemente guardó silencio.


Paula se fue con paso enfurecido a la vez que el niño era
arrastrado por la calle mientras no dejaba de gritar:
—¡Papá, te quiero, no me dejes!


En cuanto los dos entraron en la heladería de la señora Pick, sus rostros se tornaron sonrientes mientras se tomaban sus helados junto a la ventana a observar el espectáculo. La señora Pick, por primera vez en años, también se sentó y dejó de trabajar.


—¡Te juro, Marjorie, que no estoy casado ni tengo un hijo! Ésa era mi vecina la loca, que siempre que tiene oportunidad me fastidia con alguna de sus bromas. Pregunta a cualquiera del pueblo y verás —rogó Pedro a su enfadada novia, que estaba dispuesta marcharse en ese mismo instante con el coche que habían alquilado.


—Mira, ya verás —repitió Pedro mientras paraba al señor Philips y le preguntaba—: ¿A que no estoy casado y no tengo ningún hijo, señor Philips?


La respuesta que recibió no fue la que esperaba y, ante una asombrada Marjorie, el señor Philips contestó:
—Claro que estás casado Pedro, con Paula, y tienes un hijo de cuatro años que se llama Timmy.


Marjorie, encolerizada, le pegó una sonora bofetada a Pedro, cogió las llaves del coche y se marchó dejando tras de sí una gran humareda entre el chirriar de las ruedas.


Pedro, asombrado, se volvió hacia el señor Philips y le preguntó:
—¿Por qué ha dicho eso, señor Philips?


—Porque este año en la función de teatro te toca ser el marido de Paula y el padre de Timmy, y como a Paula no le quedaban folletos nos pidió que te lo dijéramos en cuanto te viéramos —aclaró el señor Philips tendiéndole un folleto.


—¡Oh, ésta me la pagas, Doña Perfecta! —murmuró Pedro mientras estrujaba el folleto.


Whiterlande estuvo pendiente durante días de la posible revancha de Pedro, pero ésta nunca llegó y todos se preguntaron por qué…


Pedro se hallaba agachado junto al desvencijado coche de Paula, que estaba aparcado descuidadamente en la entrada, dispuesto a desmontarlo pieza por pieza cuando oyó en mitad del silencio de la noche como Doña Perfecta se sentaba en el porche de su casa con un refresco en la mano. Su hermano Jose no tardó en reunirse con ella, enfurecido.


—¡Lo que le has hecho a Pedro no tiene nombre! ¡Nunca jamás volverá a ver a esa chica! ¡Si tenía alguna posibilidad de tener una relación seria con ella, tú la has destrozado!


—Créeme Jose, esa chica no le convenía —respondió Paula muy convencida.


—Tú no eres la más indicada para decir lo que le conviene o no.


—Todo el pueblo la detestaba, era mimada, ególatra y oportunista…


—¡Pero a quien le tiene que gustar es a Pedro, no al pueblo!


—Entonces, según tú, me tengo que quedar de brazos cruzados mientras Pedro comete el peor error de su vida —indicó enfadada.


—Dame una sola razón por la que no debo traer a Marjorie de vuelta y explicárselo todo —pidió Jose muy convencido de que no habría ninguna que fuera de su agrado.


—Oí una conversación de móvil que Marjorie sostenía con una amiga…


—Y por unas palabras fuera de contexto en las que decía algo que no te gustó la has echado del pueblo… ¡Vamos! ¡Dime qué era eso tan terrible que le contaba a su amiga! —solicitó Jose a la espera de demostrar que él tenía razón.


—Casi nada: Marjorie le explicaba a su amiga que iba a atrapar a Pedro con un embarazo ficticio, ya que era un jugador prometedor al que debería de conseguir cazar ahora, antes de que otras se le adelantasen — contestó Paula orgullosa al ver como la cara de su hermano cambiaba de satisfacción a horror.


—¡Por Dios! ¿Es eso cierto, Paula? —quiso saber Jose,
asombrado.


—Tú ya sabes que siempre te he dicho la verdad cuando me has preguntado sobre las gamberradas que le hago a Pedro.


—Entonces tienes que contárselo, Paula. Tienes que decírselo antes de que él se tome la revancha.


—¿Para qué?, ¿para que no me crea?, ¿para que dude de si es otra trastada más de las mías o no? No, no pienso decirle que esa mujer iba sólo por su dinero. Eso le haría daño y yo no soy tan cruel. Además, es muy poco imaginativo a la hora de vengarse. Lo más probable es que la tome con mi coche, al que le quedan ya dos telediarios —repuso Paula antes de desear a su hermano las buenas noches y dirigirse hacia el interior de la casa.


—Paula—llamó Jose haciendo que su hermana detuviera sus repentinas prisas por marcharse a su habitación—. ¿Tú odias a Pedro o lo quieres?


Paula se rió de su hermano antes de contestar.


—Digamos simplemente que no es el más adecuado para mi lista.


Cuando Jose se quedó solo en el porche, se preguntó pensativo en voz alta:
—¿Qué habrá querido decir con eso?


No esperaba respuesta alguna, por eso se sobresaltó al escuchar la voz de su amigo gruñir detrás del coche de Paula.


—¡Maldita lista de las narices!


Pedro, ¿eres tú? —preguntó Jose a la espera de que su amigo se diera a conocer, y así fue: Pedro salió de su escondite tras el vehículo.


—Lo has oído todo, ¿verdad? —quiso saber Jose a la espera de una confirmación.


—Sí, desde el principio hasta el final.


—Entonces, ¿qué vas a hacer?


—Antes que nada, arreglar la tartana de tu hermana, y después mejorarla. Tiene las ruedas flojas, los limpiacristales rotos y las ventanas…


—No me refería a eso —señaló descontento Jose ante la respuesta de su amigo.


—Ya lo sé —repuso Pedro antes de volver hacia su casa en busca de más herramientas.


Días después de que Paula echara a Marjorie del pueblo, Doña Perfecta cogía la cogorza más grande de su vida en la fiesta que celebraba su amiga Amanda en casa de sus padres, aprovechando que éstos estaban fuera. Thomas, el chico con el que Doña Perfecta salía ese año, que era nuevo en el pueblo y aún no había oído hablar de Pedro Alfonso, animó a una enfadada Paula a beber todo lo que se le pusiera por delante y ella, molesta al ver como Pedro bailaba una canción lenta apretujado entre dos rubias tetonas, aceptó.


En cuanto Pedro vio el lamentable estado en el que se encontraba su vecina, ante la mirada asombrada de todos, le dio una paliza a Thomas hasta dejarlo medio inconsciente y luego lo tiró a la piscina.


A Paula simplemente se la cargó al hombro, le arrebató las llaves del coche y se dispuso a llevarla a casa.


Fue bastante molesto conducir junto a una rubia preciosa que lamentablemente cantaba como el demonio y cuyo repertorio se limitaba a gritar una y otra vez el estribillo de una estúpida canción de campamento.


Pedro intentó poner la radio del coche, pero, en cuando subía el volumen para acallar sus berridos, ella gritaba más fuerte para hacerse oír, así que finalmente lo dejó por imposible y apagó la radio.


Cuando llegó a casa de Paula, vio las luces del salón aún encendidas, por lo que aparcó en su entrada para que el señor Chaves no los viera y decidió cargar con ella hacia el interior de su casa, en la que por suerte no había nadie ya que su madre y su abuela se habían marchado a pasar la noche con una amiga enferma.


Se la echó al hombro como si de un saco de patatas se tratase, rogando para que en esa postura pusiera fin a sus berridos. Pero no tuvo suerte, así que le dio un golpecito en el trasero mientras le advertía:
—Como no te calles, todo el pueblo se va a enterar de que estás borracha, incluido tu adorable padre.


El silencio se hizo y por fin Pedro pudo llamar por teléfono con la mano que le quedaba libre a su amigo Daniel, que seguramente estaría muerto de preocupación por su querida hermana Doña Perfecta.


—Aquí al habla el semental —contestó Dani entre alguna que otra risa femenina.


—Semental, ¿sabes dónde está tu queridísima hermana? —preguntó Pedro furioso ante la despreocupación de su amigo.


—Pues creo que en estos instantes la tendrás encima de uno de tus hombros colgada como un trasto cualquiera. Antes te vi salir de esa manera tan elegante de la fiesta. ¡Hola hermanita! —gritó Daniel felizmente a la espera de la contestación de Paula.


—Hola Dani, Pedro me ha secuestrado —contestó ella alegremente desde el hombro de su vecino.


—¡Tú calla! —regañó Pedro a su carga mientras le golpeaba
nuevamente el trasero y seguía con su conversación—. No la he secuestrado, está como una cuba gracias a su querido amiguito, que le ha metido por el gaznate todo lo que tuviera un mínimo grado de alcohol. No me atrevo a llevarla a tu casa, pues tu padre la está esperando en el salón y no creo que pueda meterla en su habitación sin que nos pillen y le echen la bronca. 


—Pues déjala en el porche con una nota —bromeó Daniel con un hombre que en esos momentos carecía de cualquier sentido del humor.


—¡A ti sí que te voy a dejar en el porche, pero con una nota metida por el cu…!


—¡Vale, vale, era broma! ¿Por qué no te la quedas esta noche en tu casa y yo llamo a papá y le digo que se ha quedado a dormir con Amanda?


—¿Me estás confiando a tu hermana? —preguntó Pedro asombrado.


—Seamos realistas: tú la cuidas más que nosotros cuando estás aquí y, como os lleváis como el perro y el gato, dudo mucho de que os dé por enrollaros o algo parecido, así que en definitiva está a salvo de tus encantos de seductor.


—Pero Daniela, tu hermana está bo…


—Buenas noches, Pedro. Te dejo. Has abandonado aquí a unas rubias muy bonitas y solas a las que yo tengo que contentar —comentó Daniel rápidamente antes de colgar el teléfono sin darle tiempo a Pedro a contarle que algunas personas estando borrachas actuaban como nunca lo harían sobrias.


«Bueno, espero que Doña Perfecta no sea de ésas», pensó Pedro mientras la subía hacia su habitación resignado a cargar con ella





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