Vi cómo mi hija observaba al nuevo vecino de su abuela con cara de enfado antes de sacarle la lengua y entrar en casa en busca de su libreta, seguramente para dibujar una rana con cuernos o algo parecido.
Por desgracia, mi pequeña de tan sólo cinco años tenía el mismo talento para el dibujo que su padre, o sea, ninguno.
En cambio, le encantaba ver trabajar a éste con la madera y quería ser como él: una manitas consumada.
Con sus pequeños rizos negros y sus ojos azules, mi hija Helena era una preciosidad que tenía el mal genio de su padre, aunque Pedro aseguraba una y otra vez que el genio lo había heredado de mí, así como la cabezonería.
Observé atentamente como mi hija miraba a Ramiro Miller, el niño del nuevo matrimonio que había comprado la casa de enfrente de mis padres.
El chiquillo tenía siete años y parecía un perfecto principito, vestido impecablemente y sin una mancha que estropeara sus pulcras ropas, todo lo contrario que el diablillo de mi hija, con sus ropas sucias por el barro de perseguir sin descanso al pobre Botitas —gato al que le pusimos este nombre en honor al primero— por el jardín con una gran pistola de agua regalo de sus tíos. «Cuando coja a mis hermanos, los voy a matar lentamente», pensé al ver de nuevo al pobre minino chorreando agua sobre los brazos de mi suegra.
Mi hija no cesó de hacerle burlas y gestos obscenos, aprendidos seguramente de sus queridos tíos, al niño que la miraba desde enfrente escandalizado y con los ojos abiertos.
La reprendí con seriedad y dejó de hacer los gestos obscenos, aunque no abandonó las burlas cuando creía que yo no miraba.
—¿Se puede saber qué es lo que te ha hecho ese crío para que lo trates así? —pregunté finalmente a mi hija.
—Ese niño me ha dicho que, cuando crezca, si me convierto en una digna damisela, tendré el placer de ser su mujer.
Rompí en carcajadas al recordar en ese momento otra arrogante proposición que recibí en una ocasión cuando era niña y miré al responsable de ella, que acababa de salir de casa de mis padres con una rica limonada para mí: «un nuevo antojo», pensé acariciando despacio mi pronunciada barriga.
—¿Y tú qué le contestaste, princesa? —preguntó Pedro sonriendo, seriamente interesado.
—Que se metiera esa proposición por… —sin dudarlo, le tapé la boca a Helena.
—Hay que decirle a mis hermanos que dejen de enseñarle ese vocabulario tan soez —comenté a Pedro.
Él asintió sonriente mientras me daba el vaso y se dirigía hacia el niño que se acercaba con paso indeciso hacia casa de los Chaves.
****
—Hola pequeño, ¿cómo te llamas? Yo soy Pedro Alfonso —saludó Pedro al vacilante niño que miraba con enfado a su hija—. ¿Qué te trae por aquí?
—Me llamo Ramiro Miller y vengo a pedirle la mano de su hija —pidió seriamente.
—¿No te parece que eres algo joven para querer casarte ya con alguien? —contestó Pedro sonriendo al recordar las palabras que alguna que otra vez le había repetido su suegro cuando apenas era un crío.
—Sé que ella es la chica idónea para mí, aunque tendrá que crecer y pulir un poco sus cualidades.
«¡Por Dios, qué niño más pedante!», pensó Pedro al observar que un mocoso como él tenía tan extenso vocabulario.
—Pero, verás, hay un problema —reveló Pedro desalentado al pequeño al ver como Paula se sentaba junto a su hija con su antigua libreta y ésta anotaba entusiasmada algo en ella.
—¿Cuál? Le prometo que soy de buena familia y que la trataré bien y nunca le faltará de nada —manifestó el pequeño Don Perfecto tratando de rebatir posibles objeciones.
—En estos momentos su madre le está contando como nos conocimos y hay una lista que no te va a favorecer en absoluto.
—¿Una lista? —preguntó Ramiro, sorprendido.
—Sí, su madre hizo una lista a lo largo de los años con todas las cualidades que debía tener su hombre ideal, y lo más probable es que ella decida hacer lo mismo.
—Me parece bien, yo soy un niño perfecto. Mis padres me lo dicen constantemente.
—Pero, pequeño, la perspectiva que cuenta no es la de tus padres ni la tuya, sino la de la mujer que hace la lista y, créeme, nunca llegarás a ser su hombre perfecto.
—¿Qué hizo usted, señor Alfonso? —preguntó el muchacho
terriblemente interesado.
—Intentar con todas mis fuerzas parecerme a su hombre perfecto y, cuando éste apareció, convencerla de que la lista no importaba.
—Entonces, ¿usted no llegó a ser nunca el hombre ideal de la señora Alfonso?
—No, pero soy muy convincente —sonrió alegremente Pedro al pequeño.
—¡Pues yo lo conseguiré y me casaré con su hija! —declaró muy convencido el niño sin dejar de mirar a su futura esposa como retándola a decir lo contrario.
Helena se sintió ofendida al ver como el molesto niño la miraba con intensidad, y cogiendo su lista gritó en voz alta mientras escribía lentamente en ella:
—¡Uno! ¡Que sea el mejor motorista del mundo y que tenga la mejor moto!
Eso era sin duda algo de lo más divertido del universo después de que su tío Daniel le diera un paseo en su enorme y preciosa moto nueva.
—Tiene usted razón, señor Alfonso, ¡esa lista me traerá problemas! — coincidió el vecino mientras se alejaba sin dejar de mirar hacia atrás, hacia donde la pequeña niña de rizos negros le sacaba de nuevo la lengua.
—¡Papá! ¡Papá! ¡Eres mi héroe! —gritó Helena mientras se lanzaba a sus brazos—. ¡Por fin me has librado de ese niño tan pesado!
—Algo me dice que volverá —indicó Pedro sonriendo con complicidad a su esposa.
—Papá, mamá me ha enseñado su lista. ¿A que tú eres su perfecto príncipe azul? —preguntó Helena ilusionada.
—No, cielo, yo nunca llegué a ser su hombre perfecto —contestó Pedro jugando alegremente a hacerle cosquillas a su hija.
—Entonces, mamá, ¿papá no es tu príncipe azul? —preguntó Helena desilusionada besando a su padre con cariño.
—Pues claro que no, es más que eso —respondió Paula feliz, besando cariñosamente a su marido—. Él es mi perfecto sapo azul — contestó retándolo con la mirada mientras se dirigía rápidamente al interior de la casa.
Pedro dejó a su hija en el suelo y entró en busca de su mujer.
La halló escondida en la cocina junto a Sara, su madre. Sin
preocuparse lo más mínimo por escandalizar a los presentes, Pedro besó apasionadamente a su mujer.
Cuando ella pudo recuperar el aliento, le recriminó con dulzura:
—Salvaje.
—Doña Perfecta —le recordó Pedro antes de volver a sellar sus labios con un nuevo y apasionado beso.
La boda de Paula se celebró cuatro horas más tarde de lo previsto.
Se decidió por unanimidad que era el enlace más extraño que jamás se había llevado a cabo en ese pueblo: los adornos florales estaban estropeados, los lazos que adornaban los asientos se hallaban casi todos caídos, y la orquesta y el coro habían desaparecido junto con los elegantes invitados del anterior novio.
Tuvieron que convencer a un amordazado sacerdote de que no era un pueblo de locos y que tenía que unir a esa feliz pareja por el bien de todos.
El padre de Paula la acompañó al altar junto con su inseparable escopeta.
—Papá, no hace falta que lleves el arma —expresó Paula al verlo cargar con el trasto—. Pedro me quiere mucho y nunca huiría de nuestra boda.
Juan Chaves se limitó a sonreír a su hija mientras le advertía en voz lo suficientemente alta para que todos lo oyeran:
—No es para obligar a Pedro, hija mía, es para ti.
Paula refunfuñó algo sobre su ingrata familia mientras miraba al novio. No iba perfectamente vestido: sus vaqueros estaba sucios y su camisa, arrugada; además, su rostro lucía alguna que otra mota de polvo del camino. No obstante, era el adecuado para ella, porque en esos momentos sólo podía pensar en lo feliz que sería a su lado el resto de su vida.
Tras la ceremonia, todos celebraron una gran fiesta en la que cada uno de los vecinos recordó alguna de las trastadas de los novios. Después de cortar la tarta, finalmente Zoe hizo traer la pizarra de su bar al gran salón de festejos.
—Bien —comenzó—. Jerry ganó la apuesta acerca del momento en la que Paula rompería el enlace con Don Perfecto. —Jerry elevó las manos como vencedor ante los abucheos jocosos de la multitud.
—Daniel Chaves fue el único en decir que Paula golpearía a Jorge —Daniel se levanto e hizo una reverencia mientras comentaba:
—Estaba totalmente seguro de que mi hermana no me defraudaría.
Zoe siguió con su repaso de las apuestas tras las carcajadas de todos al recordar el instante exacto en el que el novio cayó redondo al suelo.
—Norma Alfonso vaticinó que su nieto sería arrestado —añadió Zoe jocosamente—. Pero eso es algo que casi todos habíamos previsto para este glorioso día; únicamente Jose Chaves presagió que su hermana también sería arrestada.
—Finalmente —continuó Zoe—, Pedro Alfonso apostó hace meses veinte mil dólares a que Paula no se casaría con Don Perfecto, y unas semanas antes de la boda Don Perfecto apostó treinta mil dólares a que Paula se casaría con él. Así que ahora, Pedro Alfonso, tienes en tu poder cincuenta mil dólares, en parte gracias a la amable generosidad de Don Perfecto.
Todos rieron felices ante la suerte de los novios en lo que había empezado como un pequeño pasatiempo en la pizarra de Zoe.
La boda termino con unos maravillosos brindis por parte de todos.
El mejor de ellos fue, sin duda, el de Daniel Chaves, quien alzó la copa sonriente y pronunció felizmente mirando a su hermana:
—¡Por los hombres imperfectos!
Todos los hombres estuvieron de acuerdo con él, pero muchas mujeres dudaron a la hora de alzar su copa.
Ante la insistencia de Colt, el novato, al final de la celebración Paula y Pedro fueron condenados a arresto domiciliario durante una semana en la maravillosa casa del lago que desde ahora sería su hogar.
****
Paula se tumbó desnuda en su estupenda cama a la espera de su esposo, quien no se hizo mucho de rogar. Pedro salió de la ducha portando una pequeña toalla enrollada en la cintura.
Sus ojos devoraron el hermoso cuadro que eran las curvas de Paula, arrojó la toalla a un lado mostrando a su amada su perfecta desnudez y, mientras se colocaba sobre su cuerpo en busca de sus labios, le preguntó una vez más:
—Dime por qué soy perfecto para ti.
Pedro no le permitió contestar a su pregunta, haciéndole olvidar la razón en busca de una desenfrenada pasión que celebraba la unión definitiva de dos cuerpos que se pertenecían.
Le hizo el amor sin descanso, sin dejar de mirarla a los ojos con adoración mientras penetraba en lo más profundo de su cuerpo llevándola poco a poco al placer más sublime. Y cuando él no pudo más, la siguió en la cumbre del placer derrumbándose junto a ella.
—Porque eres tú —contestó Paula más tarde, saciada, entre sus fuertes brazos.
A unos cinco kilómetros a las afueras de Whiterlande había sido detenido Pedro Alfonso mientras conducía tranquilamente hacia la casa de uno de sus antiguos amigos de la universidad.
Tras abandonar todo lo que tenía, y estando seguro de que no deseaba ver como Paula se casaba con su príncipe azul y ambos vivían felices para siempre, a primera hora de la mañana había llamado su amigo Agustin Delafer, uno de los pocos con los que aún mantenía contacto después de tantos años, comentándole lo deseoso que estaba de cambiar de aires.
El ahora jugador profesional de fútbol americano no había tardado mucho en invitarlo a su lujoso hogar para que se divirtieran rememorando viejos tiempos.
Agustin, como buen amigo y compañero, le había ofrecido su casa para que descansara plácidamente mientras pensaba qué hacer con su vida, y en el momento en el que Pedro decidía finalmente rendirse y dejarlo todo atrás
conduciendo abstraído, aparecía Colt, un policía novato del pueblo, y lo detenía por un supuesto robo de vehículo.
¡Cómo si todo el pueblo no supiera que esa furgoneta era suya desde hacía años!
Tras intentar hacer entrar en razón al policía mostrándole los
documentos del coche, frustrado e irritado por todo lo que ocurriría aquel día, le arrojó furiosamente los papeles a la cara, tachándolo de idiota.
Por ese motivo Pedro permanecía ahora esposado y tumbado encima del capó de su coche, a la espera de que confirmaran su versión de los hechos.
Mientras intentaba una vez más convencer al necio novato de su error, el coche de policía del señor Philips aparcó junto al arcén; Pedro respiró aliviado pensando que al fin se solucionaría todo cuando la puerta del coche se abrió y de él salió Paula Chaves con un vestido de novia destrozado pero luciendo de lo más bonita.
De cintura para arriba Paula podría protagonizar la portada de una revista de novias, de cintura para abajo lo único que la tapaba era una fina gasa de seda que le llegaba hasta las rodillas, dejando entrever con cada paso que daba un poco de su insinuante liguero blanco.
Definitivamente, era la novia más sexyi e irresistible que había visto en su vida, y lo que más le dolía era que no era para él.
—Por última vez, señor policía, ¡hace años que soy el propietario de esa furgoneta! —intentó explicarse de nuevo Pedro, ignorando deliberadamente la figura de la mujer que se dirigía hacia él.
—Hola, Pedro, ¡tengo que hablar contigo! —dijo Paula temerosa mientras intentaba acercarse a él.
—¡Hablaría contigo encantado si no fuera porque estoy siendo detenido y no puedo! —gritó ofuscado Pedro.
—¡Pero es algo importante! —insistió acercándose al capó del coche, donde permanecía inmovilizado.
—¡Señorita, no se acerque más a este hombre! —repuso Colt—. Es peligroso, me lo han comunicado por radio hace unos minutos.
—Sí —confirmó Paula—, lo sé. Lo he dicho yo, pero sólo era para que lo detuvieran rápidamente. Él nunca me haría daño.
—¡No estés tan segura! —gruñó Pedro intentando incorporarse y siendo tumbado nuevamente contra el capó—. ¿Se puede saber por qué narices has hecho que me detengan, Paula? ¿Es que estás loca? — exclamó irritado haciéndola enfadar.
—¡Sí! ¡Debo de estar loca para dejar plantado a Don Perfecto en el altar por ti, porque a cada paso que daba hacia él solamente podía recordarte a ti y desear que me sacaras de allí antes de que cometiera un error! —chilló Paula entre sollozos—. ¡Debo de ser estúpida si el único amante que he tenido en mi vida eres tú, y si el único con el que deseo pasar el resto de mis días eres tú!
—Pero, Paula, yo no soy tu hombre perfecto, ¿lo recuerdas? —comentó Pedro sonriente, encantado por la declaración de Paula.
—Yo tampoco. He dejado plantado al novio ideal por ti y he robado ese coche de policía al pobre señor Philips para poder encontrarte.
—¿De verdad he sido el único hombre con el que te has acostado? — preguntó emocionado Pedro.
—¡Eres increíble! Te confieso que te amo y tú de lo único que te preocupas es de que no me haya acostado con otros —señaló Paula molesta.
—¡Señorita! ¿Acaba de confesar que robó un coche de policía? — intervino en ese momento el joven policía.
—Yo ya sabía que me amabas, solamente tenía que hacerte entrar en razón, pero los celos me han matado durante años pensando que podrías acostarte con otros. Y cuando llegó Don Perfecto lo vi todo negro al creer que podrías llegar a hacerlo con él. ¡No sabes cuántas noches he pasado en vela persiguiéndote a ti y a Don Perfecto a escondidas dispuesto a matarlo si te ponía un solo dedo encima!
—Por suerte para ti, Jorge es un caballero, un caballero al que no volveré a ver en la vida y que estará eternamente enfadado conmigo.
—¡Señorita! ¡Debo arrestarla por robar un vehículo a la autoridad! — declaró Colt intentando llamar la atención de los dos enamorados.
—¿No querrás que yo me escape, verdad? —sugirió Pedro intentando deshacerse del policía—, porque si me sueltas para detenerla, me liberaré y te puedo asegurar que yo soy mucho más peligroso que ella —intimidó Pedro al novato.
Así que, mientras Colt pedía refuerzos a la comisaría, los dos amantes continuaron con su conversación ignorando por completo la autoridad del muchacho.
—¿Se enfadó mucho Don Perfecto cuando lo dejaste en el altar? — indagó Pedro interesado.
—¡Qué va! Apenas se inmutó, pero entonces me contó lo de tu apuesta con él. Pedro Alfonso, ¿cómo se te ocurre prometer que te marcharías del pueblo?
—Pensé que era lo mejor. Después de todo, recuerdo que desde niña intentabas que me largara de aquí.
—Sí, pero sólo yo puedo hacer que te vayas del pueblo y así se lo dije a Jorge antes de pegarle un puñetazo.
Pedro lloró de risa mientras asimilaba que su preciosa y delicada Doña Perfecta le había arreado un golpe al novio en medio de una iglesia atestada de familiares de éste.
Mientras Pedro no podía dejar de reír y Paula le reprochaba que se estuviera burlando de ella, llegaron por todos lados coches de Whiterlande hacia el lugar donde se hallaba la pareja con el objetivo de presenciar el final del espectáculo de ese día. Finalmente, ¿habría boda o no?
—Bueno, ¿a qué estás esperando, muchacho? —gritó Jerry animando a Pedro—. ¡Tenemos la iglesia, los invitados, el banquete y la novia! ¡Únicamente nos falta el novio, porque el otro ha puesto pies en polvorosa después del puñetazo de Paula!
—Por lo visto no le gustan las mujeres fogosas —comentó Zoe sonriente.
—¡Venga! ¡Pídeselo ya de una vez, que hemos tenido que amarrar al cura para que no se fuera a otra ceremonia! —gritó impaciente Dylan, el mecánico.
—¡Vale, vale! —tranquilizó Paula pidiendo finalmente silencio—. Pedro Alfonso, ¿quieres casarte conmigo a pesar de que no sea perfecta y de que nos pasemos la vida discutiendo?
—Paula, ¡que es el hombre quien tiene que pedir la mano en
matrimonio a la mujer y no al revés! —exclamó Diana, la directora del colegio, entre las risas de todos.
—Pero es que él me lo ha pedido muchas veces y yo no se lo he pedido nunca —se quejó Paula ante la corrección.
—Estaré encantado de casarme contigo, Paula Chaves, en cuanto me suelte la policía.
—Lo siento, pero hoy no habrá boda. ¡Ambos están arrestados! Usted, señorita, por robo de vehículo policial, y usted, señor, por resistencia a la autoridad —intervino el joven policía ante una multitud que no tardó mucho en enfadarse al ver los planes de boda frustrados.
Afortunadamente, Terence Philips, el jefe de policía, salió del coche de uno de sus vecinos antes de que todo el pueblo decidiera apalear conjuntamente al novato de su distrito.
—Colt, suéltalos a los dos antes de que me enfade. Todo ha sido un pequeño malentendido.
—¡Pero, señor! Ella le robó el coche.
—No, yo se lo presté —mintió descaradamente el buen hombre.
—Y él ha sido acusado de robo y resistencia a la autoridad.
—Ha habido un error en los archivos: esa furgoneta es suya y estoy seguro de que, en cuanto lo sueltes, se disculpará.
—Pero la ley dice…
—¡Colt! —gritó Philips—. ¡Suéltalo si no quieres que te degrade!
El novato soltó a Pedro no sin protestar y refunfuñar, así como recitar todos y cada uno de los cargos de los que podía acusarlo.
Cuando Pedro se vio al fin libre, corrió hacia Paula y la estrechó con fuerza entre sus brazos. Ella le tendió el anillo que tenía grabado sus nombres y él se lo puso, prometiéndole la eternidad.
—Para mí siempre has sido perfecta —comentó Pedro antes de besarla apasionadamente delante de todos.